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– Bueno, chiquita -dijo David-. No llores. No lo buscaremos.

– Mentira. Lo vas a matar. Yo te conozco.

– No lo haré -dijo David-. Si crees que ese miserable no merece un castigo…

– No me hizo nada -dijo Leonor, muy rápido, mordiéndose los labios.

– No pienses más en eso -insistió David-. Nos olvidaremos de él. Tranquilízate, pequeña.

Leonor seguía llorando, sus mejillas y sus labios estaban mojados y la manta había rodado al suelo.

– No me hizo nada -repitió-. Era mentira.

– ¿Sabes lo que dices? -dice David.

– Yo no podía soportar que me siguiera a todas partes -balbuceaba Leonor-. Estaba tras de mí todo el día, como una sombra.

– Yo tengo la culpa -dijo David, con amargura-. Es peligroso que una mujer ande suelta por el campo. Le ordené que te cuidara. No debí fiarme de un indio. Todos son iguales.

– No me hizo nada, David -clamó Leonor-. Créeme, te estoy diciendo la verdad. Pregúntale a Camilo, él sabe que no pasó nada. Por eso lo ayudó a escaparse. ¿No sabías eso? Sí, él fue. Yo se lo dije. Sólo quería librarme de él, por eso inventé esa historia. Camilo sabe todo, pregúntale.

Leonor se secó las mejillas con el dorso de la mano. Levantó la manta y la echó sobre sus hombros. Parecía haberse librado de una pesadilla.

– Mañana hablaremos de eso -dijo David-. Ahora estamos cansados. Hay que dormir.

– No -dijo Juan.

Leonor descubrió a su hermano muy cerca de ella: había olvidado que Juan también se hallaba allí. Tenía la frente llena de arrugas, las aletas de su nariz palpitaban como el hociquito de Spoky.

– Vas a repetir ahora mismo lo que has dicho -le decía Juan, de un modo extraño-. Vas a repetir cómo nos mentiste.

– Juan -dijo David-. Supongo que no vas a creerle. Ahora es que trata de engañarnos.

– He dicho la verdad -rugió Leonor; miraba alternativamente a los hermanos-. Ese día le ordené que me dejara sola y no quiso. Fui hasta el río y él detrás de mí. Ni siquiera podía bañarme tranquila. Se quedaba parado, mirándome torcido, como los animales. Entonces vine y les conté eso.

– Espera, Juan -dijo David-. ¿Dónde vas? Espera.

Juan había dado media vuelta y se dirigía hacía la puerta; cuando David trató de detenerlo, estalló. Como un endemoniado comenzó a proferir improperios: trató de puta a su hermana y a su hermano de canalla y de déspota, dio un violento empujón a David que quería cerrarle el paso, y abandonó la casa a saltos, dejando un reguero de injurias. Desde la ventana, Leonor y David lo vieron atravesar el descampado a toda carrera, vociferando como un loco, y lo vieron entrar a las cuadras y salir poco después montando a pelo el Colorado. El mañoso caballo de Leonor siguió dócilmente la dirección que le indicaban los inexpertos puños que tenían sus ríendas; caracoleando con elegancia, cambiando de paso y agitando las crines rubias de la cola como un abanico, llegó hasta el borde del camino que conducía, entre montañas, desfiladeros y extensos arenales, a la ciudad. Allí se rebeló. Se irguió de golpe en las patas traseras relinchando, giró como una bailarina y regresó al descampado, velozmente.

– Lo va a tirar -dijo Leonor.

– No -dijo David, a su lado-. Fíjate. Se sostiene.

Muchos indios habían salido a las puertas de las cuadras y contemplaban, asombrados, al hermano menor que se mantenía increíblemente seguro sobre el caballo y a la vez taconeaba con ferocidad sus ijares y le golpeaba la cabeza con uno de sus puños. Exasperado por los golpes, el Colorado iba de un lado a otro, encabritado, brincaba, emprendía vertiginosas y brevísimas carreras y se plantaba de golpe, pero el jinete parecía soldado a su lomo. Leonor y David lo veían aparecer y desaparecer, firme como el más avezado de los domadores, y estaban mudos, pasmados. De pronto, el Colorado se rindió: su esbelta cabeza colgando hacía el suelo, como avergonzado, se quedó quieto, respirando fatigosamente. En ese momento creyeron que regresaba; Juan dirigió el animal hacía la casa y se detuvo ante la puerta, pero no desmontó. Como si recordara algo, dio media vuelta y a trote corto marchó derechamente hacía esa construcción que llamaban La Mugre. Allí bajó de un brinco. La puerta estaba cerraba yJuan hizo volar el candado a puntapiés. Luego indicó a gritos a los indios que estaban adentro, que salieran, que había terminado el castigo para todos. Después volvió a la casa, caminando lentamente. En la puerta lo esperaba David. Juan parecía sereno; estaba empapado de sudor y sus ojos mostraban orgullo. David se aproximó a él y lo llevó al interior tomado del hombro.

