La contundencia de tal reconvención no fue bien acogida por parte del auditorio, y un irónico «uuuhhh» se alzó en el grupo de debajo del armario. Pero Hoffman prosiguió:
– Sobre todo, me siento muy afectado al comprobar la persistencia de ese concepto estúpidamente anticuado que muchos de ustedes tienen del señor Brodsky. Dejando a un lado los otros grandes méritos del poema del señor Ziegler, su postulado cardinal, es decir, el hecho de que el señor Brodsky haya derrotado de una vez por todas a los demonios que un día lo asediaron, no admite refutación alguna. Aquellos de ustedes que acaban de mofarse de la elocuente articulación de este punto por parte del señor Ziegler, estoy seguro de que muy pronto…, ¡sí, dentro de escasos minutos!, se sentirán avergonzados. ¡Sí, avergonzados! ¡Tan avergonzados como yo acabo de sentirme, en nombre de toda la ciudad, hace unos segundos!
Dio una fuerte palmada en el atril, y una parte sorprendentemente numerosa del auditorio estalló en sonoros y farisaicos aplausos. Hoffman, visiblemente aliviado, pero sin saber muy bien cómo reaccionar ante tal recibimiento, inclinó desmañadamente la cabeza varias veces. Luego, antes de que los aplausos hubieran cesado por completo, recuperó el dominio de sí mismo y declaró con voz sonora ante el micrófono:
– ¡El señor Brodsky merece ser una figura destacada de nuestra comunidad! Un manantial cultural para nuestra juventud. Un guía para aquellos más maduros en edad, quizá, pero que sin embargo se sienten perdidos y desolados ante estos negros capítulos de la historia de nuestra ciudad. ¡El señor Brodsky no merece menos! ¡Miren, mírenme! ¡Apuesto mi reputación, mi credibilidad por esto que ahora les estoy diciendo! Pero ¿qué necesidad tengo de decir esto? Dentro de un momento todos ustedes lo comprobarán con sus propios ojos y oídos. Esto no se parece en nada a la presentación que tenía pensado hacer, y lamento haberme visto obligado a decir lo que he dicho. Pero dejémonos de dilaciones. Permítanme que les presente a nuestros muy estimados invitados de la orquesta de la Stuttgart Nagel Foundation, esta noche dirigida por nuestro…, por… ¡el señor Leo Brodsky!
Sonó una salva de aplausos y el señor Hoffman se retiró del escenario. Durante los minutos que siguieron no sucedió nada, y al cabo se iluminó el foso de la orquesta y aparecieron los músicos. Hubo otra salva de aplausos, seguida de un tenso silencio mientras los miembros de la orquesta se movían en sus asientos, afinaban los instrumentos y disponían a su gusto los atriles. Hasta el grupo de alborotadores de debajo de mi armario pareció aceptar la seriedad de lo que estaba a punto de tener lugar; habían guardado las cartas y permanecían sentados y atentos, con la mirada fija en el escenario.
La orquesta, finalmente, pareció estar preparada, y un foco iluminó un extremo del escenario. Transcurrió otro minuto sin que sucediera nada, y al cabo se oyó un ruido sordo entre bastidores. El ruido se hizo más intenso, y al final Brodsky irrumpió en el círculo de luz. Y entonces se detuvo, tal vez para que el público tuviera tiempo de reaccionar ante su presencia.
A muchos de los presentes, ciertamente, les habría sido harto difícil reconocerle. Con el frac, la resplandeciente camisa blanca y el pelo bien peinado, su porte era verdaderamente impresionante. No había duda, sin embargo, de que la vieja tabla de planchar que utilizaba como muleta desmerecía un tanto su apariencia de conjunto. Al avanzar hacia el estrado del director de orquesta -la tabla de planchar producía un ruido sordo sobre el tablado a cada paso-, reparé en el arreglo que había llevado a cabo en la pernera vacía. Su deseo de que ésta no le bailara al desplazarse era perfectamente comprensible. Pero en lugar de atarla a la altura del muñón, Brodsky la había cortado y había dejado un sinuoso bajo un par de centímetros por debajo de la rodilla. Me hacía cargo de que una solución enteramente elegante no habría sido factible, pero aquel bajo sinuoso se me antojó demasiado llamativo, algo que no haría sino atraer la atención hacia su minusvalía.
Y sin embargo, mientras él seguía atravesando el escenario, caí en la cuenta de que muy probablemente me había equivocado a ese respecto. Porque por mucho que esperé a que el auditorio se quedara boquiabierto ante la invalidez de Brodsky, tal momento nunca llegó. Hasta donde pude ver, en efecto, nadie pareció darse cuenta de que le faltaba una pierna, y la gente siguió esperando callada y expectante a que Brodsky llegara al estrado del director de orquesta.
