Cuando volvió a pisar las tablas vio que las luces se habían atenuado un tanto. La sala, sin embargo, seguía iluminada, y muchos de los invitados aún no habían tomado asiento. En varias zonas del recinto podían verse filas enteras levantándose como olas para dar paso a algún recién llegado camino de su asiento. El bullicio apenas amainó cuando el joven se sentó al piano, y continuó de forma sostenida mientras las emociones de éste iban poco a poco apaciguándose. Y al final sus manos descendieron sobre el teclado con la dureza y precisión de su primer intento, evocando ese territorio a medio camino entre la sacudida y la exultación esencial en los comienzos de Glass Passions.
Cuando se hallaba por la mitad del breve pasaje introductorio, el público se había ya callado en gran medida. Y en los acordes finales del primer movimiento el público guardaba ya un silencio absoluto. Quienes antes charlaban en los pasillos, seguían aún de pie, pero permanecían como paralizados, con la mirada fija en el escenario. Quienes ocupaban ya sus asientos, se mantenían quietos, concentrados, mirando y escuchando. Y en una de las entradas se había formado un pequeño grupo: el de los rezagados que habían empezado a entrar instantes antes y que se habían parado en seco. Cuando Stephan acometió el segundo movimiento, los técnicos bajaron las luces hasta apagarlas por completo, y ya no pude ver con claridad al auditorio. Pero no había duda de que en la sala reinaba ahora un absoluto asombro. Bien es verdad que, en parte, tal respuesta se debía a la sorpresa general ante el descubrimiento de un joven convecino capaz de alcanzar tales alturas técnicas. Pero, por encima -y más allá- de su pericia, en la interpretación de Stephan había una extraña intensidad que se hacía patente a todos los oídos. Tuve la sensación, además, de que en aquel comienzo inesperado de la velada muchos de los presentes estaban viendo una suerte de presagio. Si aquel era sólo el preludio, ¿qué les tendría reservado el resto de la velada? ¿Llegaría a constituir ésta, después de todo, un hito crucial en la vida de la comunidad? Tal parecía ser el interrogante oculto tras el asombro de muchos de los presentes.
Stephan remató su actuación con una melancólica, levemente irónica interpretación de la coda. Cuando finalizó la pieza, hubo unos cuantos segundos de silencio, e instantes después el público estalló en entusiasmados aplausos. El joven pianista se levantó para acogerlos. Estaba radiante -era evidente-, y si se sentía aún más frustrado por el hecho de que sus padres no hubieran estado allí para presenciar su rotundo éxito, no permitió que ello aflorara a su semblante. Saludó varias veces mientras seguían los aplausos, y luego, acaso al recordar de pronto que su actuación no era sino una modesta contribución al programa, se retiró apresuradamente del escenario.
Los aplausos continuaron con la misma fuerza algún tiempo más, y al final se diluyeron en un vivo murmullo general. Al poco, antes de que el público tuviera ocasión de cambiar impresiones sobre lo que había oído, apareció en escena un hombre de pelo plateado y semblante severo. Al acercarse pavoneándose hacia el atril, lo reconocí como el hombre que había presidido el banquete en honor de Brodsky que se había celebrado la noche de mi primer día en la ciudad.
El auditorio guardó silencio de inmediato; durante más de medio minuto, sin embargo, el hombre de semblante severo tampoco dijo nada. Se limitó a mirar al auditorio con cara levemente disgustada. Finalmente, tras una honda inspiración, dijo:
– Aunque es mi deseo que todos ustedes disfruten de esta velada, he de recordarles que no estamos aquí reunidos para asistir a un cabaret. Asuntos de la mayor gravedad han de ser tratados esta noche. No se equivoquen. Asuntos relativos a nuestro futuro, a nuestra misma identidad como comunidad.
