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Ambos solían ir, como todos los «hermanos», al mercado del pueblo vecino para vender los productos de la comunidad. Era el único lugar donde tenían la oportunidad de encontrarse con mujeres, la mayoría de las veces campesinas con siluetas de calabaza, cargadas con canastos y golpeando el suelo con paso dolorido. Por otra parte, miraban con desprecio a los Túnicas Blancas, esos hombres que no eran hombres, esos seres flacos de pálidas mejillas, que, año tras año, amasaban el oro de sus abundantes cosechas sin que jamás mujer ni hijo gozaran de él, esa horda huidiza e indeseable a la cual se atribuían los peores vicios y las prácticas más inconfesables.

Verdad es que algunas, al ver a Mani solo, en cuclillas, rodeado de sus mercancías, pensativo y miserable, se compadecían de él, le tocaban la frente diciendo «hijo mío» y, finalmente, le compraban sus últimos nísperos con su último pashiz de cobre o de estaño. El «hijo» se esforzaba por tener un aire ausente, pero su ternura le encendía el pecho. ¡Hubiera deseado tanto retener algunos instantes más aquellos ojos llenos de arrugas que le habían sonreído!

A veces las acompañaban mujeres más jóvenes, de doce o trece años. Iban pintadas y tenían esos andares a ratos artificiosos, a ratos sumisos o traviesos, tan característicos de aquellas cuya infancia se acaba, cuya suerte está echada, de aquellas que al año siguiente estarán encintas y pesadas, y que, al otro año, se confundirán con sus madres. Contra ellas, sobre todo, Sittai solía prevenir a los «hermanos»: «No cojáis nada de su mano, no os sentéis en el lugar donde ellas han podido sentarse, y sobre todo, no os paréis a mirarlas, son bellas el tiempo de una cosecha y se marchitan en cuanto las poseen».

¿Sería una de ellas «la dama» de Maleo?

Un día, cuando los muchachos volvían de un trabajo que les había llevado al lindero del pueblo, una piedra rozó la oreja de Mani, que se sobresaltó; pero fue Maleo quien gritó, quien recogió rápidamente una piedra del tamaño de un huevo y quien se puso en guardia con los brazos en posición defensiva, gritando:

– ¡Muéstrate, si eres un hombre!

A modo de respuesta, les llegó un silbido de chiquillo y, entre las ramas de un melocotonero, apareció una manita que se agitaba. Tranquilizado, Maleo tiró el proyectil por detrás del hombro escupiendo un reniego.

– ¿Le conoces? -se asombró Mani.

– Quizá -respondió Maleo, que evidentemente habría preferido encontrarse en otra parte.

– ¿Quiénes?

– Una chica.

Cuando estuvo ante ellos, Mani vio que en sus rodillas se veían aún las huellas de caídas recientes, que sus cabellos claros estaban recogidos en un gorro deshilachado y que, a modo de joya, lucía un collar de rabos de cereza trenzados. En la mano que no lanzaba las piedras, tenía un melocotón que mordía con fuerza, recién robado en el huerto de la Comunidad; luego, se levantaba el faldón de su blusa para limpiarse la barbilla. Era sólo una niña.

– Espero no haberte herido -le dijo a Mani.

– No le has hecho sangre -respondió Maleo-, ¡pero hubieras podido saltarle un ojo!

– ¿Cómo te llamas? -preguntó la chiquilla.

– Mani -respondió de nuevo Maleo.

– ¿El amigo inseparable del que me has hablado?

Dijo esto acercándose a Mani, cuyo rostro escrutaba ostensiblemente.

– Me dijiste que leía mucho, que tenía una hermosa letra, tres cejas y una pierna torcida, pero olvidaste decirme que era mudo.

Dignamente, Mani reanudó la marcha. Maleo le llamó y la niña corrió tras él.

– Yo me llamo Cloe. Maleo y yo jugamos con frecuencia. Podrías venir con nosotros.

Mani prosiguió su camino y Cloe se encogió de hombros. Maleo permaneció rezagado un momento y luego corrió para alcanzar a su amigo.

– No debería haberle hablado de tu pierna. Discúlpame. Le hablaba tanto de ti… y quería que te reconociera si algún día te veía pasar.

– No tienes que disculparte por tan poco, jamás pensé mantener mi defecto en secreto.

En lugar de parecer ofendido, Mani mostró, por el contrario, un semblante exageradamente regocijado, antes de decir:

– Así que es ella la dama de la que tanto me has hablado. Supongo que si me la describiste tan fielmente fue para que yo también pudiera reconocerla si algún día la veía pasar. ¿Es ella la que comparabas con una estatua griega?

– ¡Es ella! -fanfarroneó Maleo.

