– Sí, sí -respondí, reparando en que había permanecido de pie con aire dubitativo-. Es decir, si no les molesto -añadí dirigiendo al chaval una sonrisa, que él me pagó con una mirada desaprobadora.
– ¡Pues claro que no nos molestas!, ¿verdad, Boris? Anda, Boris…, saluda al señor Ryder.
– Hola, Boris -dije tomando asiento.
El pequeño seguía mostrándome su desaprobación, que ahora expresó preguntando a su madre:
– ¿Por qué le has dicho que podía sentarse? Te estaba explicando una cosa…
– Es el señor Ryder, Boris -le dijo Sophie-. Un amigo muy especial. Naturalmente que puede sentarse con nosotros, si quiere.
– Pero es que te estaba contando la misión del Voyager, mamá… Ya veo que no me escuchabas. Tendrías que aprender a prestar atención.
– Lo siento, Boris -respondió Sophie intercambiando una fugaz sonrisa conmigo-. Trataba de poner mis cinco sentidos en lo que me explicabas, pero todos esos temas científicos están muy por encima de mi comprensión. Y ahora…, ¿por qué no saludas al señor Ryder?
Boris me miró un instante y luego dijo malhumorado:
– Hola.
Y apartó la mirada de mi persona.
– No querría ser causa de ningún enfado -dije-. Por favor, Boris…, continúa con lo que estabas diciendo. De hecho me interesaría mucho saber cosas sobre esa aeronave…
– No es una aeronave -me corrigió Boris en tono de hastío-. Es una sonda para explorar los espacios interestelares. Aunque me imagino que tampoco usted comprenderá la diferencia mucho mejor que mi madre.
– ¿Sí? ¿Cómo sabes que no voy a entenderla? Tal vez tenga una mente científica. No deberías juzgar a la gente tan a la ligera, Boris.
El pequeño dejó escapar un fuerte suspiro sin volverse a mirarme.
– Seguro que será usted como mamá -dijo-. Incapaz de concentrarse.
– Vamos, vamos, Boris… -intervino Sophie-. Deberías ser un poco más amable. El señor Ryder es un buen amigo.
– Más aún: soy amigo de tu abuelo. -Por primera vez el chiquillo me miró interesado-. ¡Oh, sí! Nos hemos hecho muy amigos tu abuelo y yo. Me alojo en su hotel.
Boris comenzó a estudiarme cuidadosamente.
– Anda, Boris -insistió su madre-. ¿Por qué no saludas amablemente al señor Ryder? Aún no te has mostrado educado con él… No querrás que se marche pensando que eres un jovencito de malos modales, ¿verdad que no?
El escrutinio de Boris sobre mi persona se prolongó un rato más. Hasta que, de pronto, se dejó caer de bruces sobre la mesa y escondió la cabeza entre los brazos. Debía de estar, a la vez, balanceando las piernas debajo, porque podía oír el golpeteo de sus zapatos contra la pata metálica de la mesa.
– Lo siento mucho -se excusó Sophie-. Tiene un mal día hoy.
– Lo cierto es que… -empecé a decir en voz baja- deseaba comentar cierto asunto con usted. Pero… -Hice un gesto con los ojos en dirección a Boris. Sophie lo captó y trató de obligar a incorporarse al pequeño diciéndole:
– Boris… Tengo que hablar un momento con el señor Ryder. ¿Por qué no vas a ver los cisnes? Sólo un minuto.
Boris seguía con la cabeza entre los brazos, como si estuviera dormido, aunque su pie seguía golpeando la pata rítmicamente. Sophie lo sacudió con suavidad por el hombro.
– Anda, Boris -le instó-. Tienen también un cisne negro. Ve y quédate un rato junto a la barandilla, donde están aquellas monjas. Seguro que podrás verlos desde allí. Y regresa dentro de unos minutos para contarnos lo que has visto.
Durante unos segundos no hubo respuesta por parte de Boris. Luego se incorporó, soltó otro gran suspiro de resignación y abandonó su silla. Por alguna razón que sin duda él conocería mejor que nadie, adoptó unos andares de borracho y se alejó de la mesa tambaleándose.
