– ¿Ese? -David había recobrado su aplomo, hablaba con voz firme-. ¿Cómo crees que está?
La hoguera continuaba encendida, pero alumbraba muy débilmente. Juan cogió el leño más grande y buscó al indio. Cuando lo encontró, estuvo observando un momento con ojos fascinados y luego el leño cayó a tierra y se apagó.
– ¿Has visto, David?
– Sí, he visto. Vámonos de aquí.
Juan estaba rígido y sordo, como en un sueño sintió que David lo arrastraba hacía el cerro. La subida les tomó mucho tiempo. David sostenía con una mano la linterna y con la otra a Juan, que parecía de trapo: resbalaba aún en las piedras más firmes y se escurría hasta el suelo, sin reaccionar. En la cima se desplomaron, agotados. Juan hundió la cabeza en sus brazos y permaneció tendido, respirando a grandes bocanadas. Cuando se incorporó, vio a su hermano, que lo examinaba a la luz de la linterna.
– Te has herido -dijo David-. Voy a vendarte.
Rasgó en dos su pañuelo y con cada uno de los retazos vendó las rodillas de Juan, que asomaban a través de los desgarrones del pantalón, bañadas en sangre.
– Esto es provisional -dijo David-. Regresemos de una vez. Puede infectarse. No estás acostumbrado a trepar cerros. Leonor te curará.
Los caballos tiritaban y sus hocicos estaban cubiertos de espuma azulada. David los limpió con su mano, los acarició en el lomo y en las ancas, chasqueó tiernamente la lengua junto a sus orejas. "Ya vamos a entrar en calor", les susurró.
Cuando montaron, amanecía. Una claridad débil abarcaba el contorno de los cerros y una laca blanca se extendía por el entrecortado horizonte, pero los abismos continuaban sumidos en la oscuridad. Antes de partir, David tomó un largo trago de su cantimplora y la alcanzó a Juan, que no quiso beber. Cabalgaron toda la mañana por un paisaje hostil, dejando a los animales imprimir a su capricho el ritmo de la marcha. Al mediodía, se detuvieron y prepararon café. David comió algo del queso y las habas que Camilo había colocado en las alforjas. Al anochecer avistaron dos maderos que formaban un aspa. Colgaba de ellos una tabla donde se leía: La Aurora. Los caballos relincharon: reconocían la señal que marcaba el límite de la hacienda.
– Vaya -dijo David-. Ya era hora. Estoy rendido. ¿Cómo van esas rodillas?
Juan no contestó.
– ¿Te duelen? -insistió David.
– Mañana me largo a Lima -dijo Juan.
– ¿Qué cosa?
– No volveré a la hacienda. Estoy harto de la sierra. Viviré siempre en la ciudad. No quiero saber nada con el campo.
Juan miraba al frente, eludía los ojos de David que lo buscaban.
– Ahora estás nervioso -dijo David-. Es natural. Ya hablaremos después.
– No -dijo Juan-. Hablaremos ahora.
– Bueno -dijo David, suavemente-. ¿Qué te pasa?
Juan se volvió hacía su hermano, tenía el rostro demacrado, la voz hosca.
– ¿Qué me pasa? ¿Te das cuenta de lo que dices? ¿Te has olvidado del tipo de la cascada? Si me quedo en la hacienda voy a terminar creyendo que es normal hacer cosas así.
Iba a agregar "como tú", pero no se atrevió.
– Era un perro infecto -dijo David-. Tus escrúpulos son absurdos. ¿Acaso te has olvidado lo que le hizo a tu hermana?
El caballo de Juan se plantó en ese momento y comenzó a corcovear y alzarse sobre las patas traseras.
– Se va a desbocar, David -dijo Juan.
– Suéltale las ríendas. Lo estás ahogando.
Juan aflojó las ríendas y el animal se calmó.
– No me has respondido -dijo David-. ¿Te has olvidado por qué fuimos a buscarlo?
– No -contestó Juan-. No me he olvidado.
Dos horas después llegaban a la cabaña de Camilo, construida sobre un promontorio, entre la casa-hacienda y las cuadras. Antes que los hermanos se detuvieran, la puerta de la cabaña se abrió y en el umbral apareció Camilo. El sombrero de paja en la mano, la cabeza respetuosamente inclinada, avanzó hacía ellos y se paró entre los dos caballos, cuyas ríendas sujetó.
– ¿Todo bien? -dijo David.
