– Oye -dijo Rubén.
– Si.
– No les digas nada. Por favor, no les digas que he gritado. Hemos sido siempre muy amigos, Miguel. No me hagas eso.
– ¿Crees que soy un desgraciado? -dijo Miguel-. No diré nada, no te preocupes.
Salieron tiritando. Se sentaron en la escalerilla, entre el alboroto de los pajarracos.
– Ya nos íbamos a dar el pésame a las familias -decía Tobías.
– Hace más de una hora que están adentro -dijo el Escolar-. Cuenten, ¿cómo ha sido la cosa?
Hablando con calma, mientras se secaba el cuerpo con la camiseta, Rubén explicó:
– Nada. Llegamos a la revenuzón y volvimos. Así somos los pajarracos. Miguel me ganó. Apenas por una puesta de mano. Claro que si hubiera sido en una piscina, habría quedado en ridículo.
Sobre la espalda de Miguel, que se había vestido sin secarse, llovieron las palmadas de felicitación.
– Te estás haciendo un hombre -le decía el Melanés.
Miguel no respondió. Sonríendo, pensaba que esa misma noche iría al Parque Salazar; todo Miraflores sabría ya, por boca del Melanés, que había vencido esa prueba heroica y Flora lo estaria esperando con los ojos brillantes. Se abría, frente a él, un porvenir dorado.
UN VISITANTE
Los arenales lamen la fachada del tambo y allí acaban: desde el hueco que sirve de puerta o por entre los carrizos, la mirada resbala sobre una superficie blanca y lánguida hasta encontrar el cielo. Detrás del tambo, la tierra es dura y áspera, y a menos de un kilómetro comienzan los cerros bruñidos, cada uno más alto que el anterior y estrechamante unidos; las cumbres se incrustan en las
nubes como agujas o hachas. A la izquierda, angosto, sinuoso, estirándose al borde de la arena y creciendo sin tregua hasta desaparecer entre dos lomas, ya muy lejos del tambo, está el bosque; matorrales, plantas salvajes y una hierba seca y rampante que lo oculta todo, el terreno quebrado, las culebras, las minúsculas ciénagas. Pero el bosque es sólo un anuncio de la selva, un simulacro: acaba al final de una hondonada, al pie de una maciza montaña, tras la cual se extiende la selva verdadera. Y doña Merceditas lo sabe; una vez, hace años, trepó al vértice de esa montaña y contempló desde allí, con ojos asombrados, a través de los manchones de nubes que flotaban a sus pies, la plataforma verde, desplegada a lo ancho y a lo largo, sin un claro.
Ahora, doña Merceditas dormita echada sobre dos costales. La cabra, un poco más allá, escarba la arena con el hocico, mastica empeñosamente una raja de madera o bala al aire tibio de la tarde. De pronto, endereza las orejas y queda tensa. La mujer entreabre los ojos
– ¿Qué pasa, Cuera?
El animal tira de la cuerda que la une a la estaca. La mujer se pone de pie, trabajosamente. A unos cincuenta metros, el hombre se recorta nítido contra el horizonte, su sombra lo precede en la arena. La mujer se lleva una mano a la frente como visera. Mira rápidamente en torno; luego, queda inmóvil. El hombre está muy cerca; es alto, escuálido, muy moreno; tiene el cabello crespo y los ojos burlones. Su camisa descolorida flamea sobre el pantalón de bayeta, arremangado hasta las rodillas. Sus piernas parecen dos tarugos negros.
– Buenas tardes, señora Merceditas.
– Su voz es melodiosa y sarcástica. La mujer ha palidecido.
– ¿Qué quieres? -murmura.
– ¿Me reconoce, no es verdad? Vaya, me alegro. Si usted es tan amable, quisiera comer algo. Y beber. Tengo mucha sed.
– Ahí adentro hay cerveza y fruta.
– Gracias, señora Merceditas. Es usted muy bondadosa. Como siempre. ¿Podría acompañarme?
– ¿Para qué? -La mujer lo mira con recelo; es gorda y entrada en años, pero de piel tersa; va descalza-. Ya conoces el tambo.
Oh! -dice el hombre, en tono cordial-. No me gusta comer solo. Da tristeza.
