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– Siéntese, Montes -dijo el profesor Zambrano-. Es usted un asno.

– Nadie lo duda -afirmó Javier, a mi costado-. Es un asno.

¿Habría llegado la consigna a todos los años? No quería martirizar de nuevo mi cerebro con suposiciones pesimistas, pero a cada momento veía a Lu, a pocos metros de mi carpeta, y sentía desasosiego y duda, porque sabía que en el fondo iba a decidirse, no el horario de exámenes, ni siquiera una cuestión de honor, sino una venganza personal. ¿Cómo descuidar esta ocasíón feliz para atacar al enemigo que había bajado la guardia?

– Toma -dijo a mi lado, alguien-. Es de Lu.

"Accpto tomar el mando, contigo y Raygada". Lu había firmado dos veces. Entre sus nombres, como un pequeño borrón, aparecía con la tinta brillante aún, un signo que todos respetábamos: la letra C, en mayúscula, encerrada en un círculo negro. Lo miré: su frente y su boca eran estrechas; tenía los ojos rasgados, la piel hundida en las mejillas y la mandíbula pronunciada y firme. Me observaba seriamente; acaso pensaba que la situación le exigía ser cordial.

En el mismo papel respondí: "Con Javier". Leyó sin inmutarse y movió la cabeza afirmativamente.

– Javier -dije.

– Ya sé -respondió-. Está bien. Le haremos pasar un mal rato.

¿Al director o a Lu? Iba a preguntárselo, pero me distrajo el silbato que anunciaba la salida. Simultáneamente se elevó el griterío sobre nuestras cabezas, mezclado con el ruido de las carpetas removidas. Alguien -¿Córdoba, quizá?

– silbaba con fuerza, como queríendo destacar.

– ¿Ya saben? -dijo Raygada, en la fila-. Al Malecón.

¡Qué vivo! -exclamó uno-. Está enterado hasta Ferrufino.

Salíamos por la puerta de atrás, un cuarto de hora después que la Primaria. Otros lo habían hecho ya, y la mayoría de alumnos se había detenido en la calzada, formando pequeños grupos. Discutían, bromeaban, se empujaban.

– Que nadie se quede por aquí -dije.

¡Conmigo los coyotes! -gritó Lu, orgulloso.

Veinte muchachos lo rodearon.

– Al Malecón -ordenó-, todos al Malecón.

Tomados de los brazos, en una línea que unía las dos aceras, cerramos la marcha los de quinto, obligando a apresurarse a los menos entusiastas a codazos.

Una brisa tibia, que no lograba agitar los secos algarrobos ni nuestros cabellos, llevaba de un lado a otro la arena que cubría a pedazos el suelo calcinado del Malecón. Habían respondido. Ante nosotros -Lu, Javier, Raygada y yo-, que dábamos la espalda a la baranda y a los interminables arenales que comenzaban en la orilla contraria del cauce, una muchedumbre compacta, extendida a lo largo de toda la cuadra, se mantenía serena, aunque a veces, aisladamente, se escuchaban gritos estridentes.

– ¿Quién habla? -preguntó Javier.

– Yo -propuso Lu, listo para saltar a la baranda.

– No-dije-. Habla tú, Javier.

Lu se contuvo y me miró, pero no estaba enojado.

– Bueno -dijo; y agregó, encogiendo los hombros-: ¡Total!

Javier trepó. Con una de sus manos se apoyaba en un árbol encorvado y reseco y con la otra se sostenía de mi cuello. Entre sus piernas, agitadas por un leve temblor que desaparecía a medida que el tono de su voz se hacía convincente y enérgico, veía yo el seco y ardiente cauce del río y pensaba en Lu y en los coyotes. Había sido suficiente apenas un segundo para que pasara a primer lugar; ahora tenía el mando y lo admiraban, a él, ratita amarillenta que no hacía seis meses imploraba mi permiso para entrar en la banda. Un descuido infinitamente pequeño, y luego la sangre, corríendo en abundancia por mi rostro y mi cuello, y mis brazos y piernas inmovilizadas bajo la claridad lunar, incapaces ya de responder a sus puños.