Tal vez fuera debido a la fatiga, o tal vez a la tensión, pero Brodsky no parecía ya capaz del airoso caminar con la tabla que yo le había visto un rato antes en el pasillo. Caminaba a trompicones, y pensé que, dado que el público aún no había descubierto que le faltaba una pierna, tales andares pronto despertarían serias sospechas de embriaguez. Le faltaban aún unos metros para llegar al estrado cuando se detuvo y miró con enfado la tabla de planchar, que -según pude ver- había empezado a abrírsele de nuevo. La sacudió un poco, y siguió andando. Pero al cabo de unos pasos algo cedió en el mecanismo de la tabla, porque ésta empezó a desplegarse en el preciso instante en que él cargaba todo su peso en ella, y Brodsky y tabla se desplomaron en el suelo hechos un ovillo.
La reacción del público fue muy extraña. En lugar de lanzar los gritos de alarma que habrían sido lógicos, el público, en el curso de los primeros segundos, mantuvo un reprobador silencio. Luego se alzó un murmullo en la sala, una suerte de «mmmmm» colectivo, como si la gente evitara aún sacar conclusiones pese a los desalentadores indicios. De modo similar, los tres tramoyistas que se acercaron a Brodsky para brindarle ayuda, lo hicieron con notoria parsimonia, e incluso con cierto rictus de disgusto. En cualquier caso, antes de que llegaran a él, Brodsky, que había estado pugnando con la tabla en el suelo, les gritó airadamente que se fueran. Los tres hombres se detuvieron en seco sobre el escenario, y luego siguieron mirando a Brodsky con algo no muy distinto a la fascinación morbosa.
Brodsky siguió debatiéndose en el suelo unos instantes. Había momentos en que parecía tratar de ponerse en pie, pero en otros parecía empeñado en liberar alguna parte de su ropa que había quedado atrapada en el mecanismo de la tabla. Y en un momento dado se puso a proferir una sarta de juramentos
(presumiblemente dirigidos a la tabla de planchar) que el sistema de amplificación captó con toda claridad. Miré de nuevo a la señorita Collins y vi que se había echado hacia adelante en su asiento. Pero luego, cuando vio que la batalla de Brodsky proseguía, empezó a recuperar lentamente su postura normal y volvió a ponerse el dedo en la barbilla.
Por fin, Brodsky logró cierto progreso. Consiguió enderezar la tabla sin que se le desplegara, y se aupó sobre ella hasta ponerse en pie. Se mantuvo allí orgullosamente, sobre su única pierna, aferrado a la tabla con ambas manos, con los codos proyectados hacia afuera, como a punto de montarse encima de ella. Miró con furia a los tres tramoyistas, y al ver que se replegaban hacia los bastidores dirigió la mirada hacia el auditorio.
– Lo sé, lo sé -dijo, y aunque no estaba hablando en voz alta, los micrófonos situados en el proscenio hacían que sus palabras resultaran perfectamente audibles-. Sé lo que estáis pensando. Pero estáis equivocados.
Miró hacia abajo y volvió a quedarse absorto en su problema. Luego se irguió un poco más, y empezó a pasar la mano por la superficie acolchada de la tabla como si acabara de caer en la cuenta de la finalidad original del artilugio. Finalmente volvió a mirar al auditorio, y dijo:
– Aparten de su mente tales pensamientos. Eso… -hizo un gesto con la cabeza en dirección al suelo- no ha sido más que un desdichado accidente. Nada más.
Otro murmullo recorrió la sala de conciertos. Y luego volvió el silencio.
En los segundos siguientes, Brodsky siguió allí de pie, agachado sobre la tabla de planchar, sin moverse, con la mirada fija en el estrado del director de orquesta. Me di cuenta de que estaba midiendo la distancia que le separaba del estrado, y un momento después, en efecto, reanudó la marcha. Avanzaba levantando la tabla entera y dejándola caer de golpe contra el suelo, y a continuación arrastraba su única pierna. Al principio el público pareció quedarse estupefacto, pero luego, a medida que Brodsky avanzaba ininterrumpidamente hacia el estrado, hubo quienes pensaron que se trataba de alguna especie de número circense, y se pusieron a aplaudir. Tal reacción fue rápidamente tomada como pie por el resto de la sala, y el trayecto que le quedaba a Brodsky hasta el estrado fue subrayado por una salva de fuertes aplausos.