La mujer vacila un momento. Luego camina hacía el tambo, arrastrando los pies dentro de la arena. Entra. Destapa una botella de cerveza.
– Gracias, muchas gracias, señora Merceditas. Pero prefiero leche. Ya que ha abierto esa botella, ¿por qué no se la toma?
– No tengo ganas.
– Vamos, señora Merceditas, no sea usted así. Tómesela a mi salud.
– No quiero.
La expresión del hombre se agria.
– ¿Está sorda? Le he dicho que se tome esa botella. ¡Salud!
La mujer levanta la botella con las manos y bebe, lentamente, a pequeños sorbos. En el mostrador sucio y agujereado, brilla una jarra de leche. El hombre espanta de un manotazo a las moscas que revolotean alrededor, alza la jarra y bebe un largo trago. Sus labios quedan cubiertos por un bozal de nata que la lengua, segundos después, borra ruidosamente.
– ¡Ah! -dice, relamiéndose-. Qué buena estaba la leche, señora Merceditas. Fijo que es de cabra, ¿no? Me ha gustado mucho. ¿Ya terminó la botella? ¿Por qué no se abre otra? ¡Salud!
La mujer obedece sin protestar; el hombre devora dos plátanos y una naranja.
– Oiga, señora Merceditas, no sea usted un viva. La cerveza se le está derramando por el cuello. Le va a mojar su vestido. No desperdicie así las cosas. Abra otra botella y tómesela en honor de Numa. ¡Salud!
El hombre continúa repitiendo "salud”hasta que en el mostrador hay cuatro botellas vacías. La mujer tiene los ojos vidriosos; eructa, escupe, se sienta sobre un costal de fruta.
¡Dios mío! -dice el hombre-. ¡Qué mujer! Es usted una borrachita, señora Merceditas. Perdone que se lo diga.
– Esto que haces con una pobre vieja te va a pesar, Jamaiquino. Ya lo verás.
– Tiene la lengua algo trabada.
– ¿De veras? -dice el hombre, aburridamente-. A propósito, ¿a qué hora vendrá Numa?
– ¿Numa?
¡Oh, es usted terrible, señora Merceditas, cuando no quiere entender las cosas! ¿A qué hora vendrá?
– Eres un negro sucio, Jamaiquino. Numa te va a matar.
¡No diga esas palabras, señora Merceditas! -Bosteza-. Bueno, creo que tenemos todavía para un rato. Seguramente hasta la noche. Vamos a echar un sueñecito, ¿le parece bien?
Se levanta y sale. Va hacía la cabra. El animal lo mira con desconfianza. La desata. Regresa al tambo haciendo girar la cuerda como una hélice y silbando: la mujer no está. En el acto, desaparece la perezosa, lasciva calma de sus gestos. Recorre a grandes saltos el local, maldiciendo. Luego, avanza hacía el bosquecillo seguido por la cabra. Esta descubre a la mujer tras de un arbusto, comienza a lamerla. El Jamaiquino ríe viendo las miradas rencorosas que lanza la mujer a la cabra. Hace un simple ademán y doña Merceditas se dirige al tambo.
– De veras que es usted una mujer terrible, si señor. ¡Qué ocurrencias tiene!
Le ata los pies y las manos. Luego la carga fácilmente y la deposita sobre el mostrador. Se la queda mirando con malicia y, de pronto, comienza a hacerle cosquillas en las plantas de los pies, que son rugosas y anchas. La mujer se retuerce con las carcajadas; su rostro revela desesperación. El mostrador es estrecho y, con los estremecimientos, doña Merceditas se aproxima al canto: por fin rueda pesadamente al suelo.
¡Qué mujer tan terrible, si señor! -repite-. Se hace la desmayada y me está espiando con un ojo. ¡Usted no tiene cura, señora Merceditas!
La cabra, la cabeza metida en la habitación, observa a la mujer, fijamente.
El relincho de los caballos sobreviene al final de la tarde; ya oscurece. La señora Merceditas levanta la cara y escucha, los ojos muy abiertos.
– Son ellos -dice el Jamaiquino. Se para de un salto. Los caballos siguen relinchando y piafando. Desde la puerta del tambo, el hombre grita, colérico:-¿Se ha vuelto loco, Teniente? ¿Se ha vuelto loco?