– Vamos -le decía-. Tomaremos un trago mientras Leonor te cura las rodillas.

DÍA DOMINGO

Contuvo un instante la respiración, clavó las uñas en la palma de sus manos y dijo, muy rápido: "Estoy enamorado de ti". Vio que ella enrojecía bruscamente, como si alguien hubiera golpeado sus mejillas, que eran de una palidez resplandeciente y muy suaves. Aterrado, sintió que la confusión ascendía por él y petrificaba su lengua. Deseó salir corríendo, acabar: en la taciturna mañana de invierno había surgido ese desaliento íntimo que lo abatía siempre en los momentos decisivos. Unos minutos antes, entre la multitud animada y sonríente que circulaba por el Parque Central de Miraflores, Miguel se repetía aún: "Ahora. Al llegar a la avenida Pardo. Me atreveré. ¡Ah, Rubén, si supieras cómo te odio!". Y antes todavía, en la Iglesia, mientras buscaba a Flora con los ojos, la divisaba al pie de una columna y, abriéndose paso con los codos sin pedir permiso a las señoras que empujaba, conseguía acercársele y saludarla en voz baja, volvía a decirse, tercamente, como esa madrugada, tendido en su lecho, vigilando la aparición de la luz: "No hay más remedio. Tengo que hacerlo hoy día. En la mañana. Ya me las pagarás, Rubén". Y la noche anterior había llorado, por primera vez en muchos años, al saber que se preparaba esa innoble emboscada. La gente seguía en el Parque y la avenida Pardo se hallaba desierta; caminaban por la alameda, bajo los ficus de cabelleras altas y tupidas. "Tengo que apurarme, pensaba Miguel, si no, me fríego. “Miró de soslayo alrededor: no había nadie, podía intentarlo. Lentamente fue estirando su mano izquierda hasta tocar la de ella; el contacto le reveló que transpiraba. Imploró que ocurríera un milagro, que cesara aquella humillación. "Qué le digo, pensaba, qué le digo. “Ella acababa de retirar su mano y él se sentía desamparado y ridículo. Todas las frases radiantes, preparadas febrilmente la víspera, se habían disuelto como globos de espuma.

– Flora -balbuceó-, he esperado mucho tiempo este momento. Desde que te conozco sólo pienso en ti. Estoy enamorado por primera vez, créeme, nunca había conocido una muchacha como tú.

Otra vez una compacta mancha blanca en su cerebro, el vacío. Ya no podía aumentar la presión: la piel cedía como jebe y las uñas alcanzaban el hueso. Sin embargo, siguió hablando, dificultosamente, con grandes intervalos, venciendo el bochornoso tartamudeo, tratando de describir una pasíón irreflexiva y total, hasta descubrir, con alivio, que llegaban al primer óvalo de la avenida Pardo, y entonces calló. Entre el segundo y el tercer ficus, pasado el óvalo, vivía Flora. Se detuvieron, se miraron: Flora estaba aún encendida y la turbación había colmado sus ojos de un brillo húmedo. Desolado, Miguel se dijo que nunca le había parecido tan hermosa: una cinta azul recogía sus cabellos y el podía ver el nacimiento de su cuello, y sus orejas, dos signos de interrogación pequeñitos y perfectos.

– Mira, Miguel -dijo Flora; su voz era suave, llena de música, segura-. No puedo contestarte ahora. Pero mi mamá no quiere que ande con chicos hasta que termine el colegio.

– Todas las mamás dicen lo mismo, Flora -insistió Miguel-. ¿Cómo iba a saber ella? Nos veremos cuando tú digas, aunque sea sólo los domingos.