– Sí, pero, dígame… ¿Quién es esa tal señorita Hilde a la que ha aludido usted un par de veces?
En cuanto lo hube dicho me di cuenta de que el mozo miraba por encima de mis hombros, a algún punto situado a mi espalda. Y, al volverme, descubrí con un pequeño sobresalto que no estábamos solos en el ascensor: detrás de mí, en un rincón de la cabina, se hallaba una joven menuda que lucía un traje de chaqueta impecable. Viendo que por fin me había dado cuenta de su presencia, sonrió y dio un paso hacia adelante.
– Lo siento mucho -se disculpó-. Espero que no me juzgue una fisgona, pero no he podido evitar oír su conversación. He estado oyendo lo que le contaba Gustav y tengo que decir que es un tanto injusto con los habitantes de nuestra ciudad. En lo que afirma respecto a que no valoramos a nuestros mozos de hotel. ¡Naturalmente que los apreciamos, y a Gustav más que a nadie! Todos le tienen un gran afecto. Ya se habrá dado cuenta usted mismo de que hay una contradicción en lo que decía Gustav… Si no los apreciáramos, ¿cómo se explica ese gran respeto con que son tratados en el Café de Hungría? Realmente, Gustav…, no está bien que nos deje en tan mal lugar ante el señor Ryder…
En las palabras de la joven había una nota inconfundible de afecto, pero el portero pareció sentirse avergonzado de veras. Recompuso su postura separándose un poco de nosotros, con los maletones golpeándole las piernas al hacerlo, y luego desvió la mirada cabizbajo.
– Nada…, que se le ha visto el plumero, Gustav -dijo la joven sonriendo-. Lo que no le ha dicho es que es toda una institución aquí. Le queremos muchísimo. Es tan modesto que jamás se lo confesará, pero todos los otros mozos de hotel de la ciudad lo consideran un ejemplo. Hasta pienso que no es una exageración decir que le profesan mucho respeto. A veces los verá usted sentados a su mesa los domingos por la tarde y, si Gustav no ha llegado aún, están en silencio. Como si no les pareciera correcto iniciar su reunión sin él… Diez u once personas sorbiendo silenciosamente café, esperando… O intercambiando a lo sumo murmullos, como si estuvieran dentro de una iglesia… Hasta que no se presenta Gustav, no se sienten a gusto y se lanzan a charlar distendidamente. Vale la pena acercarse hasta el Café de Hungría para presenciar la llegada de Gustav. El contraste entre el antes y el después es de lo más llamativo, se lo aseguro. Un momento antes todo lo que ve usted allí son hombres maduros, taciturnos, sentados en silencio alrededor de una mesa. Pero en cuanto aparece Gustav comienzan a reír y a gritar. Se dan codazos en broma, palmadas en la espalda… Y hasta bailan a veces…, sí, sí, ¡encima de las mesas! Tienen uno llamado Baile de los Mozos de Hotel…, ¿no es así, Gustav? ¡Oh, sí…, se lo pasan en grande! Pero no se permiten la más mínima si no está con ellos Gustav. Él no se lo dirá, naturalmente…, ¡es tan modesto! Pero en esta ciudad todos le queremos.
Mientras la joven hablaba, Gustav debió de proseguir su retirada pues, cuando me volví a mirarle, lo encontré en el rincón opuesto de la cabina, dándonos la espalda. El peso de las maletas hacía flaquear sus rodillas y temblar sus hombros. Tenía la cabeza gacha y escondida prácticamente de nosotros detrás de su cuerpo, pero no sabría decir si era por algún sentimiento de vergüenza o por efecto del esfuerzo físico.
