En un recodo del cerro, de unas rocas, surge el Teniente; es pequeño y rechoncho: lleva botas de montar, su rostro suda. Mira cautelosamente.
– ¿Está usted loco? -repite el Jamaiquino-. ¿Qué le pasa?
– No me levantes la voz, negro -dice el Teniente-. Acabamos de llegar. ¿Qué ocurre?
– ¿Cómo qué ocurre? Mande a su gente que se lleve lejos los caballos. ¿No sabe usted su oficio?
El Teniente enrojece.
– Todavía no estás libre, negro -dice-. Más respeto.
– Esconda los caballos y córteles la lengua si quiere. Pero que no se los sienta. Y espere ahí. Yo le daré la señal.
– El Jamaiquino despliega la boca y la sonrisa que se dibuja en su rostro es insolente-. ¿No ve que ahora tiene que obedecerme?
El Teniente duda unos segundos.
– Pobre de ti si no viene -dice. Y, volviendo la cabeza, ordena-: Sargento Lituma, esconda los caballos.
– A la orden, mi Teniente -dice alguien detrás del cerro. Se oye ruido de cascos. Luego, el silencio.
– Así me gusta -dice El Jamaiquino-. Hay que ser obediente. Muy bien, general. Bravo, comandante. Lo felicito, capitán. No se mueva de ese sitio. Le daré el aviso.
El Teniente le muestra el puño y desaparece entre las rocas. El Jamaiquino entra al tambo. Los ojos de la mujer están llenos de odio.
– Traidor -murmura-. Has venido con la policía. ¡Maldito!
¡Qué educación, Dios mío, qué educación la suya, señora Meceditas! No he venido con la policía. He venido solo. Me he encontrado con el Teniente aquí. A usted le consta.
– Numa no vendrá -dice la mujer-. Y los policías te llevarán de nuevo a la cárcel. Y cuando salgas, Numa te matará.
– Tiene usted malos sentimientos, señora Merceditas, no hay duda. ¡Las cosas que me pronostica!
– Traidor -repite la mujer; ha conseguido sentarse y se mantiene muy tiesa-. ¿Crees que Numa es tonto?
– ¿Tonto? Nada de eso. Es una cacatúa de vivo. Pero no se desespere, señora Merceditas. Seguro que vendrá.
– No vendrá. Él no es como tú. Tiene amigos. Le avisarán que aquí está la policía.
– ¿Cree usted? Yo no creo, no tendrán tiempo. La policía ha venido por otro lado, por detrás de los cerros. Yo he cruzado el arenal solo. En todos los pueblos preguntaba: "¿La señora Merceditas sigue en el tambo? Acaban de soltarme y voy a torcerle el pescuezo". Más de veinte personas deben haber corrido a contárselo a Numa. ¿Cree usted siempre que no vendrá? ¡Dios mío, qué cara ha puesto, señora Merceditas!
– Si le pasa algo a Numa -balbucea la mujer, roncamente-lo vas a lamentar toda tu vida, Jamaiquino.
Este encoge los hombros. Enciende un cigarrillo y principia a silbar. Después va hasta el mostrador, coge la lámpara de aceite y la prende. La cuelga en uno de los carrizos de la puerta.
– Se está haciendo de noche -dice-. Venga usted por acá, señora Merceditas. Quiero que Numa la vea sentada en la puerta, esperándolo. ¡Ah, es cierto! No puede usted moverse. Perdóneme, soy muy olvidadizo.
Se inclina y la levanta en brazos. La deja en la arena, delante del tambo. La luz de la lámpara cae sobre la mujer y suaviza la piel de su rostro: parece más joven.
– ¿Por qué haces esto, Jamaiquino? -La voz de doña Merceditas es, ahora, débil.
– ¿Por qué? -dice el Jamaiquino-. Usted no ha estado en la cárcel, ¿no es verdad, señora Merceditas? Pasan los días y uno no tiene nada que hacer. Se aburre uno mucho allí, le aseguro. Y se pasa mucha hambre. Oiga, me estaba olvidando de un detalle. No puede estar con la boca abierta, no se vaya a poner a dar gritos cuando venga Numa. Además podría tragarse una mosca.
Se ríe. Registra la habitación y encuentra un trapo. Con el venda media cara a doña Merceditas. La examina un buen rato, divertido.
– Permitame que le diga que tiene un aspecto muy cómico así, señora Merceditas. No sé qué parece.