Cuando el chico estuvo a suficiente distancia, me volví a Sophie. No sabía por dónde empezar y dudé unos instantes. Pero, al cabo, Sophie sonrió y rompió el silencio:
– Tengo buenas noticias. El tal señor Mayer llamó esta mañana por teléfono a propósito de la casa. Acaban de ponerla a la venta. Parece que hay excelentes perspectivas. Llevo todo el día dándole vueltas. Algo me dice que esto podría ser lo que hemos estado buscando durante tanto tiempo. He quedado con él en que iría a verla mañana a primera hora. Realmente parece perfecta. A una media de hora del pueblo a pie, en lo alto de una colina, tres pisos… El señor Mayer dice que la vista que tiene sobre el bosque es la más bonita que ha contemplado en años. Ya sé que estás muy ocupado ahora…, pero si resulta tan extraordinaria como parece, te llamaré y tal vez puedas venir a verla. Con Boris. Quizá sea justamente lo que llevábamos tantísimo tiempo buscando. Nos ha costado dar con ella, ya sé… Pero quizá la tengamos por fin.
– Ah, sí… Excelente.
– Tomaré el primer autobús que salga de aquí por la mañana. Tendremos que darnos prisa. No estará mucho tiempo en venta.
Comenzó a darme más y más detalles acerca de la casa en cuestión. Y yo permanecí en silencio, pero sólo en parte porque no supiera qué responder. El hecho es que, a medida que seguíamos sentados allí, el rostro de Sophie empezaba a resultarme cada vez más familiar, hasta el punto de que me pareció recordar vagamente otras conversaciones anteriores entre ella y yo acerca de su plan de comprar una casa como aquélla en el bosque. Aunque algún desconcierto debió de ver en mi cara, porque al cabo de un rato cambió de repente de tono y me preguntó con voz menos resuelta, titubeante:
– Lamento lo de la última conversación por teléfono. Espero que no estés enfadado por ello…
– ¿Enfadado? ¡Oh, no!
– He estado pensándolo. No debería habértelo dicho. Confío en que no te lo tomaras a pecho. Después de todo…, ¿cómo va uno a quedarse en casa justamente ahora? ¿En qué casa? ¡Y con esa cocina en semejante estado! Aparte de que he empleado tanto tiempo, tanto tiempo en buscar algo para nosotros… Por eso tengo tantísimas esperanzas en esa casa que veré mañana.
De nuevo siguió hablándome de la casa. Y, mientras lo hacía, yo trataba de recordar algo de aquella conversación telefónica a que acababa de aludir. Tardé un rato, pero al cabo surgió en mí la incierta memoria de haber oído ya su voz… -o más bien una versión más dura y airada de ella- al otro extremo del hilo telefónico, en un pasado no muy distante. Y hasta me pareció recordar cierta frase gritada por mí al aparato: «¡Vives en un mundo tan pequeño!» Ella había seguido la discusión y yo había seguido repitiéndole en tono despectivo: «¡Un mundo tan pequeño! ¡Vives en un mundo tan condenadamente pequeño!» Pero, para mi frustración, no conseguía reconstruir nada más de aquella conversación nuestra.
Puede ser que, en mi esfuerzo por refrescar la memoria, me hubiera quedado contemplándola con la mirada fija, porque me preguntó ahora con cierta timidez:
– ¿Te parece que he aumentado de peso?
– ¡No, no…, qué va! -me reí apartando la vista-. Tiene usted un aspecto maravilloso.
Se me ocurrió entonces que aún no había mencionado el tema sugerido por su padre y volví a tratar de encontrar una vía adecuada para introducirlo. Pero en aquel preciso momento algo golpeó el respaldo de mi silla y me di cuenta de que Boris estaba de vuelta. De hecho, el pequeño correteaba en círculos cerca de nuestra mesa, dando patadas a una bola de cartón como si fuera una pelota de fútbol. Al notar que yo le observaba, empezó a hacer malabarismos con la bola pasándola de un pie al otro y finalmente la lanzó de un patadón por entre las patas de mi silla.
– ¡El Número Nueve! -gritó levantando los brazos-. ¡Un golazo del Número Nueve!
– Boris… -le dije-. ¿No crees que sería mejor que tiraras ese cartón a la papelera?
– ¿Cuándo nos vamos? -preguntó volviéndose a mí-. Se nos está haciendo tarde. Pronto oscurecerá.
Mirando a lo lejos observé que, en efecto, el sol desaparecía por detrás de los edificios de la plaza y que muchas de las mesas habían quedado vacías.