– Le he observado con toda atención, señor Ryder. Siempre que le veía paseando por el hotel, por el vestíbulo, o tomando café…, me decía a mí mismo: «Ah, parece que tiene un momento. Quizá ahora…» Y esperaba la señal, le observaba atentamente, pero ¿me dirigió alguna vez la señal? ¡Puf! Y ahora henos aquí, con su visita a la ciudad a punto de terminar, ¡a apenas unas horas de su vuelo y de su siguiente compromiso en Helsinki! Ha habido veces, señor, en que he pensado que a lo peor la había pasado por alto, que había mirado hacia otra parte durante un segundo y que, al volver a mirarle, tomé el instante final de su señal por cualquier otro gesto. Si ése fuera el caso, si me ha dirigido usted la señal en varias ocasiones y soy yo quien ha sido tan obtuso que no lo he sabido interpretar, entonces no puedo sino pedirle disculpas sin reservas, sin vergüenza, sin dignidad, y arrastrarme ante usted para pedírselas… Pero tengo para mí, señor, que no ha sido ése el caso, que nunca me ha dirigido usted señal alguna. En otras palabras, señor, que ha tratado usted, que ha tratado usted… -miró hacia la figura de la hornacina y bajó el tono de voz-:… que ha tratado usted con desdén a mi esposa. ¡Mire, aquí los tiene!
Sólo entonces reparé en los dos gruesos bultos que llevaba en ambos brazos. Los levantó hacia mí y dijo:
– Aquí los tiene, señor. Los frutos de la devoción de mi esposa por su maravillosa carrera… Cuánto lo admira a usted. Puede verlo aquí. ¡Mire estas páginas! -Abrió desmañadamente uno de los álbumes mientras mantenía el otro bajo el brazo-. Mire, señor. Hasta mínimos recortes de oscuras revistas… Breves referencias a usted de pasada… Ya ve, señor, la devoción que le profesa. ¡Mire aquí, señor! ¡Y aquí, y aquí! Y usted ni siquiera puede encontrar un momento para echarles una ojeada… ¿Qué voy a decirle yo a mi esposa ahora? -Hizo otro gesto hacia la figura de la hornacina.
– Lo siento -empecé a decir-. Lo siento enormemente. Pero, comprenda, mi estancia aquí ha sido bastante confusa… Mi intención era cumplir mi… -De pronto comprendí que, visto el creciente caos de la velada, lo que tenía que hacer era mantener la cabeza fría. Hice una pausa, pues, y al cabo dije con un mayor dominio de la situación-: Señor Hoffman, quizá a su esposa le resulte más fáci) aceptar mis sinceras disculpas si las escucha de mis propios labios. He tenido el gran placer de conocerla esta misma tarde, hace unas horas. Puede que si me conduce usted hasta ella podamos solucionar este asunto en un momento… Luego, por supuesto, tendré que salir al escenario, decir unas palabras sobre el señor Brodsky y ofrecer mi recital. Mis padres, concretamente, estarán impacientándose…
Hoffman, al oír mis palabras, pareció un tanto desconcertado. Luego, tratando de atizar de nuevo su ira, dijo:
– ¡Mire estas páginas, señor! ¡Mírelas! -Pero el fuego se había apagado ya, y me miró con expresión cohibida-. Vayamos,
pues -dijo con voz queda, en un tono que delataba un sentimiento de total derrota-. Vayamos.
Pero siguió unos segundos sin moverse, y tuve la impresión de que rumiaba mentalmente ciertos recuerdos lejanos. Luego echó a andar con determinación hacia su mujer, y le seguí a cierta distancia.
La señora Hoffman, al ver que nos acercábamos, se volvió para recibirnos. Me detuve a unos pasos, pero la mirada de ella, orillando a su marido, me llegó a mí directamente. Y dijo:
– Es un placer verle de nuevo, señor Ryder. La velada, por desgracia, parece que no se está desarrollando como todos habríamos deseado…
– Lamentablemente -dije-, parece que es así… -Me adelanté unos pasos, y añadí-: Además, con unos asuntos y otros, parece también que he descuidado ciertas cosas que tenía verdaderas ganas de hacer…
Esperaba una respuesta a mi cortés insinuación, pero ella se limitó a mirarme con interés, a la espera de que continuara. Entonces Hoffman se aclaró la garganta, y dijo:
– Cariño. Yo… Conocía tu deseo y…
Con una sonrisa mansa, levantó los álbumes, uno en cada mano.
La señora Hoffman lo miró con espanto.
– Dame esos álbumes -dijo en tono severo-. ¡No tenías derecho! Dámelos ahora mismo.
– Cariño… -Hoffman soltó una débil risita, y su mirada se deslizó hasta el suelo.
