– Ya te contestaré, primero tengo que pensarlo -dijo Flora, bajando los ojos. Y después de unos segundos añadió-: Perdona, pero ahora tengo que irme, se hace tarde.
Miguel sintió una profunda lasítud, algo que se expandía por todo su cuerpo y lo ablandaba.
– ¿No estás enojada conmigo, Flora, no? -dijo humildemente.
– No seas sonso -replicó ella, con vivacidad-. No estoy enojada.
– Esperaré todo lo que quieras -dijo Miguel-. Pero nos seguiremos viendo, ¿no? ¿Iremos al cine esta tarde, no?
– Esta tarde no puedo -dijo ella, dulcemente-. Me ha invitado a su casa Martha.
Una correntada cálida, violenta, lo invadió y se sintió herido, atontado, ante esa respuesta que esperaba y que ahora le parecía una crueldad. Era cierto lo que el Melanés había murmurado, torvamente, a su oído, el sábado en la tarde. Martha los dejaría solos, era la táctica habitual. Después, Rubén relataría a los pajarracos cómo él y su hermana habían planeado las circunstancias, el sitio y la hora. Martha habría reclamado, en pago de sus servicios, el derecho de espiar detrás de la cortina. La cólera empapó sus manos de golpe.
– No seas así, Flora. Vamos a la matiné como quedamos. No te hablaré de esto. Te prometo.
– No puedo, de veras -dijo Flora-. Tengo que ir donde Martha. Vino ayer a mi casa para invitarme. Pero después iré con ella al Parque Salazar.
Ni siquiera vio en esas últimas palabras una esperanza. Un rato después contemplaba el lugar donde había desaparecido la frágil figurita celeste, bajo el arco majestuoso de los ficus de la avenida. Era posible competir con un simple adversario, no con Rubén. Recordó los nombres de las muchachas invitadas por Martha, una tarde de domingo. Ya no podía hacer nada, estaba derrotado. Una vez más surgió entonces esa imagen que lo salvaba siempre que sufría una frustración: desde un lejano fondo de nubes infladas de humo negro se aproximaba él, al frente de una compañía de cadetes de la Escuela Naval, a una tribuna levantada en el Parque; personajes vestidos de etiqueta, el sombrero de copa en la mano, y señoras de joyas relampagueantes lo aplaudían. Aglomerada en las veredas, una multitud en la que sobresalían los rostros de sus amigos y enemigos, lo observaba maravillada, murmurando su nombre. Vestido de paño azul, una amplia capa flotando a sus espaldas, Miguel desfilaba delante, mirando el horizonte. Levantada la espada, su cabeza describía media esfera en el aire: allí, en el corazón de la tribuna estaba Flora, sonríendo. En una esquina, haraposo, avergonzado, descubría a Rubén: se limitaba a echarle una brevísima ojeada despectiva. Seguía marchando, desaparecía entre vítores.
Como el vaho de un espejo que se frota, la imagen desapareció. Estaba en la puerta de su casa, odiaba a todo el mundo, se odiaba. Entró y subió directamente a su cuarto. Se echó de bruces en la cama; en la tibia oscuridad, entre sus pupilas y sus párpados, apareció el rostro de la muchacha -"Te
quiero, Flora", dijo él en voz alta-y luego Rubén, con su mandíbula insolente y su sonrisa hostil; estaban uno al lado del otro, se acercaban, los ojos de Rubén se torcían para mirarlo burlonamente mientras su boca avanzaba hacía Flora.
Saltó de la cama. El espejo del armario le mostró un rostro ojeroso, lívido. "No la veré decidió. No me hará esto, no permitiré que me haga esa perrada. "
La avenida Pardo continuaba solitaria. Acelerando el paso sin cesar, caminó hasta el cruce con la avenida Grau; allí vaciló. Sintió frío; había olvidado el saco en su cuarto y la sola camisa no bastaba para protegerlo del viento que venía del mar y se enredaba en el denso ramaje de los ficus con un suave murmullo. La temida imagen de Flora y Rubén juntos le dio valor, y siguió andando. Desde la puerta del bar vecino al cine Montecarlo, los vio en la mesa de costumbre, dueños del ángulo que formaban las paredes del fondo y de la izquierda. Francisco, el Melanés, Tobías, el Escolar lo descubrían y, después de un instante de sorpresa, se volvían hacía Rubén, los rostros maliciosos, excitados. Recuperó el aplomo de inmediato: frente a los hombres sí sabía comportarse.
