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Tuve la impresión de que el hombre acusaba inmediatamente el peso de la responsabilidad que se desprendía de mis palabras y casi lamenté haberlas dicho. Estaba claro que había puesto el dedo en la llaga. Rehuyó mirarme de frente y durante unos segundos sus ojos vagaron por el atrio en dirección a la fuente. Finalmente dijo:

– Reconozco que tiene usted toda la razón, señor… Sí, en efecto… Ya sé que soy yo quien debería hablar con ella. Pero, la verdad… No sé cómo expresarlo, pero permítame ser completamente sincero… El quid de la cuestión está en que Sophie y yo no nos hablamos desde hace muchos años. En realidad desde que era niña, para ser más precisos… Comprenderá usted que, en estas circunstancias, me resulta bastante difícil hacer lo que se esperaría de mí.

El mozo tenía la vista fija en las puntas de los pies y parecía aguardar mi siguiente réplica como si fuera la sentencia de un juicio.

– Lo siento -dije yo-, pero no acabo de comprender sus palabras. ¿Me está dando a entender que no ha visto a su hija en todos estos años?

– No, no… Como ya sabe usted, la veo con regularidad, cada vez que saco de paseo a Boris. Lo que quiero decir es que no hablamos. Quizá me entendería mejor si le pusiera un ejemplo… Como esas veces que Boris y yo estamos esperándola después de uno de nuestros pequeños paseos por la ciudad antigua…, sentados en el café del señor Krankl, por ejemplo… Boris puede estar animadísimo, charlando y riendo por cualquier cosa. Pero, en cuanto ve a su madre asomar por la puerta, calla de repente. No es que se disguste…, nada de eso… Se retrae, simplemente. Respeta el ritual, ¿comprende? Luego, cuando Sophie llega hasta donde estamos, se dirige a él. Si hemos pasado un rato agradable, adonde hemos ido…, si el abuelo no ha pasado frío… ¡Oh, sí…, siempre le pregunta por mí! Le preocupa que me ponga enfermo de tanto pasear al aire libre. Pero, como le digo, Sophie y yo jamás nos hablamos directamente. «Dile adiós al abuelo», le encarecerá siempre a Boris a manera de despedida, y se irán los dos. Así han sido las cosas entre nosotros desde hace muchos años, y no parece haber ningún deseo real de cambiarlas ahora. Por eso, cuando se plantea una situación como la presente…, compréndame…, me encuentro perdido. Sé que todo lo que le hace falta es una buena charla. Y, a mi juicio, usted podría ser la persona ideal. Hable usted con ella, señor…, sólo unas palabras. Lo justo para ayudarla a identificar sus problemas de ahora. Si lo hace, ella pondrá el resto…, tenga usted la completa seguridad.

– Muy bien -accedí tras volver a pensarlo-. De acuerdo. Veré qué puedo hacer. Pero debo insistir en lo que ya le he dicho: estas cosas son a menudo demasiado complicadas para un extraño. Aun así, veré qué puedo hacer.

– Le quedaré muy agradecido, señor. Sophie estará ahora en el Café de Hungría. Le será muy fácil reconocerla. Es morena, con el pelo largo, y tiene bastantes rasgos míos. Además, en caso de duda, siempre podría preguntar por ella al propietario o a alguno de los empleados del café.

– Está bien. Ahora mismo voy hacia allí.

– Me sentiré en deuda con usted, señor. Y si por alguna razón no pudiera conversar con ella, sé que encontrará sumamente agradable el paseo por la ciudad antigua.

Bajé del taburete.

– Quedamos de acuerdo -le dije-. Y ya le contaré cómo me ha ido.

– Muchísimas gracias, señor.

3

El camino desde el hotel a la ciudad antigua -un paseo de unos quince minutos- apenas tenía alicientes. Gran parte de él discurrió entre grandes bloques acristalados de oficinas a uno y otro lado y por calles ruidosas con el tráfico de la tarde avanzada. Pero cuando llegué al río y empecé a atravesar el arqueado puente que daba acceso a la ciudad antigua, tuve la sensación de estar entrando en una atmósfera completamente distinta. Podía ver en la orilla opuesta toldos y parasoles de bar multicolores, y distinguir las idas y venidas de los camareros y las carreras de los niños corriendo en círculo. Un chucho diminuto empezó a ladrar alborotadamente en el pequeño muelle, tal vez al advertir mi llegada.

Minutos más tarde penetraba en el corazón de la ciudad antigua. Las estrechas calles empedradas estaban llenas de gente que paseaba sin apresuramiento. Estuve un rato dando vueltas al azar, pasando por delante de numerosas tiendecitas de recuerdos, confiterías, panaderías…, y también frente a tantos cafés que por un instante temí tener alguna dificultad para encontrar el que me había indicado el mozo del hotel. Pero de pronto salí a una plaza en el centro del barrio y apareció inconfundible el Café de Hungría. El despliegue de mesas que ocupaba el ángulo más distante de la plaza emanaba, como pude observar, de una puerta más bien pequeña resguardada por un toldo a rayas.

Me paré un instante para recuperar el resuello y observar los alrededores. El sol empezaba a ponerse sobre la plaza. Reinaba, como me había advertido Gustav, un vientecillo fresco que de cuando en cuando ondulaba los parasoles que rodeaban el café. A pesar de ello, la mayoría de las mesas estaban ocupadas. Muchos de los clientes parecían turistas, pero pude ver también un buen número de parroquianos locales con aspecto de acabar de salir del trabajo, que tomaban tranquilamente un café mientras leían el periódico. Y ciertamente me crucé en la plaza con grupitos de oficinistas, todos con sus correspondientes portafolios, que charlaban animadamente unos con otros a la salida del trabajo.

Al llegar a donde estaban las mesas, pasé entre ellas dando algunas vueltas, buscando a alguien con aspecto de ser la hija de Gustav. Dos estudiantes comentaban una película. Un turista leía el Newsweek. Una anciana echaba miguitas de pan a unas cuantas palomas que se habían congregado a sus pies. Pero no pude ver a ninguna joven morena con el pelo largo y acompañada de un niño. Pasé, pues, al interior del café y descubrí un local más bien pequeño y oscuro en el que habría sólo cinco o seis mesas. Comprendí entonces que el problema de atestamiento del local mencionado por Gustav podía ser muy real en los meses fríos del año, pero en esta ocasión el único cliente era un anciano con boina que se hallaba sentado a una mesa adosada a la pared del fondo. Decidido a abandonar aquella gestión, regresé al exterior y estaba buscando un camarero para pedir un café cuando oí una voz que me llamaba por mi nombre.

Al volver la cabeza vi a una mujer sentada junto a un niño, que me hacía señas desde una mesa próxima. La pareja encajaba tan perfectamente con la descripción que me había hecho el mozo que no pude comprender cómo no los había visto antes. Me desconcertó un poco, también, el hecho de que parecieran estar esperándome, por lo que tardé unos segundos en devolverles el saludo y ponerme a caminar hacia ellos.

Aunque Gustav se había referido a su hija como una «joven», Sophie era una mujer de mediana edad, rondando tal vez los cuarenta. Aun así, la encontré más atractiva de lo que había supuesto. Era alta, de constitución esbelta, y su larga melena oscura le daba cierto aire agitanado. El niño que la acompañaba era más bien regordete y en aquel preciso momento miraba a su madre con expresión enfurruñada.

– ¿Y bien? -me preguntó Sophie alzando hacia mí una mirada sonriente-. ¿No vas a sentarte?