La estudiamos en silencio. El hotel evocaba -a menor escala- uno de esos castillos de cuento de hadas construidos por algún rey loco en el pasado siglo. Se alzaba en el borde de un hondo valle lleno de heléchos y flores de primavera. La instantánea había sido tomada en un día soleado, desde la ladera opuesta, y ofrecía un encuadre amable propio de una postal o un calendario.
– Creo que sus padres estuvieron en esta habitación de aquí -oí que me decía la señorita Stratmann. Había sacado un puntero y señalaba una ventana situada en uno de los torreones-. Seguro que disfrutaron de una bonita vista.
– Sí, ciertamente.
La señorita Stratmann bajó el puntero, pero siguió mirando la ventana, tratando de imaginar la hermosa vista que se disfrutaría desde ella. Mi madre debió de apreciar especialmente tal vista. Aun en el caso de que hubiera estado atravesando una de sus malas rachas, y hubiera tenido que pasarse los días acostada, debió de hallar un gran consuelo en aquella vista. Contemplaría cómo la brisa barría el fondo del valle, agitando los heléchos y el follaje de los retorcidos árboles que salpicaban la ladera del lado opuesto. Disfrutaría también de la vasta extensión de cielo visible desde la ventana. Miré más detenidamente la fotografía y vi, en primer plano, surcando la parte inferior derecha, una parte de la carretera de la colina en la que probablemente el fotógrafo se había situado para tomarla. Mi madre, casi con certeza, había podido ver esa carreera desde el cuarto. Y sin duda había podido contemplar ciertos retazos de la vida local. Vería, a lo lejos, un coche o una furgoneta de la tienda de comestibles, o incluso algún carro tirado
por caballos; y, de cuando en cuando, un tractor o un grupo de niños de excursión… Estampas que con toda seguridad le alegraron el ánimo.
Al cabo, mientras seguía mirando aquella ventana, volví a echarme a llorar. No tan incontroladamente como antes, sino con suavidad: las lágrimas me anegaron los ojos y me resbalaron por las mejillas. La señorita Stratmann vio las lágrimas, pero esta vez no pareció sentir la necesidad de acercarse para consolarme. Me sonrió con delicadeza y volvió a mirar la fotografía.
De pronto oí que llamaban a la puerta y di un respingo. Vi que la señorita Stratmann también se sobresaltaba.
– Disculpe, señor Ryder -dijo, y se dirigió hacia la puerta.
Me volví en la silla y vi que un hombre con uniforme blanco entraba en la oficina empujando un carrito de servicio. Dejó el carrito atravesado en el umbral, para que la puerta no se cerrara, y miró el amanecer a través de los cristales.
– Va a hacer un día estupendo -dijo, sonriéndonos-. Aquí tiene su desayuno, señorita. ¿Quiere que se lo lleve a la mesa?
– ¿El desayuno? -La señorita Stratmann pareció desconcertada-. Pero si todavía falta media hora…
– El señor Von Winterstein ha ordenado que se empiece a servir ahora, señorita. Y, en mi opinión, tiene razón. La gente, a estas alturas, está hambrienta.
– Oh. -La señorita Stratmann seguía con expresión de desconcierto, y me miró como pidiéndome consejo. Y luego le preguntó al camarero-: ¿Está todo bien… ahí fuera?
– Todo está perfectamente, señorita. Después del desmayo del señor Brodsky, como es lógico, la gente se asustó bastante, pero ahora todo el mundo está contento y lo pasa en grande… El señor Von Winsterstein acaba de pronunciar un bonito discurso en el vestíbulo, sobre el magnífico patrimonio de esta ciudad, sobre la cantidad de cosas de las que tenemos que sentirnos orgullosos… Ha mencionado nuestros logros a lo largo de los años, ha señalado los horribles problemas que están hundiendo a otras ciudades y que a nosotros ni nos han rozado. Exactamente lo que necesitábamos, señorita. Siento que se lo hayan perdido ustedes. Ha hecho que nos sintamos orgullosos de nosotros mismos y de nuestra ciudad, y ahora todo el mundo lo está pasando en grande. Mire, allí puede ver a algunos… -Señaló hacia un punto del exterior del edificio, y, en efecto, a la tenue luz del amanecer, vi varias figuras que se paseaban despacio por el césped con platos en la mano, buscando con la mirada algún lugar para sentarse.