– Perdóneme, señor Ryder -dijo la joven-. Aún no me he presentado. Soy Hilde Stratmann. Me han confiado la tarea de procurar que todo marche como una seda mientras esté usted entre nosotros. Me alegro mucho de que por fin haya podido llegar. Comenzábamos a estar un poco preocupados. Todos le han esperado esta mañana hasta última hora, pero muchos tenían compromisos importantes que atender y han debido ir desfilando uno a uno. Así que me ha correspondido a mí, una humilde empleada del Instituto Municipal de Bellas Artes, darle la bienvenida y expresarle lo honrados que nos sentimos por su visita.
– Me alegra mucho estar aquí. Pero, en cuanto a esta mañana… ¿Decía usted que…?
– ¡Ah, no…! No tiene importancia, señor Ryder. No se preocupe en absoluto por esta mañana. No fue ninguna molestia para nadie. Lo importante es que usted ya está aquí. Por cierto…, en una cosa sí que debo decirle que estoy totalmente de acuerdo con Gustav: tiene usted que visitar la ciudad antigua. De verdad que es maravillosa. Siempre aconsejo a nuestros visitantes que no se la pierdan. El ambiente es extraordinario, con numerosos cafés en las aceras, tiendas de artesanía, restaurantes… Desde aquí puede llegar dando un corto paseo, así que le aconsejo que no deje escapar la oportunidad en cuanto se lo permita su agenda.
– Trataré de no perderla, seguro. Y, a propósito, señorita Stratmann, respecto de mi agenda… -Hice una pausa deliberadamente, esperando que la joven, lamentando su olvido, abriera tal vez su portafolios para sacar de dentro una hoja o una carpeta. Pero, aunque reaccionó con presteza, fue sólo para decir:
– Es una agenda muy apretada, sí. Pero confío en que no le parecerá poco razonable. Hemos tratado de incluir estrictamente lo más esencial. Aunque era inevitable que nos viéramos desbordados por las peticiones de muchas de nuestras asociaciones, de los medios de comunicación locales, de todo el mundo. Cuenta usted con muchos admiradores en esta ciudad, señor Ryder… Muchos que opinan que no sólo es usted el pianista más genial del momento, sino también posiblemente el más grande del siglo. Pero nos parece que al final hemos conseguido mantener sólo los compromisos imprescindibles. Y le aseguro que no encontrará entre ellos nada que pueda resultarle demasiado desagradable.
En aquel preciso momento se abrieron las puertas del ascensor y el viejo mozo echó a andar por el pasillo. El peso de las maletas le obligaba a arrastrar los pies por la moqueta, y la señorita Stratmann y yo, que le seguíamos, tuvimos que aflojar el paso para no adelantarle.
– Confío en que nadie se molestará -le comenté a la joven mientras caminábamos-. Quiero decir por no haber podido disponer de tiempo para ellos en mi programa.
– ¡Oh, no, no se preocupe, se lo ruego! Todos sabemos por qué está usted aquí y nadie querría mostrarse inoportuno y distraerle. De hecho, señor Ryder, dejando aparte un par de actos sociales realmente importantes, todo el resto de su programa está relacionado más o menos directamente con la noche del jueves. Claro que ya habrá tenido usted tiempo de familiarizarse con las líneas básicas del programa.
Había algo en la forma como hizo esa observación, que me impidió responderle con entera franqueza. Así que murmuré:
– Sí, naturalmente.
– Es un programa muy cargado. Pero nos orientó mucho su petición de conocer las cosas de primera mano en la medida de lo posible. Un planteamiento muy digno de elogio, si me permite que se lo diga.
Por delante de nosotros dos, el anciano mozo se había detenido ante una puerta. Finalmente depositó mis maletas en el suelo y empezó a hurgar en la cerradura. Al llegar junto a él, Gustav volvió a alzar las maletas y entró tambaleándose en la habitación, diciendo:
– Tenga la bondad de seguirme, señor.
Estaba a punto de hacerlo cuando la señorita Stratmann colocó su mano en mi brazo.
– No quiero entretenerlo ahora -dijo-. Sólo quería asegurarme cuanto antes de que no habíamos incluido en su programa nada que no le pareciera satisfactorio.