– Eso es. ¿La recuerda, entonces?
– Sí, parecía muy agradable. Tiene que haber sido…, oh, hace como trece o catorce años como mínimo. O incluso más.
Asentí entusiasmado.
– Eso concuerda con lo que me ha contado la señorita Stratmann. Sí, era mi madre. Cuénteme, ¿le dio la impresión de que lo estaba pasando bien?
El electricista pareció forzar la memoria, y al cabo dijo:
– Por lo que puedo recordar, parecía disfrutar de su estancia aquí, sí. De hecho… -Vio mi expresión preocupada-. De hecho, estoy seguro de que disfrutó de ella. -Alargó una mano y me dio una afectuosa palmadita en la rodilla-. Estoy absolutamente seguro de que se lo pasó en grande. Piense en ello y verá. Seguro que lo pasó bien, ¿no le parece?
– Sí, supongo que sí -dije, y me volví hacia la ventanilla. El sol se desplazaba ahora por el interior del tranvía-. Supongo que sí. Sólo que… -Dejé escapar un hondo suspiro-. Sólo que me habría gustado saberlo en su día. Me habría gustado que alguien me hubiera informado al respecto. Y ¿qué me dice de mi padre? ¿Parecía divertirse?
– Su padre… Mmm… -El electricista cruzó los brazos y frunció ligeramente las cejas.
– En aquel tiempo debía de estar ya muy delgado -dije-. Y con el pelo gris. Tenía una chaqueta que le gustaba mucho. Una de tweed, verde clara, con coderas de cuero.
El electricista siguió pensando. Luego sacudió la cabeza.
– Lo siento. No consigo acordarme de su padre.
– Pero eso es imposible. La señorita Stratmann me ha asegurado que vinieron juntos.
– Y seguro que tiene razón. Sólo que yo, personalmente, no recuerdo a su padre. A su madre, sí. Pero a su padre… -Volvió a sacudir la cabeza.
– ¡Pero eso es ridículo! ¿Qué iba a estar haciendo mi madre aquí sola?
– Yo no he dicho que él no estuviera con ella. Sólo que a él no lo recuerdo. Mire, no se altere tanto. No habría sido tan franco si hubiera sabido que se iba a poner así. Tengo una memoria horrible. Todo el mundo me lo dice. Ayer mismo, me dejé la caja de herramientas en casa de mi cuñado, donde había ido a comer. Tuve que perder cuarenta minutos en ir a buscarla. ¡La caja de herramientas! -Soltó una risotada-. Ya ve, tengo una memoria horrible. Soy la última persona en quien confiar en cosas importantes como ésta. Estoy seguro de que su padre estuvo aquí con su madre. Máxime si es eso lo que aseguran otras personas. La verdad, soy la última persona de quien uno debe fiarse.
Pero me había desentendido de él y miraba de nuevo hacia la parte delantera del tranvía, donde Boris, al fin, había dado rienda suelta a sus emociones. Estaba en brazos de su madre, y sus hombros se sacudían convulsivamente por los sollozos. De pronto nada me pareció más importante en aquel momento que ir hasta él para consolarle, y, mascullando unas rápidas palabras de disculpa dirigidas al electricista, me levanté y empecé a recorrer el trecho que me separaba de Sophie y Boris.
Había casi llegado hasta ellos cuando el tranvía tomó una curva cerrada y me vi obligado a agarrarme a una barra para mantener el equilibrio. Cuando volví a mirarles, vi que -pese a estar ya muy cerca de ellos- aún no se habían percatado de mi presencia. Seguían fundidos en su abrazo, con los ojos cerrados. Franjas de sol fluctuaban sobre sus brazos y hombros. Había algo tan íntimo en su mutuo darse consuelo que me pareció que nadie -ni yo mismo- podía inmiscuirse entre ellos. Mientras los estaba mirando empecé a experimentar -pese a su evidente dolor- un extraño sentimiento de envidia. Me acerqué más hacia ellos; estaba ya tan cerca que casi podía sentir la textura misma de su abrazo.
Por fin Sophie abrió los ojos. Me miró con cara inexpresiva mientras Boris seguía llorando contra su pecho.