La señora Hoffman siguió tendiendo la mano con expresión furiosa. El director del hotel le entregó primero un álbum y luego el otro. Su mujer dirigió a ambos sendas miradas rápidas, para cerciorarse de cuáles eran, y luego pareció en extremo turbada.
– Cariño… -masculló Hoffman-. Pensé que no molestaría a nadie… -Volvió a dejar la frase en suspenso y soltó una risita…
La señora Hoffman lo miró con frialdad. Luego, volviéndose a mí, dijo:
– Lo siento mucho, señor Ryder. Mi marido ha creído necesario importunarle con algo tan trivial. Buenas noches.
Se puso los álbumes bajo los brazos y empezó a alejarse por el pasillo. Apenas había recorrido unos pasos, sin embargo, cuando Hoffman, de pronto, exclamó:
– ¿Trivial? ¡No, no! ¡No son nada trivial! Como tampoco lo es el álbum de Kosminsky. Ni el de Stefan Hallier. ¡No son nada trivial! Ojalá lo fueran. ¡Ojalá yo pudiera creer que lo son!
La señora Hoífman se detuvo, pero no se volvió, y Hoffman y yo nos quedamos mirando su espalda mientras ella seguía allí, completamente inmóvil, a la mortecina luz del pasillo. Luego Hoffman dio unos pasos hacia ella.
– La velada… Es una ruina. ¿Por qué fingir que no lo es? ¿Por qué seguir soportándome? Año tras año, fracaso tras fracaso. Después del Festival de la Juventud, tu paciencia conmigo sin duda se agotó. Pero no, volviste a soportarme. Luego la Semana de la Exposición. Y volviste a soportarme. Volviste a darme una oportunidad. Muy bien, te lo supliqué, es cierto. Te supliqué que me dieras otra oportunidad. Resumiendo: me diste esta noche. ¿Y qué resultado puedo ofrecerte? La velada es una ruina. Nuestro hijo, nuestro único hijo, convertido en el hazmerreír de la velada…, delante de los ciudadanos más distinguidos de nuestra ciudad. Fue culpa mía, sí, lo sé. Le animé a hacerlo. He sabido hasta el último momento que debía disuadirle, pero no he tenido la fuerza suficiente. He permitido que fuera hasta el final. Créeme, cariño: nunca tuve intención de permitirlo. Desde el primer día me he dicho: se lo diré mañana; hablaremos de ello mañana, cuando tenga más tiempo. Mañana, mañana… Y lo he seguido posponiendo. Sí, he sido débil, lo admito. Incluso esta noche. Me decía: se lo diré dentro de sólo unos minutos. Pero no, no, no podía decírselo. Y ha continuado con ello. Sí, nuestro Stephan ¡ha subido al escenario, se ha plantado delante del mundo entero y ha tocado el piano! ¡Y ha sido el hazmerreír! ¡Ah, pero ojalá eso hubiera sido todo! Todos, toda la ciudad sabe quién asumió la responsabilidad de la recuperación del señor Brodsky. Muy bien, muy bien, no lo niego, he fracasado. No he logrado rehabilitarlo. Es un borracho, y yo debería haber sabido lo inútil de mi empeño desde el principio. La velada, mientras estoy aquí hablando, se viene abajo estrepitosamente. Ni siquiera el señor Ryder, aquí presente, puede salvarla. No hace sino acrecentar nuestra vergüenza. El mejor pianista del mundo… ¿De qué ha servido traerlo? ¿Para qué lo he traído? ¿Para que participe en este desastre? ¿Cómo se me ha permitido jamás poner estas torpes manos en algo tan divino como la música, el arte, la cultura? Tú, que vienes de una familia de talento…, tú podrías haberte casado con quien hubieras querido. Qué gran error cometiste. Una tragedia. Pero para ti no es demasiado tarde. Tú sigues
siendo hermosa, ¿por qué esperar un minuto más? ¿Qué más pruebas necesitas? Déjame, déjame. Encuentra a otro que te merezca. Un Kosminsky, un Hallier, un Ryder, un Leonhardt… ¿Cómo pudiste llegar a cometer tamaño error? Abandóname, te lo ruego, abandóname… ¿No te das cuenta de lo odioso que es ser tu carcelero? No, peor aún: los mismísimos grillos en tus tobillos. Abandóname, abandóname… -Hoffman, de pronto, se agachó hacia adelante y, llevándose el puño a la frente, ejecutó el movimiento que le había visto ensayar horas antes-. Mi amor, mi amor, abandóname… Mi situación se ha vuelto insostenible. A partir de esta noche, mi fingimiento, al fin, ha cesado. Todos lo sabrán, hasta el niño más pequeño de la ciudad. A partir de esta noche, cuando me vean afanado en mi trabajo, sabrán que no tengo nada. Ni talento, ni sensibilidad, ni finura… Abandóname, abandóname. ¡No soy sino un buey, un buey, un bueyl