– Hola -les dijo, acercándose-. ¿Qué hay de nuevo?
– Siéntate -le alcanzó una silla el Escolar-. ¿Qué milagro te ha traído por aquí?
– Hace siglos que no venías -dijo Francisco.
– Me provocó verlos -dijo Miguel, cordialmente-. Ya sabía que estaban aquí. ¿De qué se asombran? ¿O ya no soy un pajarraco?
Tomó asíento entre el Melanés y Tobías. Rubén estaba al frente.
¡Cuncho! -gritó el Escolar-. Trae otro vaso. Que no esté muy mugríento.
Cuncho trajo el vaso y el Escolar lo llenó de cerveza. Miguel dijo "por los pajarracos”y bebió.
– Por poco te tomas el vaso también -dijo Francisco-. ¡Qué ímpetus!
– Apuesto a que fuiste a misa de una -dijo el Melanés, un párpado plegado por la satisfacción, como siempre que iniciaba algún enredo-. ¿O no?
– Fui -dijo Miguel, imperturbable-. Pero sólo para ver a una hembrita. Nada más.
Miró a Rubén con ojos desafiantes, pero él no se dio por aludido; jugueteaba con los dedos sobre la mesa y, bajito, la punta de la lengua entre los dientes, silbaba La niña Popof, de Pérez Prado.
¡Buena! -aplaudió el Melanés-. Buena, don Juan. Cuéntanos, ¿a qué hembrita?
– Eso es un secreto.
– Entre los pajarracos no hay secretos -recordó Tobías-. ¿Ya te has olvidado? Anda, ¿quién era?
– Qué te importa -dijo Miguel.
– Muchísimo -dijo Tobías-. Tengo que saber con quien andas para saber quién eres.
– Toma mientras -dijo el Melanés a Miguel-. Una a cero.
– ¿A que adivino quién es? -dijo Francisco-. ¿Ustedes no?
– Yo ya sé -dijo Tobías.
– Y yo -dijo el Melanés. Se volvió a Rubén con ojos y voz muy inocentes-. Y tú, cuñado, ¿adivinas quién es?
– No -dijo Rubén, con frialdad-. Y tampoco me importa.
– Tengo llamitas en el estómago -dijo el Escolar-. ¿Nadie va a pedir una cerveza?
El Melanés se pasó un patético dedo por la garganta:
– I halJen't money, darling -dijo.
– Pago una botella -anunció Tobías, con ademán solemne-. A ver quién me sigue, hay que apagarle las llamitas a este baboso.
– Cuncho, bájate media docena de Cristales -dijo Miguel.
Hubo gritos de júbilo, exclamaciones.
– Eres un verdadero pajarraco -afirmó Francisco.
– Sucio, pulguiento -agregó el Melanés-, sí, señor, un pajarraco de la pitri-mitri.
Cuncho trajo las cervezas. Bebieron. Escucharon al Melanés referir historias sexuales, crudas, extravagantes y afiebradas y se entabló entre Tobías y Francisco una recia polémica sobre fútbol. El Escolar contó una anécdota. Venía de Lima a Miraflores en un colectivo; los demás pasajeros bajaron en la avenida Arequipa. A la altura de Javier Prado subió el cachalote Tomasso, ese albino de dos metros que sigue en Primaria, vive por la Quebrada ¿ya captan?; simulando gran interés por el automóvil comenzó a hacer preguntas al chofer, inclinado hacía el asíento de adelante, mientras rasgaba con una navaja, suavemente, el tapiz del espaldar.
– Lo hacía porque yo estaba ahí -afirmó el Escolar-. Quería lucirse.
– Es un retrasado mental -dijo Francisco-. Esas cosas se hacen a los diez años. A su edad, no tiene gracia.
– Tiene gracia lo que pasó después -rió el Escolar-. Oiga chofer, ¿no ve que este cachalote está destrozando su carro?
– ¿Qué? -dijo el chofer, frenando en seco. Las orejas encarnadas, los ojos espantados, el cachalote Tomasso forcejeaba con la puerta.
– Con su navaja -dijo el Escolar-. Fíjese cómo le ha dejado el asíento.
El cachalote logró salir por fin. Echó a correr por la avenida Arequipa; el chofer iba tras él, gritando: agarren a ese desgraciado.