– ¿Lo agarró? -preguntó el Melanés.
– No sé. Yo desaparecí. Y me robé la llave del motor, de recuerdo. Aquí la tengo.
Sacó de su bolsillo una pequeña llave plateada y la arrojó sobre la mesa. Las botellas estaban vacías. Rubén miró su reloj y se puso de pie.
– Me voy -dijo-. Ya nos vemos.
– No te vayas -dijo Miguel-. Estoy rico hoy día. Los invito a almorzar a todos.
Un remolino de palmadas cayó sobre él, los pajarracos le agradecieron con estruendo, lo alabaron.
– No puedo -dijo Rubén-. Tengo que hacer.
– Anda vete nomás, buen mozo -dijo Tobías-. Y salúdame a Marthita.
– Pensaremos mucho en ti, cuñado -dijo el Melanés.
– No -exclamó Miguel-. Invito a todos o a ninguno. Si se va Rubén, nada.
– Ya has oído, pajarraco Rubén -dijo Francisco-, tienes que quedarte.
– Tienes que quedarte -dijo el Melanés-, no hay tutias.
– Me voy -dijo Rubén.
– Lo que pasa es que estás borracho -dijo Miguel-. Te vas porque tienes miedo de quedar en ridículo delante de nosotros, eso es lo que pasa.
– ¿Cuántas veces te he llevado a tu casa boqueando? -dijo Rubén-. ¿Cuántas te he ayudado a subir la reja para que no te pesque tu papá? Resisto diez veces más que tú.
– Resistias -dijo Miguel-. Ahora está difícil. ¿Quieres ver?
– Con mucho gusto -dijo Rubén-. ¿Nos vemos a la noche, aquí mismo?
– No. En este momento.
– Miguel se volvió hacía los demás, abríendo los brazos-Pajarracos, estoy haciendo un desafío.
Dichoso, comprobó que la antigua fórmula conservaba intacto su poder. En medio de la ruidosa alegría que había provocado, vio a Rubén sentarse, pálido.
¡Cuncho! -gritó Tobías-. El menú. Y dos piscinas de cerveza. Un pajarraco acaba de lanzar un desafío.
Pidieron bistecs a la chorrillana y una docena de cervezas. Tobías dispuso tres botellas para cada uno de los competidores y las demás para el resto. Comieron hablando apenas. Miguel bebía después de cada bocado y procuraba mostrar animación, pero el temor de no resistir lo suficiente crecía a medida que la cerveza depositaba en su garganta un sabor ácido. Cuando acabaron las seis botellas, hacía rato que Cuncho había retirado los platos.
– Ordena tú -dijo Miguel a Rubén.
– Otras tres por cabeza.
Después del primer vaso de la nueva tanda, Miguel sintió que los oídos le zumbaban; su cabeza era una lentisima ruleta, todo se movía.
– Me hago pis -dijo-. Voy al baño.
Los pajarracos ríeron.
– ¿Te rindes? -preguntó Rubén.
– Voy a hacer pis -gritó Miguel-. Si quieres, que traigan más.
En el baño, vomitó. Luego se lavó la cara, detenidamente, procurando borrar toda señal reveladora. Su reloj marcaba las cuatro y media. Pese al denso malestar, se sintió feliz. Rubén ya no podía hacer nada. Regresó donde ellos.
– Salud -dijo Rubén, levantando el vaso.
"Está furioso, pensó Miguel. Pero ya lo fregué."
– Huele a cadáver -dijo el Melanés-. Alguien se nos muere por aquí.
– Estoy nuevecito -aseguró Miguel, tratando de dominar el asco y el mareo.
– Salud -repetía Rubén.
Cuando hubieron terminado la última cerveza, su estómago parecía de plomo, las voces de los otros llegaban a sus oídos como una confusa mezcla de ruidos. Una mano apareció de pronto bajo sus ojos, era blanca y de largos dedos, lo cogía del mentón, lo obligaba a alzar la cabeza, la cara de Rubén había crecido. Estaba chistoso, tan despeinado y colérico.
– ¿Te rindes, mocoso? Miguel se incorporó de golpe y empujó a Rubén, pero antes que el simulacro prosperara, intervino el Escolar.
– Los pajarracos no pelean nunca -dijo, obligándolos a sentarse-. Los dos están borrachos. Se acabó. Votación.
El Melanés, Francisco y Tobías accedieron a otorgar el empate, de mala gana.
– Yo ya había ganado -dijo Rubén-. Este no puede ni hablar. Mirenlo.
Efectivamente, los ojos de Miguel estaban vidriosos, tenia la boca abierta y de su lengua chorreaba un hilo de saliva.