– Disculpen -dije, levantándome-. Debo ir a dar mi recital. Voy a llegar tarde. Señorita Stratmann, le estoy muy agradecido. Por su amabilidad, por todo… Pero ahora, por favor, discúlpeme…
Sin esperar a su respuesta, pasé junto al carrito del desayuno y salí al pasillo.
37
Una pálida luz matinal impregnaba ahora la penumbra del pasillo. Miré hacia la hornacina donde había dejado a Hoffman, pero ya no estaba. Me encaminé apresuradamente hacia el auditórium, y al pasar volví a ver las pinturas con sus marcos dorados. En un momento dado me topé con otro camarero que, junto a un carrito del desayuno, se disponía a llamar a una puerta. Pero, aparte de él, el pasillo estaba desierto.
Seguí andando deprisa, buscando la puerta de emergencia por la que había salido a aquel pasillo hacía un rato. Sentía una abrumadora urgencia por subir al escenario a ofrecer mi recital. Era consciente de que los disgustos que había recibido últimamente, fueran cuales fueren, no atenuaban mi responsabilidad frente a quienes llevaban semanas esperando que me sentara ante ellos al piano. Dicho de otro modo: era mi deber tocar, como mínimo, como solía hacerlo habitualmente. Una interpretación inferior en excelencia -tuve de pronto la certeza- supondría la apertura de una puerta extraña a través de la cual me vería arrastrado a un lugar oscuro, ignoto.
Cuando llevaba ya recorrido un buen trecho, el pasillo empezó a antojárseme irreconocible. El papel pintado era azul oscuro, y de las paredes ya no colgaban cuadros sino fotografías artísticas. Me di cuenta de que había pasado de largo la puerta de emergencia que buscaba. Vi, no obstante, que me acercaba hacia otra puerta para mí mucho más interesante, pues en ella se leía: Escenario.
La abrí y salí a través de ella, y durante unos segundos me vi sumido en la oscuridad. Avancé a tientas, y al final me encontré de nuevo entre bastidores. En el centro del escenario vacío vi el piano, débilmente iluminado por apenas una o dos luces cenitales. El telón seguía cerrado, y caminé sin hacer ruido hacia el centro de las tablas.
Eché una mirada al lugar donde había estado tendido Brodsky, pero no pude ver rastro alguno de lo que allí había pasado. Luego volví a mirar el piano, sin saber muy bien qué hacer. Si me sentaba en el taburete y, sin más, me ponía a tocar, era muy posible que los técnicos tuvieran el buen juicio de abrir el telón y encender los focos. Pero existía asimismo la posibilidad -quién podía saber cómo se habían desarrollado los acontecimientos- de que los técnicos hubieran dejado su puesto y que el telón ni siquiera se abriese. Además, la última vez que los había visto, los invitados merodeaban por los pasillos, charlando con impaciencia. Lo mejor -decidí- era pasar a través del telón y acercarme al borde del proscenio y anunciar mi recital, brindando así a todos los presentes -técnicos e invitados- la oportunidad de que se fueran preparando. Hice un rápido repaso mental a las palabras que pensaba dirigirles, y luego, sin más dilaciones, fui hasta el telón y aparté hacia un lado los pesados cortinajes.
Me hallaba preparado para enfrentarme a un auditorio sumido en el desorden, pero la visión que me aguardaba me dejó completamente anonadado. No sólo no había un alma en la sala, sino que habían desaparecido hasta los mismísimos asientos. Se me ocurrió que la sala tal vez disponía de alguna suerte de artilugio por el cual, al accionar una palanca, los asientos desaparecían en el subsuelo (posibilitando así que la sala pudiera ser utilizada también como pista de baile o algo semejante), pero de pronto recordé la antigüedad del edificio, y concluí que era una posibilidad harto improbable. Sólo me cabía suponer que las butacas no eran fijas sino transportables, y que habían sido retiradas como medida preventiva contra los incendios. En cualquier caso, me encontraba ante un vasto espacio oscuro y vacío. No había ninguna luz, pero aquí y allá faltaban grandes rectángulos de techo, de forma que la tenue luz del amanecer bañaba grandes retazos de piso.