Camilo movió la cabeza negativamente.
– La niña Leonor…
– ¿Que le ha pasado a Leonor? -lo interrumpió Juan, incorporándose en los estribos.
En su lenguaje pausado y confuso, Camilo explicó que la niña Leonor, desde la ventana de su cuarto, había visto partir a los hermanos en la madrugada y que, cuando ellos se hallaban apenas a unos mil metros de la casa, había aparecido en el descampado, con botas y pantalón de montar, ordenando a gritos que le prepararan su caballo. Camilo, siguiendo las instrucciones de David, se negó a obedecerla. Ella misma, entonces, entró decididamente a las cuadras y, como un hombre, alzó con sus brazos la montura, las mantas y los aperos sobre el Colorado, el más pequeño y nervioso animal de La Aurora que era su preferido.
Cuando se disponía a montar, las sirvientas de la casa y el propio Camilo la habían sujetado; durante mucho rato soportaron los insultos y los golpes de la niña, que, exasperada, se debatía y suplicaba y exigía que la dejaran marchar tras sus hermanos.
¡Ah, me las pagará! -dijo David-. Fue Jacinta, estoy seguro. Nos oyó hablar esa noche con Leandro, cuando servía la mesa. Ella ha sido.
La niña había quedado muy impresionada, continuó Camilo. Luego de injuriar y arañar a las criadas y a él mismo, comenzó a llorar a grandes voces, y regresó a la casa. Allí permanecía, desde entonces, encerrada en su cuarto.
Los hermanos abandonaron los caballos a Camilo y se dirigieron a la casa.
– Leonor no debe saber una palabra -dijo Juan.
– Claro que no -dijo David-. Ni una palabra.
Leonor supo que habían llegado por el ladrido de los perros. Estaba semidormida cuando un ronco gruñido cortó la noche y bajo su ventana pasó, como una exhalación, un animal acezante. Era Spoky, advirtió su carrera frenética y sus inconfundibles aullidos. En seguida escuchó el trote perezoso y el sordo rugido de Domitila, la perrita preñada. La agresividad de los perros terminó bruscamente, a los ladridos sucedió el jadeo afanoso con que recibían siempre a David. Por una rendija vio a sus hermanos acercarse a la casa y oyó el ruido de la puerta principal que se abría y cerraba. Esperó que subieran la escalera y llegaran a su cuarto. Cuando abrió, Juan estiraba la mano para tocar.
– Hola, pequeña -dijo David.
Dejó que la abrazaran y les alcanzó la frente, pero ella no los besó. Juan encendió la lámpara.
– ¿Por qué no me avisaron? Han debido decirme. Yo quería alcanzarlos, pero Camilo no me dejó. Tienes que castigarlo, David, si vieras cómo me agarraba, es un insolente y un bruto. Yo le rogaba que me soltara y él no me hacía caso.
Había comenzado a hablar con energía, pero su voz se quebró. Tenía los cabellos revueltos y estaba descalza. David y Juan trataban de calmarla, le acariciaban los cabellos, le sonreían, la llamaban pequeñita.
– No queríamos inquietarte -explicaba David-. Además, decidimos partir a última hora. Tú dormías ya.
– ¿Qué ha pasado? -dijo Leonor.
Juan cogió una manta del lecho y con ella cubrió a su hermana. Leonor había dejado de llorar. Estaba pálida, tenía la boca entreabierta y su mirada era ansiosa.
– Nada -dijo David-. No ha pasado nada. No lo encontramos.
La tensión desapareció del rostro de Leonor, en sus labios hubo una expresión de alivio.
– Pero lo encontraremos -dijo David. Con un gesto vago indicó a Leonor que debía acostarse. Luego dio media vuelta.
– Un momento, no se vayan -dijo Leonor.
Juan no se había movido.
– ¿Sí? -dijo David-. ¿Qué pasa, chiquita?
– No lo busquen mas a ese.
– No te preocupes -dijo David-, olvídate de eso. Es un asunto de hombres. Déjanos a nosotros.
Entonces Leonor rompió a llorar nuevamente, esta vez con grandes aspavientos. Se llevaba las manos a la cabeza, todo su cuerpo parecía electrizado, y sus gritos alarmaron a los perros, que comenzaron a ladrar al pie de la ventana. David le indicó a Juan con un gesto que interviniera, pero el hermano menor permaneció silencioso e inmóvil.