En la oscuridad del fondo del tambo, el Jamaiquino se yergue como una serpiente: elásticamente y sin bulla. Permanece inclinado sobre si mismo, las manos apoyadas en el mostrador. Dos metros adelante, en el cono de luz, la mujer está rígida, la cara avanzada, como olfateando el aire: también ha oído. Ha sido un ruido leve pero muy claro, proveniente de la izquierda, que se destacó sobre el
canto de los grillos. Brota otra vez, más largo: las ramas del bosquecillo crujen y se quiebran, algo se acerca al umbo. "No está solo, susurra el Jamaiquino. Mi chica. “Mete la mano en el bolsillo, saca el silbato y se lo pone entre los labios. Aguarda, sin moverse. La mujer se agita y el Jamaiquino maldice entre dientes. La ve retorcerse en el sitio y mover la cabeza como un péndulo, tratando de librarse de la venda. El ruido ha cesado: ¿está ya en la arena, que apaga las pisadas? La mujer tiene la cara vuelta hacía la izquierda y sus ojos, como los de una iguana aplastada, sobresalen de las órbitas. "Los ha visto", murmura el Jamaiquino. Coloca la punta de la lengua en el silbato: el metal es cortante. Doña Merceditas continúa moviendo la cabeza y gruñe con angustia. La cabra da un balido y el Jamaiquino se agazapa. Unos segundos después ve una sombra que desciende sobre la mujer y un brazo desnudo que se estira hacía la venda. Sopla con todas sus fuerzas a la vez que se arroja de un salto contra el recién llegado. El silbato puebla la noche como un incendio y se pierde entre las injurias que estallan a derecha e izquierda, seguidas de pasos precipitados. Los dos hombres han caído sobre la mujer. El Teniente es rápido: cuando el Jamaiquino se incorpora, una de sus manos aferra a Numa por los pelos y la otra sostiene el revólver junto a su sien. Cuatro guardias con fusiles los rodean.
¡Corran! -grita el Jamaiquino a los guardias-. Los otros están en el bosque. ¡Rápido! Se van a escapar. ¡Rápido!
¡Quietos! -dice el Teniente. No le quita los ojos de encima a Numa. Éste, con el rabillo del ojo, trata de localizar el revólver. Parece sereno; sus manos cuelgan a los lados.
– Sargento Lituma, amárrelo.
Lituma deja el fusil en el suelo y desenrolla la soga que tiene en la cintura. Ata a Numa de los pies y luego lo esposa. La cabra se ha aproximado, y después de oler las piernas de Numa, comienza a lamerlas, suavemente.
– Los caballos, sargento Lituma.
El Teniente mete el revólver en la cartuchera y se inclina hacía la mujer. Le quita la venda y las amarras. Doña Merceditas se pone de pie, aparta a la cabra de un golpe en el lomo y se acerca a Numa. Le pasa la mano por la frente, sin decir nada.
– ¿Qué te ha hecho? -dice Numa.
– Nada -dice la mujer-. ¿Quieres fumar?
– Teniente -insiste el Jamaiquino-. ¿Se da usted cuenta que ahí nomás, en el bosque, están los otros? ¿No los ha oído? Deben ser tres o cuatro, por lo menos. ¿Qué espera para mandar a buscarlos?
– Silencio, negro -dice el Teniente, sin mirarlo. Prende un fósforo y enciende el cigarrillo que la mujer ha puesto en la boca de Numa. Éste comienza a chupar largas pitadas; tiene el cigarrillo entre los dientes y arroja el humo por la nariz-. He venido a buscar a éste. A nadie más.
– Bueno -dice el Jamaiquino-. Peor para usted si no sabe su oficio. Yo ya cumplí. Estoy libre.
– Si -dice el Teniente-. Estás libre.
– Los caballos, mi Teniente -dice Lituma. Sujeta las riendas de cinco animales.
– Súbalo a su caballo, Lituma -dice el Teniente-. Irá con usted.
El sargento y otro guardia cargan a Numa y, después de desatarle los pies, lo sientan en el caballo. Lituma monta tras él. El Teniente se aproxima a los caballos y coge las riendas del suyo.
– Oiga, Teniente, ¿con quién voy yo?
– ¿Tú? -dice el Teniente, con un pie en el estribo-. ¿Tú?
– Si -dice el Jamaiquino-. ¿Quién si no yo?
– Estás libre -dice el Teniente-. No tienes que venir con nosotros. Puedes ir donde quieras.
Lituma y los otros guardias, desde los caballos, ríen.