Absorto en ese espectáculo, Pattig no escucha a sus interlocutores que, irritados, se apartan de él. Sólo le distrae la voz de un joven sacerdote clamando que la ceremonia va a comenzar e invitando a los fieles a apresurarse hacia la gran escalinata que lleva al santuario. Algunos tienen aún en la mano una copa o un vaso y conversan mientras caminan, pero sus pasos pronto se aceleran, ya que nadie quiere perderse los primeros momentos de la celebración.
Sobre todo, hoy. En efecto, se ha corrido el rumor de que, la víspera, Nabu se había agitado en su pedestal, señal manifiesta de su deseo de moverse. Hasta parece que se vieron gotas de sudor que le corrían por las sienes, la frente y la barba, y que el Gran Sacerdote le había prometido de rodillas organizar una procesión ese miércoles a la puesta del sol. Según una antigua tradición, Nabu conduce él mismo sus cortejos; los sacerdotes se contentan con llevarlo, con los brazos estirados, muy alto por encima de sus cabezas, y el dios, con imperceptibles empujones, les indica la dirección que deben tomar. Algunas veces, les hace ejecutar una danza, otras, un largo trayecto rectilíneo que les lleva a un lugar donde exige que se le deposite. Sus menores movimientos son otros tantos oráculos que los adivinos tonsurados se comprometen a interpretar; porque el ídolo habla de cosechas, de guerras y de epidemias, dirigiendo a veces a este o a aquel personaje unas señales de alegría o de muerte.
Mientras los fieles penetran por grupos en el santuario y el canto de los oficiantes va ganando en amplitud, Sittai, que se ha quedado solo afuera, pasea de un lado a otro por el atrio que lleva desde la gran escalinata a la puerta oriental.
El sol no es ya más que una cresta de ladrillo ardiente, lejos, más allá del Tigris; los portadores de antorchas forman un semicírculo en torno al altar, los sacerdotes inciensan la estatua de Nabu, los chantres recitan un encantamiento, acompañándose de un monótono timbaclass="underline"
Nabu sonríe a la luz temblorosa de las antorchas, sus ojos parecen clavados en la afluencia de fieles, sobre los que reina de pie, con su larga barba que le llega hasta la mitad del pecho, enfundado en una ceñida coraza y en su túnica de madera veteada que se ensancha formando un pedestal. Se acercan seis sacerdotes, desplazan la estatua y la instalan sobre unas andas de madera que izan hasta sus hombros y luego más alto, por encima de sus cabezas. Mientras se forma la procesión, el dios se eleva a cada paso hasta flotar en el aire. Sus porteadores le encuentran muy ligero; con las manos extendidas, apenas le rozan y el dios parece flotar por encima de la multitud que se apretuja con gritos de éxtasis. Los porteadores giran sobre sí mismos, luego dibujan un círculo más amplio antes de dirigirse hacia la salida. Los fieles se apartan.
Ahora la procesión está fuera, en el pequeño atrio. El dios efectúa una corta danza alrededor del pozo de las aguas lustrales y avanza hacia la escalinata. En ese momento, un sacerdote tropieza y se esfuerza por recobrar el equilibrio, pero ya el siguiente se tambalea a su vez y se desploma. La estatua, sin sujeción, parece saltar hacia la monumental escalera por la que rueda dando brincos, seguida por las miradas de la multitud petrificada.
Por muy guerrero, por muy parto que sea, Pattig no puede contener las lágrimas. No es el funesto presagio lo que le abruma. Para él se trata de otra cosa: es su fervor el que ha sido insultado. Ha querido creer en Nabu; semana tras semana, experimentaba la necesidad de contemplarle, macizo en su trono, infalible, sin edad, sonriendo a la decadencia de los imperios, haciendo caso omiso de las calamidades. ¡Y, bruscamente, esta caída!
Sin embargo, se le ocurre una idea que le impide abandonarse a las lamentaciones. Arrodillándose en el lugar del drama, no tarda en descubrir, clavado entre dos losas de mármol, un trozo de bastón. Lo extrae, lo examina y no le cabe la menor duda de que la punta superior ha sido aserrada. «¡Maldito palmireno!», murmura Pattig que recuerda a Sittai paseándose por el atrio, deteniéndose y clavando su bastón en el suelo antes de retorcerlo y arrancarlo como se haría con una mala hierba. Pattig se levanta y busca inútilmente con los ojos, a su alrededor, al hombre del traje blanco. «¡Maldito palmireno!», refunfuña una vez más, tentado de gritar «al asesino», «al deicida», de lanzar a la exaltada muchedumbre en persecución del sacrilego.
Pero los sacerdotes suben ya, llevando con inútiles precauciones las piezas rotas de la estatua, un trozo de brazo pegado aún al hombro, un mechón de barba colgado de un lóbulo de la oreja… La cólera de Pattig se transforma en tristeza resignada. Casi le reprocha a Nabu ofrecer semejante espectáculo. Se aleja, dispuesto a vagar hasta el alba por los senderos del templo. Por instinto, sus pasos toman de nuevo el camino del estanque oval y, con los ojos aún llenos de lágrimas, mira hacia el lugar donde se encontraba aquel hombre maldito.
Allí está Sittai. En la misma losa. En la misma postura. Tan blanco como siempre, desde el gorro hasta las sandalias, golpeando con la mano la empuñadura de un bastón singularmente corto. Pattig se planta ante él, le coge por la túnica y le zarandea:
– ¡Ay de ti, palmireno! ¿Por qué has hecho eso?
El hombre no deja traslucir ni sorpresa ni inquietud y tampoco intenta soltarse. Su elocución es tranquila y firme.
– Si es verdad que Nabu ha guiado los pasos de sus sacerdotes, es él quien les ha hecho tropezar. ¿O bien ignoraba, a pesar de su omnisciencia, que yo había roto mi bastón en aquel lugar?
– ¿Por qué le guardas rencor al dios Nabu? ¿Te ha castigado de alguna manera? ¿Se ha negado a salvar a un hijo enfermo?
– ¿Guardar rencor a esa viga esculpida? No puede ni afligir ni curar. ¿Qué podría hacer Nabu por ti o por mí si no puede hacer nada por él mismo?
– ¡Y ahora blasfemas! ¿No respetas la divinidad?
– El dios que yo adoro no se cae, no se rompe, no teme ni mi bastón ni mis sarcasmos. Sólo él merece un fervor como el tuyo.
– ¿Cuál es su nombre?
– Es él quien da los nombres a los seres y a las cosas.
– ¿Y por él has roto la estatua?
– No, la he roto por ti, hombre de Ecbatana. Tú que buscas la verdad, ¿la esperas aún de la boca de Nabu?
Pattig abandona la lucha y con aire ausente va a sentarse, ya vencido, en el borde del estanque. Sittai avanza hacia él y le pone la mano abierta sobre la cabeza. Un gesto de posesión al que acompañan estas palabras:
– La verdad es una amante exigente, Pattig, no tolera ninguna infidelidad; a ella le debes toda tu devoción, todos los momentos de tu vida son suyos. ¿Es realmente la verdad lo que buscas?
– ¡Nada más que eso!
– ¿La deseas hasta el punto de abandonar todo por ella?
– Todo.
– Y si fuera a ti a quien se le pidiera mañana romper un ídolo, ¿lo harías?
Pattig se sobresalta y se echa atrás.