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Esperó algunos instantes antes de comenzar a comérselo, lentamente y sin ruido, con el cuello tan inclinado que la mandíbula le chocaba contra el pecho al masticar. Al hundirse lentamente en el fruto, sus dientes liberaban un jugo azucarado que él recogía con la lengua, paseaba por la boca y dejaba después que se deslizara por su garganta con una culpable delectación.

Y aún seguía deleitándose cuando el «padre» acabó por fin su discurso y los «hermanos», con una prisa mal contenida, tomaron asiento como un solo hombre en los altos bancos. Mareado por el alboroto que le rodeaba, Maleo comenzó a masticar sin disimulo, pero cuando se estaba sentando, un instante después que los demás, unos ojos acusadores le miraron fijamente: los de Gara, el propio sobrino de Sittai, que estaba frente a él. Maleo le dirigió una sonrisa de ángel, pero el hombre, obedeciendo sólo a su deber, se inclinó hacia su vecino y le cuchicheó al oído una acusación; el otro, después de haber lanzado al muchacho la misma mirada indignada, susurró la noticia a su otro vecino, provocando así una verdadera cadena de delación que, de un extremo a otro de la mesa, propaló el relato del crimen.

Cuando le llegó el turno a Pattig, escuchó gravemente la denuncia y, frunciendo el entrecejo, reprobó el imperdonable pecadillo del adolescente, pero en el momento de inclinarse hacia el oído de su vecino, pareció dudar. Él, que había sido educado en las costumbres de la nobleza parta, ¿cómo podría practicar la delación? Sin embargo, precisamente porque Sittai le había reprochado tanto su ascendencia, sus arrebatos de orgullo, su desprecio hacia ciertas tareas, ahora se imponía evitar toda actitud que le distinguiera del común de los adeptos. Así era el espíritu de la Comunidad, para el que toda compasión, toda tolerancia y toda indulgencia eran sospechosas y cualquier gesto magnánimo parecía mancillado por el orgullo.

¡Incorregible Pattig, siempre dispuesto a seguir los peores caminos por las mejores razones del mundo! Delante de Sittai, temblaba más que cualquier otro «hermano», se arrodillaba, se golpeaba el pecho y se humillaba, cuando hubiera bastado abandonar aquel palmeral llevando a su hijo de la mano para acceder a una vida risueña. Pero ni se le ocurría. En ocho años, ni siquiera se había atrevido a revelar a Mani el lazo de sangre que los unía, contentándose con dedicarle, de lejos, sonrisas enigmáticas que irritaban al muchacho y le hacían desconfiar. Sin embargo, Pattig no era un cobarde, o al menos, su cobardía era muy singular: estaba dispuesto a arriesgar su vida, pero no su alma. Y era esa piadosa flaqueza el origen de todas sus mezquindades.

Cuando el grave asunto del dátil que se había comido Maleo llegó a conocimiento de Sittai, este último se levantó, sombrío, ceremonioso, ofendido.

– ¿Quién de entre nosotros querría comer al lado de la podredumbre? ¿No hemos venido a este lugar bendito para sustraernos a la impureza del mundo? Pero todos nuestros esfuerzos se habrán perdido, todos nuestros sacrificios serán inútiles si uno solo de nosotros cede a la vil tentación, si la impureza del mundo llega a su cuerpo y a su alma, ya que todos quedaremos mancillados.

Luego, pronunció la sentencia:

– Maleo, pasarás entre tus «hermanos» con un tazón donde cada uno de ellos te echará el hueso de un dátil que se haya comido. Ése será tu único aumento. A continuación, vendrás a mostrarme el tazón vacío. Puesto que el dátil te ha arrastrado al pecado, vas a poder apreciar, más allá de su dulce sabor, su realidad ósea.

Un regocijado alboroto siguió a la sentencia, aunque pronto se fue apagando. En aquella asamblea que tanto se preocupaba de rehuir los alimentos prohibidos, las comidas se acompañaban de un ritual lleno de gravedad. Qué lejos se estaba allí de los banquetes de Nabu, de Dioniso o de Mitra, de esos festines orgiásticos en los que el cuerpo se convierte en templo para celebrar ruidosamente todos los sabores de la tierra. El refectorio era un lugar sombrío donde cualquier placer, por ser culpable, debía compensarse con privaciones. Mientras uno de los «hermanos» leía algún texto santo, los adeptos, encaramados en unos bancos altos y obligados por ello a doblar el cuello, como cisnes, encima de las mesas, cogían los alimentos entre el pulgar y el índice y los introducían en un tazón de agua, salmodiando a cada bocado: «¡Marame barej!», «¡Señor, te pedimos tu bendición!».

Así fue como Maleo, en medio de un concierto de murmullos, pasó con su escudilla y cada uno de los «hermanos» le dio de limosna un hueso, sin decir palabra, pero con gestos de rumiantes ofendidos y desdeñosos. Uno de aquellos virtuosos personajes, al darse cuenta de que el hueso que acababa de depositar era demasiado pequeño, se apresuró a añadir otro, satisfecho de no haber fallado en su papel de justiciero.