– Lo siento -dije al cabo-. Lamento mucho todo lo que ha pasado. Acabo de enterarme de lo de tu padre hace un momento. Y, por supuesto, he corrido a buscaros en cuanto lo he sabido…
Algo en su expresión me hizo callar. Sophie siguió mirándome con frialdad durante unos segundos. Y luego dijo con voz cansada:
– Déjanos. Siempre estuviste fuera de nuestro amor. Y ahora mírate. También estás fuera de nuestro dolor. Déjanos en paz. Vete.
Boris se apartó del pecho de su madre y se volvió para mirarme. Y luego la miró a ella y le dijo:
– No, no. Tenemos que seguir juntos.
Sophie sacudió la cabeza.
– No, no serviría de nada. Déjale, Boris. Deja que se vaya a recorrer el mundo, a ofrecer a manos llenas su maestría y sabiduría. Necesita hacerlo. Dejémosle las manos libres para que pueda hacerlo.
Boris se quedó mirándome, confuso. Y luego miró a su madre. Puede que estuviera a punto de decir algo, pero en aquel preciso instante Sophie se levantó de su asiento.
– Vamos, Boris. Tenemos que bajarnos. Boris, vamos.
El tranvía, en efecto, estaba frenando, y vi que otros pasajeros se levantaban también de sus asientos. Varios de ellos pasaron a mi lado dando empujones, y para cuando quise darme cuenta Sophie y Boris se habían abierto paso hacia la plataforma. Aferrado aún a la barra, vi cómo Boris se alejaba por el pasillo. En un momento dado, se volvió y me miró, y le oí decir:
– Pero tenemos que seguir juntos. Tenemos que hacerlo…
Vi la cara de Sophie a su espalda, mirándome con un extraño desapego. Y le oí decir:
– Nunca ha sido uno de los nuestros. Tienes que comprenderlo, Boris. Nunca te querrá como un padre verdadero.
Pasaron, entre apreturas, otros pasajeros. Alcé la mano al aire y grité:
– ¡Boris!
El chico, rezagándose del grupo que se disponía a apearse, volvió a mirarme.
– ¡Boris! El viaje en autobús, ¿te acuerdas? Aquel viaje al lago artificial. ¿Te acuerdas, Boris, de lo bien que lo pasamos? ¿De lo amables que fueron todos en el autobús? Los pequeños regalos que nos hicieron, la canción… ¿Te acuerdas, Boris?
Los pasajeros empezaron a apearse. Boris me dirigió una última mirada y desapareció de mi vista. Seguí recibiendo empujones de gente que quería apearse, y finalmente el tranvía reanudó la marcha.
Me quedé allí quieto un momento, y luego me di la vuelta y me dirigí a mi asiento. El electricista, al ver que volvía a sentarme frente a él, me sonrió alegremente. Luego, instantes después, vi que se inclinaba hacia mí y me daba una palmadita en el hombro, y entonces sentí la humedad en las mejillas y caí en la cuenta de que estaba llorando.
– Mire -me estaba diciendo el electricista-, todo nos parece horrible cuando nos sucede. Pero todo pasa, nada es tan terrible como parece. Alegre esa cara. -Siguió diciendo frases vacías de ese tenor, y yo seguí llorando. Y al final le oí decir-: Oiga, ¿por qué no desayuna un poco? ¿Por qué no come algo, como hacemos todos? Se sentirá mucho mejor. Vamos. Vaya y coma algo.
Alcé la mirada y vi que tenía un plato sobre el regazo, con un cruasán a medio comer y una pequeña porción de mantequilla. Tenía las rodillas llenas de migas.
– Ah -dije, enderezándome y recuperando la compostura-. ¿Dónde ha conseguido eso?
El electricista señaló hacia mi espalda. Me volví y vi cierto número de personas agrupadas al fondo del tranvía, donde se había dispuesto una especie de bufé. Advertí también que la mitad trasera del tranvía se hallaba ahora muy concurrida, y que la gente que nos rodeaba comía y bebía. El desayuno del electricista era modesto en comparación con muchos de los que veía en otras personas. Y vi que, al fondo, la gente se abría paso hacia grandes bandejas de huevos, bacon, tomates, salchichas…
– Vamos -repitió el electricista-. Vaya a servirse algo. Luego hablaremos de sus problemas. O, si prefiere, podemos olvidarnos de ellos y charlar de lo que le apetezca, de cualquier cosa que pueda levantarle el ánimo. De fútbol, de cine… De lo que le venga en gana. Pero lo primero que tiene que hacer es desayunar un poco. Tiene aspecto de no haber comido en mucho tiempo.