El hombre de semblante severo siguió reiterando con pedantería el mismo punto durante varios minutos más: de cuando en cuando hacía una pausa, y se quedaba estudiando al auditorio con ceño grave. Empecé a perder interés y, recordando la cola que había a mi espalda, decidí dejar que el siguiente ocupara mi lugar. Pero justo cuando me esforzaba por salir de aquel reducido espacio, me percaté de que el hombre de semblante severo había pasado al asunto siguiente: en efecto, estaba presentando al hombre que se hallaba a punto de salir al escenario.
El personaje en cuestión, al parecer, no era sólo «la piedra angular del sistema de bibliotecas de la ciudad», sino que poseía además la facultad de «captar la curvatura de una gota de rocío en la punta de una hoja otoñal». El hombre de semblante severo miró con desdén al auditorio una vez más, masculló un nombre y salió con paso majestuoso del escenario. El público estalló en un fuerte aplauso, dedicado claramente al hombre de semblante severo y no a quien éste acababa de presentar. El nuevo orador tardó todo un minuto en salir al escenario, y cuando lo hizo no cosechó sino una acogida más bien tibia.
Era un hombre menudo y pulcro, calvo y con bigote. Llevaba una carpeta que enseguida depositó sobre el atril. Luego soltó el clip de unas hojas y empezó a pasarlas, a barajarlas desmañadamente, sin mirar en ningún momento al auditorio, que empezó a moverse, inquieto. Volvió a picarme la curiosidad, y pensé que a quienes guardaban cola no les importaría esperar unos segundos más, y volví a acomodarme con cuidado en el borde del armario.
Cuando el hombre calvo habló por fin, lo hizo con los labios demasiado pegados al micrófono, y su voz sonó atronadora y trémula por toda la sala de conciertos.
– Esta noche me gustaría ofrecerles una selección de los tres períodos de mi obra. Muchos de estos poemas les resultarán familiares a ustedes de mis lecturas en el Café Adéle, pero confío en que no les importará oírlos de nuevo en el marco de esta gran noche. Y, les aseguro, habrá una pequeña sorpresa al final. Algo que espero les proporcione a todos ustedes cierta modesta dosis de placer.
Volvió a revolver sus papeles, y en la sala empezaron a oírse conversaciones ahogadas. El hombre calvo se decidió al fin, y tosió ruidosamente a unos milímetros del micrófono, y volvió a reinar el silencio en la sala.
Muchos de los poemas eran rimados y relativamente cortos. Eran poemas sobre los peces del parque municipal, sobre tormentas de nieve, sobre ventanas rotas traídas a la memoria desde la niñez…, todos ellos recitados en un tono agudo, extraño, de encantamiento. Mi atención se desplazó hacia otros puntos, y entonces me percaté de que en cierta zona de la sala, situada más o menos bajo mis pies, la gente se había puesto a hablar en tono bastante audible.
Las voces, hasta el momento, resultaban razonablemente discretas, pero se iban haciendo gradualmente más osadas. Al rato -mientras el hombre calvo recitaba un largo poema sobre los sucesivos gatos que su madre había poseído a lo largo de los años-, el ruido que ascendía hasta el armario parecía provenir de un nutrido grupo que conversaba amigablemente, en tono menos soportable. Sobreponiéndome a mi sentido de la prudencia, me deslicé hasta el borde mismo del armario y, asiéndome a los costados de madera con ambas manos, miré hacia abajo.
La conversación provenía, en efecto, de un grupo sentado justo debajo del armario, pero el número de quienes lo integraban era menor de lo que había imaginado. Eran siete u ocho personas, y al parecer habían decidido dejar de prestar atención al poeta y se habían puesto a conversar animadamente entre sí, e incluso algunas de ellas se habían vuelto por completo en sus asientos para poder hacerlo más cómodamente. Me disponía a estudiar con más detenimiento al grupo cuando, unas filas más atrás, vi a la señorita Collins.
Llevaba el elegante traje de noche negro que le había visto la noche del banquete, y el mismo chai en los hombros. Miraba al hombre calvo con indulgencia, con la cabeza ligeramente ladeada y un dedo pegado a la barbilla. Seguí mirándola unos instantes, pero nada había en su apariencia que autorizara a poner en duda su perfecta serenidad y calma.