Mani fue el único que se distinguió de todos ellos. En el momento de depositar su óbolo, metió resueltamente los dedos en la escudilla y agarró un buen puñado de huesos que se metió furtivamente en el bolsillo, haciendo una mueca bondadosa y consoladora. Maleo, por su parte, guardándose mucho de manifestar su agradecimiento, volvió a su sitio y dio comienzo a su incongruente comida. Pero, al saber que en esa asamblea contaba con un amigo, su corazón se sintió aliviado. Le pareció que los huesos habían conservado un regusto dulce y que eran exquisitamente crujientes. Algunos «hermanos» observaron su aspecto sereno, poco arrepentido y, en algunos momentos, hasta impúdicamente regocijado, y pensaron que estaba poseído por el diablo.

Más que gratitud, fue una verdadera devoción lo que Maleo sintió desde ese día por su joven bienhechor. Se prometió seguirle a todas partes, protegerle contra todos, soportar en su lugar mil flagelaciones e innumerables días de ayuno. Por algunos huesos de dátil escamoteados, por una mueca vagamente cómplice, estaba dispuesto a compartir con Mani lo más valioso que poseía en el mundo.

Al día siguiente del incidente, en el momento en que la comunidad se reunía en la Santa Casa para el culto del alba, Maleo acudió con entusiasmo. Sabía que debería, una vez más, mascullar el interminable ritual, pero no le importaba. Ese día, un amigo estaría allí, repitiendo en el mismo instante, en la misma sala fría e inhóspita, los mismos gestos. A la salida, fueron caminando juntos y el tirio, en cuanto se alejaron de los otros «hermanos», le preguntó con gravedad:

– Si te digo mi secreto, ¿prometes no traicionarme jamás?

Mani se sintió irritado. Si bien comprendía fácilmente que Maleo fuera a la búsqueda de un amigo, a él le era indiferente. Al cabo de tantos años vividos entre los Túnicas Blancas, había conseguido forjarse una soledad, una querida e irreemplazable soledad con la que se envolvía como si fuera una cota de mallas. Compartirla era perderla. Deseaba poder volver, cada vez que tuviera la ocasión, a su discreta guarida, solo, sin otra compañía que él mismo. ¿Por qué permitir que un ronroneo humano le machacara los oídos? No queriendo herir al adolescente, que con tanta frecuencia era el chivo expiatorio de Sittai y de tantos otros «hermanos», esbozó una sonrisa amable, pero evitó responderle y apresuró el paso. A pesar de todo, el tirio se aferraba a él, le perseguía, se ponía delante, detrás, dando saltitos con una pierna y luego con la otra, infatigable y sordo a todas las reticencias:

– ¡Promete que no vas a denunciarme!

Esta vez, Mani se encogió de hombros, diciendo con impertinencia y con el tono del que no se acuerda ya de qué se trata:

– ¿Denunciarte? ¿Acaso he denunciado alguna vez a alguien?

Aparentemente tranquilizado, Maleo recobró el aliento antes de decir de un tirón como si se tratara de una sola palabra:

– Conozco-a-una-mujer.

Luego, con la boca abierta, esperó la avalancha de preguntas que su joven amigo no dejaría de lanzar sobre él.

Pero no. Mani no tuvo ni un sobresalto de sorpresa ni profirió la menor exclamación. ¿Acaso Maleo se molestó o se sintió desanimado? Todo lo contrario. La impasibilidad de su compañero le pareció la expresión del más completo asombro. Le creyó subyugado, anonadado de sorpresa y admiración, sintió que su triunfo estaba cerca y se entusiasmó:

– No permaneceré mucho tiempo en este maldito palmeral. En cuanto cumpla quince años, me marcharé. Ella vendrá conmigo y nos iremos a vivir a Ctesifonte. Allí encontraré un empleo de dependiente con algún mercader tirio o palmireno. Acompañaré a las caravanas a Egipto, a la India y a Armenia. La estoy viendo, bella como una estatua griega, envuelta en un largo vestido de seda bordada en oro y pedrería, descendiendo lentamente la escalera de mi palacio de Ctesifonte, rodeada de doce esclavas blancas y negras.

Saliendo de su silencio, Mani entró un instante en el juego de su interlocutor, sólo para sembrar una duda:

– ¿Cómo has hecho para construirte un palacio, tú que sólo eres un dependiente de un mercader de Ctesifonte?

Pero Maleo necesitaba mucho más para desconcertarse:

– No seré dependiente mucho tiempo; pronto tendré mi propio negocio, con agentes en Antioquía, en Palmira, en Petra, en Deb, en Berenice… Entonces podré construirme un palacio en Ctesifonte y otro en Tiro. Y un tercero, si quiero, en las montañas de Media, donde instalaré a la dama cada vez que ella quiera huir de los grandes calores y de las epidemias.

Ya no pasaba un día sin que Maleo hablara de «la dama» con las palabras más exquisitas, y con frecuencia también, las más ampulosas. Y si bien Mani no le animaba, si evitaba siempre interrogarle sobre ella, sobre su nombre o su edad, ya no manifestaba la misma indiferencia. Le escuchaba a menudo con atención y compartía algunas de sus emociones; y a veces, cuando el tirio bogaba por sus parlanchines ensueños, se embarcaba con él en silencio. También él pensaba en la dama y se sorprendía, en su soledad, queriendo adivinar a qué podría parecerse, y bajo qué árboles habría podido Maleo conocerla.