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– Lo siento, Boris. ¿Qué es lo que querías hacer?

– ¡Deprisa! -exclamó el pequeño tirándome del brazo-. ¡No vamos a llegar!

– ¿Adonde quiere ir? -le pregunté a su madre en voz baja.

– Al parque infantil, por supuesto -suspiró Sophie poniéndose en pie-. Quiere mostrarte los progresos que ha hecho.

No parecía quedarme otra elección que levantarme yo también, y al instante siguiente estábamos los tres cruzando la plaza.

– ¿Así que quieres enseñarme lo que eres capaz de hacer? -le dije a Boris, que echó a andar a mi lado.

– Cuando estuvimos allí antes estaba aquel chico… -me explicó agarrándose a mi brazo-. Es mucho mayor que yo, ¡y ni siquiera sabe hacer el torpedo! Mamá dice que por lo menos tiene dos años más que yo. Le enseñé a hacerlo cinco veces, pero es demasiado miedica. Sube, sube…, ¡y después no se atreve a bajar!

– ¡Pues vaya! Y a ti, claro, no te da miedo en absoluto. Hacer el torpedo, quiero decir.

– ¿Cómo va a darme miedo? ¡Si es fácil! ¡Está chupado!

– Más vale.

– Se moría de miedo… ¡Daba tanta risa!

Dejamos atrás la plaza y empezamos a caminar por las calles adoquinadas del barrio. Boris parecía conocer perfectamente el camino, y a menudo se adelantaba unos pasos, impaciente. En un momento dado, volvió a ponerse a mi altura y me preguntó:

– ¿Conoce usted a mi abuelo?

– Sí, ya te lo he dicho. Somos buenos amigos.

– El abuelo es muy fuerte. Es uno de los hombres más fuertes de la ciudad.

– ¿De veras?

– Y es un buen luchador. Fue soldado antes. Ahora es viejo, pero sigue peleando mejor que la mayoría de la gente. A veces los rateros de la calle no se lo imaginan, y se llevan una desagradable sorpresa. -Boris hizo una repentina finta mientras caminábamos-. Y antes de que puedan darse cuenta, el abuelo los derriba de un golpe.

– ¡No me digas! Eso es muy interesante, Boris.

Un momento después, mientras proseguíamos nuestro recorrido por las callejuelas empedradas, me encontré recordando algo más de la discusión que había tenido con Sophie. Tal vez se había producido una semana atrás, o algo así, y yo me hallaba en una habitación de hotel, no sé dónde, escuchando su voz que me gritaba desde el otro extremo de la línea:

– Pero… ¿cuánto tiempo más piensan que vas a poder aguantar? Tú y yo ya no somos jóvenes… Has hecho tu parte. ¡Que otros arrimen el hombro ahora!

– Mira -le había respondido yo aún sin alterar la voz-, el hecho es que la gente me necesita. Llego a un lugar y las más de las veces me salen al paso problemas tremendos…, arraigados, aparentemente insolubles… ¡Y agradecen tanto mi presencia!

– ¿Y cuánto tiempo más vas a poder seguir haciendo esto por la gente? Por lo que se refiere a nosotros, a mí y a ti y a Boris, el tiempo se nos va. Antes de que te des cuenta, Boris habrá dejado de ser un niño. Nadie puede esperar que sigas así. Todas esas personas que dices…, ¿por qué no tratan de resolver sus propios problemas? ¡A lo mejor les servía de algo!

– ¡No tienes ni idea! -había estallado yo, enfadado ahora-. ¡No sabes de qué hablas! En algunos de esos lugares que visito, la gente es totalmente negada. No entienden ni jota de música moderna y, si los abandonas a su suerte, es evidente que se encontrarán cada vez más confusos. Me necesitan…, ¿es que no lo entiendes? ¡Me necesitan ahí! Tú no tienes ni idea de lo que estás hablando. -Y entonces le había gritado-: ¡Un mundo tan pequeño! ¡Vives en un mundo tan condenadamente pequeño!

Habíamos llegado a un parquéenlo infantil vallado. No había nadie dentro y me pareció que se respiraba una atmósfera más bien melancólica. Boris, desbordando entusiasmo, nos condujo hacia la pequeña verja de entrada.

– ¡Mirad, mirad qué fácil es! -dijo, y se alejó corriendo hacia una estructura de tubos dispuesta para que los niños treparan.