– Es verdad que hay estatuas de todas las dimensiones…

Pero al decir esto y como para atenuar el efecto de sus propias burlas, rodeó con un brazo amistoso los hombros del tirio. Este último se enardeció:

– Admitamos que te he ocultado cosas, pero no he dicho ninguna mentira. Si yo viera en aquel ciruelo un brote florecido y dijera «allí hay una ciruela», ¿estaría mintiendo? De ningún modo, simplemente me habría adelantado una estación a la verdad.

Tres

La dama, esa niña que parecía un chico y que silbaba, se llamaba, pues, Cloe. Sin embargo, en su pueblo, aquel cuyas tierras lindaban con las del palmeral, a nadie se le habría ocurrido jamás llamarla así. Ni a las mujeres, a las que ayudaba a abrir los higos para ponerlos a secar en los tejados, ni a los campesinos, que la dejaban coger de los árboles la fruta que quería comer. Entraba en todas partes sin llamar, mientras pudiera permitírselo, ya que aún no había accedido a la molesta dignidad de núbil. Todos amaban a Cloe, ladrona y generosa, pero ladrona de manzanas y generosa en sonrisas. Para ellos, era y sería siempre «la hija del griego».

En efecto, la chiquilla pertenecía a una de aquellas familias de colonos, cuyos antepasados habían llegado antaño a Oriente a guerrear en el ejército de Alejandro, y luego, a la muerte del macedonio, habían elegido permanecer en tierra conquistada, por lo que habían comprado una hacienda y tomado mujer para tener descendencia. El padre de Cloe llevaba todavía con orgullo el nombre de su antepasado, Carias, y creía vivir aún, como él, tras las huellas de Alejandro. Los escasos momentos de pasión por los que a veces atravesaba se producían cuando conseguía un auditorio para narrar, una vez más, la gran batalla de Arbelas, cuando el ejército del Conquistador había aniquilado a las tropas de Darío, cuando tantos valientes se habían reunido, los tracios, los odrisios, los jinetes peonios, los arqueros cretenses, los mercenarios de Andrómaca, la Falange y los Compañeros. Sobre todo, aquellos irreemplazables Compañeros de los que el padre de Cloe hablaba con familiaridad, imitando a uno, sermoneando a otro, hasta ese instante crucial del relato en que hacía intervenir a su antepasado, diciendo «nosotros los Carias», y complaciéndose entonces en la confusión que leía en los ojos de su oyente.

Es necesario recordar que la batalla de Arbelas había tenido lugar veinte generaciones antes, pero eso no importaba, el tiempo no es más que el tonel donde fermentan los mitos, el de Alejandro más que cualquier otro, y sobre todo en Mesopotamia. Esa tierra le había sepultado joven y joven le había conservado, como un eterno novio sin arrugas, y el número de sus años, treinta y tres, había permanecido como la edad de la inmortalidad. Era él, Alejandro, quien presidía el paso del tiempo. ¿No habían elegido los astrónomos de Babel la fecha de su muerte como comienzo de la nueva era? Desde entonces se habían sucedido muchos reyes, pero lo único que hicieron fue reinar a la sombra del macedonio; los primeros fueron sus propios generales, a continuación sus descendientes y luego, cuando el poder cayó en manos de los partos, sus soberanos tuvieron buen cuidado de añadir constantemente a sus nombres el título de «El heleno», «amigo de los griegos», para afirmarse, también ellos, como los legítimos guardianes de la noble herencia de Alejandro.

Si cinco siglos después el rey de reyes en persona experimentaba la necesidad de invocar el recuerdo del Conquistador, ¿cómo podía sorprender que el padre de Cloe cultivara su parcela de leyenda, él, que no poseía ya ni la menor apariencia de grandeza, ni tierras, ni oro, ni caballos, ni sirvientes? Era un frágil anciano de barba rojiza que vagaba por una casa inmensa, pero deteriorada; vivía solo con Cloe, que le había nacido, en el ocaso de su vida, de una esclava ya difunta. Padre e hija no ocupaban más que un ala, aun así demasiado grande para ellos; el resto no era más que tejados desplomados, paredes derruidas y puertas carcomidas por la corrosión y los gusanos.

La chiquilla vagaba por aquellas ruinas, escondrijos inagotables, montículos de polvo y de piedra que pisaba sin nostalgia. Maleo había ido a jugar allí a veces, cuando se fugaba, y un caluroso día de tammuz había persuadido a Mani de que le acompañara. Les tocaba trabajar en el mercado del pueblo y, nada más llegar, un negociante de Nippur les había comprado toda la carga, dándoles así la ocasión de callejear. Esperaban encontrarse con Cloe, pero era su padre el que vagabundeaba pensativo, con un bastón en la mano.

– ¿De quién sois hijos, niños?

– Hemos venido a ver a Cloe -prefirió decir Mani.

– ¿A mi hija?

– Sí, que Dios la bendiga.

– ¡Que Dios la bendiga! ¡Que Dios la bendiga! -repitió Carias con una jovialidad algo desdentada.