– Cállate -dijo el Escolar-. Tú no eres un campeón que digamos, tomando cerveza.
– No eres un campeón tomando cerveza -subrayó el Melanés-. Sólo eres un campeón de natación, el trome de las piscinas.
– Mejor tú no hables -dijo Rubén-; ¿no ves que la envidia te corroe?
– Viva la Esther Williams de Miraflores -dijo el Melanés.
– Tremendo vejete y ni siquiera sabes nadar -dijo Rubén-. ¿No quieres que te dé una clases?
– Ya sabemos, maravilla -dijo el Escolar-. Has ganado un campeonato de natación. Y todas las chicas se mueren por ti. Eres un campeoncito.
– Este no es campeón de nada -dijo Miguel, con dificultad-. Es pura pose.
– Te estás muríendo -dijo Rubén-. ¿Te llevo a tu casa, niñita?
– No estoy borracho -aseguró Miguel-. Y tú eres pura pose.
– Estás picado porque le voy a caer a Flora -dijo Rubén-. Te mueres de celos. ¿Crees que no capto las cosas?
– Pura pose -dijo Miguel-. Ganaste porque tu padre es Presidente de la Federación, todo el mundo sabe que hizo trampa, descalificó al Conejo Villarán, sólo por eso ganaste.
– Por lo menos nado mejor que tú -dijo Rubén-, que ni siquiera sabes correr olas.
– Tú no nadas mejor que nadie -dijo Miguel-. Cualquiera te deja botado.
– Cualquiera -dijo el Melanés-. Hasta Miguel, que es una madre.
– Permitanme que me sonría -dijo Rubén.
– Te permitimos -dijo Tobías-. No faltaba más.
– Se me sobran porque estamos en invierno -dijo Rubén-. Si no, los desafiaba a ir a la playa, a ver si en el agua son tan sobrados.
– Ganaste el campeonato por tu padre -dijo Miguel-. Eres pura pose. Cuando quieras nadar conmigo, me avisas nomás, con toda confianza. En la playa, en el Terrazas, donde quieras.
– En la playa -dijo Rubén-. Ahora mismo.
– Eres pura pose -dijo Miguel.
El rostro de Rubén se iluminó de pronto y sus ojos, además de rencorosos, se volvieron arrogantes.
– Te apuesto a ver quién llega primero a la reventazón -dijo.
– Pura pose -dijo Miguel.
– Si ganas -dijo Rubén-, te prometo que no le caigo a Flora. Y si yo gano tú te vas con la música a otra parte.
– ¿Qué te has creído? -balbuceó Miguel-. Maldita sea, ¿qué es lo que te has creído?
– Pajarracos -dijo Rubén, abríendo los brazos-, estoy haciendo un desafío.
– Miguel no está en forma ahora -dijo el Escolar-. ¿Por qué no se juegan a Flora a cara o sello?
– Y tú por qué te metes -dijo Miguel-. Acepto. Vamos a la playa.
– Están locos -dijo Francisco-. Yo no bajo a la playa con este frío. Hagan otra apuesta.
– Ha aceptado -dijo Rubén-. Vamos.
– Cuando un pajarraco hace un desafío, todos se meten la lengua al bolsillo -dijo Melanés-. Vamos a la playa. Y si no se atreven a entrar al agua, los tiramos nosotros.
– Los dos están borrachos -insistió el Escolar-. El desafío no vale.
– Cállate, Escolar -rugió Miguel-. Ya estoy grande, no necesito que me cuides.
– Bueno -dijo el Escolar, encogiendo los hombros-. Friégate, nomás.
Salieron. Afuera los esperaba una atmósfera quieta, gris. Miguel respiró hondo; se sintió mejor. Caminaban adelante Francisco, el Melanés y Rubén. Atrás, Miguel y el Escolar. En la avenida Grau había algunos transeúntes; la mayoría, sirvientas de trajes chillones en su día de salida. Hombres cenicientos, de gruesos cabellos lacios, merodeaban a su alrededor y las miraban con codicia; ellas reían mostrando sus dientes de oro. Los pajarracos no les prestaban atención. Avanzaban a grandes trancos y la excitación los iba ganando, poco a poco.
– ¿Ya se te pasó? -dijo el Escolar.
– Si -respondió Miguel-. El aire me ha hecho bien.
En la esquina de la avenida Pardo, doblaron. Marchaban desplegados como una escuadra, en una misma línea, bajo los ficus de la alameda, sobre las losetas hinchadas a trechos por las enormes raíces de los árboles que irrumpían a veces en la superficie como garfios. Al bajar por la Diagonal, cruzaron a dos muchachas. Rubén se inclinó, ceremonioso.