Durante unos instantes, Sophie y yo observamos en silencio la figura del niño, viéndolo trepar y trepar a la luz del atardecer. Luego ella murmuró en voz baja:

– Tiene gracia, ¿sabes? Cuando escuchaba al señor Mayer y su descripción de la sala de estar de la casa, no dejaban de venirme a la memoria esas otras imágenes, las del apartamento en que vivíamos cuando yo era niña. Y así estuve durante toda la conversación con él. ¡Nuestra vieja sala…! Mamá, papá…, como eran entonces. Probablemente no se parecerá en nada. En realidad, ni siquiera lo espero. Iré allí mañana y me encontraré con algo muy distinto. Pero ha hecho renacer en mí la esperanza. Ya sabes…, como una especie de presagio. -Dejó escapar la risa un momento y luego tocó mi hombro-. Estás muy callado.

– ¿Sí? Lo siento. Es por el viaje. Supongo que estoy cansado.

Boris había alcanzado el punto más alto de la estructura, pero la luz había menguado tanto que apenas se le distinguía como una silueta oscura recortada contra el firmamento. Reclamó nuestra atención con un grito y después, agarrándose al barrote de arriba, dio una vuelta de campana a su alrededor.

– ¡Está tan orgulloso de poder hacer eso! -comentó Sophie, y enseguida lo llamó-: Hay muy poca luz ya, Boris. Baja de ahí.

– Es muy fácil. Y aún más fácil a oscuras.

– Bájate ahora mismo.

– La culpa es de viajar tanto -seguí diciendo-. De habitación de hotel en habitación de hotel… Sin ver jamás a ningún conocido. Es muy fatigoso, sí. E incluso ahora, en esta ciudad, ¡es tan grande la presión sobre mí! Me refiero a la gente. Evidentemente esperan demasiado de mí. Quiero decir, que veo que…

– Mira -me cortó amablemente Sophie, apoyando su mano en mi brazo-, ¿por qué no nos olvidamos de todo eso ahora?

Tendremos tiempo de sobra para charlar de ello después. Todos estamos cansados. Ven con nosotros al apartamento. Está sólo a unos minutos de aquí, pasada la iglesia medieval. Estoy segura de que podemos resolverlo todo con una buena cena y un buen rato de tregua para nuestros pies cansados.

Me había hablado en un tono muy dulce, con la boca tan cerca, que sentí su aliento en mi oído. El cansancio se había apoderado de mí de nuevo, y la idea de relajarme en la tibieza de su apartamento -tal vez jugando con Boris sobre la alfombra mientras ella preparaba la cena- me pareció de pronto sumamente tentadora. Hasta el punto de que quizá cerré por un instante los ojos y permanecí inmóvil, sonriendo ensoñadoramente. En cualquier caso, la vuelta de Boris me sacó de mi ensoñación.

– Es facilísimo hacerlo a oscuras.

Noté entonces que Boris parecía tener frío, temblar casi. Toda su energía anterior se había esfumado, y supuse que la exhibición que acababa de ofrecernos le había exigido un gran despliegue de energía.

– Vamos a volver todos al apartamento -dije-. Nos espera una espléndida cena.

– Sí, vamos -dijo Sophie, poniéndose en movimiento-. Ya es hora de irnos.

Había empezado a caer una fina llovizna y, ahora que el sol se había puesto, el aire era mucho más frío. Boris se agarró de nuevo a mi mano y seguimos los dos a Sophie, a través de la puertecilla del parque, hacia una oscura calleja que se abría detrás de ella.

4

Estaba claro que habíamos salido ya de la ciudad antigua. Los sórdidos muros de ladrillo que se alzaban a uno y otro lado carecían de ventanas y daban la impresión de tratarse de paredes traseras de naves o almacenes. Mientras proseguíamos nuestro camino, Sophie mantenía un paso tan vivo que no pasó mucho tiempo sin que me diera cuenta de que Boris tenía cierta dificultad en seguirlo. Pero cuando se me ocurrió preguntarle si íbamos demasiado deprisa, me miró con expresión airada.

– ¡Puedo correr mucho más! -gritó, y emprendió un trotecillo tirando de mí. Aunque enseguida aminoró nuevamente el paso con un gesto de dolor en la cara. Y en adelante, a pesar de que yo me esforcé en caminar algo más despacio, noté que jadeaba con cierta dificultad. Poco después se puso a murmurar entre dientes. No le presté mucha atención al principio, suponiendo que lo hacía para darse ánimos. Hasta que de pronto le oí decir: