– ¡Salve, Mani, hijo de Pattig!
Le temblaba la mandíbula y sintió dolor. Hubiera querido responder, hacer preguntas, pero sus palabras, sus propias palabras se le quedaban en la garganta, mientras las palabras del otro salían de su boca dominada:
– Salve, Mani, de mi parte y de parte de Aquel que me ha enviado.
Es el propio Mani quien cuenta esta escena sucedida al borde del agua. Para él, como para aquellos a los que un día llamarán maniqueos, señala el comienzo de su Revelación. Así nacen las creencias, dirán algunos: un deslizamiento de lo imaginario en el viraje de la pubertad, un encuentro con la mujer, la mujer prohibida; y el deseo se desborda…
Sin duda. Mani necesitaba contemplarse en ese espejo de niño para pegar los pedazos de su memoria rota; sospechaba la verdad sobre su nacimiento, sobre su llegada al palmeral, y había ido recogiendo fragmentos, pero no se atrevía a colocarlos uno detrás de otro; fue necesario que aquella voz le llamara «hijo de Pattig», fue necesario que oyera de la boca de la «aparición» el nombre de Mariam.
«A los doce años, supe al fin qué mujer me había concebido y alumbrado, cómo fui engendrado en aquel cuerpo de carne y de quién provenía la simiente de amor que me había hecho nacer.»
Éstas son las propias palabras de Mani; transcritas unos años más tarde por sus discípulos.
Aunque era hijo de su siglo, posaba sobre esas cosas una mirada candida y ferviente. A la imagen que vio o creyó ver, a aquel resplandor anclado en la superficie del agua, lo llama en sus libros «mi Gemelo», «mi Doble», y habla de él como de un verdadero compañero. Un compañero de infortunio para el adolescente rebelde y, sobre todo, un valioso aliado contra los Túnicas Blancas, sus dogmas y sus prohibiciones.
Por eso, el día de aquel primer encuentro, cuando, aterrado a pesar de todo por la aparición, quiso arrepentirse de haber pintado en la pared el rostro del dios Mitra, oyó de la boca del «Gemelo» la respuesta que esperaba:
«Pinta lo que quieras, Mani. Aquel que me envía no conoce rival, toda belleza refleja Su belleza».
Cuatro
¿Podía, pues, el niño pintar sin terror, aunque fuera la imagen de un ídolo? Su «Gemelo» le dijo muchas otras cosas que ansiaba oír: que las creencias de los Túnicas Blancas no eran las suyas, que jamás había pertenecido a su religión, que la pureza de aquellos hombres no era más que vanidad y perversidad. Y que un día, cuando estuviera maduro para afrontar el mundo, abandonaría el palmeral.
Mani se prometió no hablar a nadie de todo esto, pero emanaba de él tal alegría, que se diría que su alma, en lugar de estar escindida, partida o desdoblada, acabara, por el contrario, de unirse estrechamente a sí misma después de una larga alienación. Había abandonado la casa de Carias como si huyera de un tugurio en llamas, pero días más tarde vuelve, se instala de nuevo ante la pared, recoge el pincel que tiró y, con algunos trazos ardientes, reaviva los rayos que adornaban la cabeza de Mitra. Había estado evitando a Maleo sin un gesto de consideración, pero ahora se vuelve de nuevo hacia él, más atento, más asiduo también en la amistad.
El tirio veía que su amigo había cambiado, que era diferente, pero ¿en qué era diferente?
Cuando los dos adolescentes se arrodillaban uno al lado del otro en la Santa Casa, lugar del culto, Mani no cantaba. Movía los labios, la barbilla, las cejas, para aparentar que cantaba, pero de su boca no salía ningún sonido. Y un día que estaban bregando juntos en el huerto de la comunidad, Maleo se dio cuenta de que Mani tampoco trabajaba. Levantaba la laya con esfuerzo, la bajaba lentamente, tan lentamente que cuando tocaba el suelo apenas lo arañaba, y luego, de cuando en cuando, mostrándose tan cansado como si hubiera labrado de verdad, se detenía, apoyaba delicadamente su herramienta contra el tronco liso de un granado y resoplaba.
Ese día, Maleo no pudo por menos de preguntarle lo que estaba haciendo. Entonces Mani recogió una rama cortada, ya marchita pero aún verde, que hizo girar y restallar como un látigo.
– ¡Escucha este silbido! Es el aire que gime porque lo he ofendido. Si supieras escucharlo, le oirías decir: hazte más ligero sobre esta tierra, anda sin apoyar, evita los gestos bruscos, no mates a los árboles ni a las flores. Haz como si labraras la tierra, pero no la hieras, confórmate con acariciarla. Y cuando los demás se desgañiten, mueve los labios y no grites.
Evocando sus años de juventud en el palmeral de los Túnicas Blancas, Mani diría más tarde:
«En medio de aquellos hombres caminé con sabiduría y astucia, observando el descanso, no cometiendo injusticia, no infligiendo ninguna clase de sufrimiento, no manteniendo ninguna conversación a su manera y sin seguir su ley».
Hacía falta mucha astucia para vivir día tras día en el seno de aquella comunidad sin conformarse jamás con sus prácticas, pero sin que pareciera tampoco que se las contradecía. Y es que el adolescente debía guardar oculta su verdad, aprender, meditar, madurar durante largos años, hasta que estuviera preparado para afrontar el mundo. Mientras tanto, debía vivir fingiendo, aparentando, disimulando. Por otra parte, se aplicaba a ello con tenacidad y cuando a veces perdía el valor o la constancia se repetía: «Imitando los gestos del mundo es como se aprende su futilidad».
Sin embargo, subsistía un terreno donde Mani se guardaba bien de fingir. Entre todos los edificios del palmeral, sólo existía uno, la biblioteca, cuya puerta cruzaba sin hastío; pero por desgracia, en aquel mismo edificio, Sittai había fijado su domicilio. Sólo ocupaba una celda muy modesta, pero aun así estaba allí, muy cerca de los libros y de los lectores. Mientras Mani se limitaba a consultar las obras que el «padre» aprobaba, no se le molestaba, pero en cuanto se arriesgaba a hojear cualquier otro manuscrito, podía tener la seguridad de que unos minutos más tarde vería acercarse a Sittai o a un «hermano» a sus órdenes, profiriendo amenazas y maldiciones.
Ahora bien, en aquella biblioteca, en verdad muy rica y que nadie hubiera esperado encontrar en un rincón perdido del valle del Tigris, raras eran las obras a las que tenían acceso los adeptos, sobre todo los más jóvenes. Bastaba con que el autor fuera pagano para que, simplemente, sus escritos se juzgaran impíos. Sólo escapaban a los interdictos algunos tratados antiguos sobre medicina, plantas, astros y viajes. Si el autor era judío, había que verificar que no había ofrecido animales en sacrificio sobre un altar, a semejanza de Abraham, y que no había aprobado notoriamente semejantes prácticas; lo que explica que la Biblia, tal como se leía en el palmeral, tuviera censurada una parte importante de sus textos. Finalmente, si el autor era cristiano existían, de entrada, con respecto a él fuertes presunciones de herejía; por eso, de la veintena de Evangelios, cuyas copias poseía la biblioteca, sólo dos o tres estaban admitidos y el resto apenas estaba mejor considerado que las epístolas de Pablo de Tarso, al cual la gente de la secta jamás le había aplicado el epíteto de «santo», pero sí los de impío, traidor y príncipe de los herejes, puesto que, según la fórmula de Sittai, «había tergiversado la doctrina de Jesús para hacerla del agrado de los griegos».
Mani leía y releía los escasos libros que no le estaban prohibidos, antes de aprenderse de memoria largos pasajes que le habían gustado, o que le habían impresionado o intrigado. A veces, al recorrer con una mirada perezosa un texto que ya se sabía palabra por palabra, se sorprendía viendo en imágenes la escena evocada. Entonces se apoderaba de él el deseo de pintar. Aquello comenzaba siempre con un largo diálogo entre él y la página; luego, ésta se cubría, alrededor de la escritura aramea, de una escena con abundantes personajes, flores y animales míticos. No obstante, en ningún momento tenía la impresión de acompañar un texto, de ilustrarlo o iluminarlo, aunque este último término le habría complacido sobremanera; por el contrario, estaba persuadido de que si se leían atentamente sus imágenes, se comprendería su substancia sin recurrir a las palabras.
El arte de Mani se desarrollaba así en los márgenes de los libros, sin premeditación, pero con la hábil pasión de la madurez precoz. Primero trazaba con la tinta de los copistas los débiles contornos de los seres y de las cosas y luego los llenaba de luces. Minutos de felicidad, robados día tras día a la vigilancia de los «hermanos».
Pero el asunto tenía que descubrirse. La primera vez que un Túnica Blanca vio a Mani «ensuciar» las páginas de un libro santo, corrió a advertir a Sittai del sacrilegio que se estaba perpetrando. El muchacho no quiso suplicar ni huir. Embriagado por el instante de creación, no cedió al miedo, ni siquiera a la prudencia que se había impuesto. Y cuando el maestro se encontró ante él, se arriesgó a una confesión insolente:
– Aún no he terminado mi dibujo.
Apoderándose del libro, un ejemplar del Evangelio de Tomás, Sittai clavó su mirada en el frontispicio, en el que una pintura representaba a Jesús entre sus apóstoles. Ninguno de los personajes estaba figurado con su cuerpo, no eran más que trece rostros, el del Nazareno en el medio, con un disco solar detrás de la cabeza a la manera de las divinidades de Palmira. Muy cerca de él, se encontraba Tomás, su gemelo según la fe de la secta; y en torno a ellos, las otras caras, gravitando como planetas en un cielo azul y negro. Sittai contuvo la respiración. Tras él, los adeptos esperaban su veredicto en silencio.