– Te he ganado -dijo, resollando-. Ahora soy el jefe. Así acordamos.

Ninguna de las sombras estiradas en círculo en la blanda arena, se había movido. Sólo los sapos y los grillos respondían a Lu, que me insultaba. Tendido todavía sobre el cálido suelo, atiné a gritar:

– Me retiro de la banda. Formaré otra, mucho mejor.

Pero yo y Lu y los coyotes que continuaban agazapados en la sombra, sabíamos que no era verdad.

– Me retiro yo también -dijo Javier.

Me ayudaba a levantarme. Regresamos a la ciudad, y mientras caminábamos por las calles vacías, yo iba limpiándome con el pañuelo de Javier la sangre y las lágrimas.

– Habla tú ahora -dijo Javier. Había bajado y algunos lo aplaudían.

– Bueno -repuse y subí a la baranda.

Ni las paredes del fondo, ni los cuerpos de mis compañeros hacían sombra. Tenía las manos húmedas y creí que eran los nervios, pero era el calor. El sol estaba en el centro del cielo; nos sofocaba. Los ojos de mis compañeros no llegaban a los míos: miraban el suelo y mis rodillas. Guardaban silencio. El sol me protegía.

– Pediremos al director que ponga el horario de exámenes, lo mismo que otros años. Raygada, Javier, Lu y yo formamos la Comisión. La Media está de acuerdo, ¿no es verdad?

La mayoría asíntió, moviendo la cabeza. Unos cuantos gritaron: "Sí", "Sí".

– Lo haremos ahora mismo -dije-. Ustedes nos esperarán en la Plaza Merino.

Echamos a andar. La puerta principal del colegio estaba cerrada. Tocamos con fuerza; escuchábamos a nuestra espalda un murmullo creciente. Abrió el inspector Gallardo.

– ¿Están locos? -dijo-. No hagan eso.

– No se meta -lo interrumpió Lu-. ¿Cree que el serrano nos da miedo?

– Pasen -dijo Gallardo-. Ya verán.

3

Sus ojillos nos observaban minuciosamente. Quería aparentar sorna y despreocupación, pero no ignorábamos que su sonrisa era forzada y que en el fondo de ese cuerpo rechoncho había temor y odio. Fruncía y despejaba el ceño, el sudor brotaba a chorros de sus pequeñas manos moradas. Estaba trémulo:

– ¿Saben ustedes cómo se llama esto? Se llama rebelión, insurrección. ¿Creen ustedes que voy a someterme a los caprichos de unos ociosos? Las insolencias las aplasto…

Bajaba y subía la voz. Lo veía esforzarse por no gritar. "¿Por qué no revientas de una vez?, pensé. ¡Cobarde!".

Se había parado. Una mancha gris flotaba en torno de sus manos, apoyadas sobre el vidrio del escritorio. De pronto su voz ascendió, se volvió áspera:

¡Fuera! Quien vuelva a mencionar los exámenes será castigado.

Antes queJavier o yo pudiéramos hacerle una señal, apareció entonces el verdadero Lu, el de los asaltos nocturnos a las rancherías de la Tablada, el de los combates contra los zorros en los médanos.

– Señor director…

No me volví a mirarlo. Sus ojos oblicuos estarían despidiendo fuego y violencia, como cuando luchamos en el seco cauce del río. Ahora tendría también muy abierta su boca llena de babas, mostraría sus dientes amarillos.

– Tampoco nosotros podemos aceptar que nos jalen a todos porque usted quiere que no haya horarios. ¿Por qué quiere que todos saquemos notas bajas? ¿Por qué…?

Ferrufino se había acercado. Casí lo tocaba con su cuerpo. Lu, pálido, aterrado, continuaba hablando:

– … estamos ya cansados…

– ¡Cállate!

El director había levantado los brazos y sus puños estrujaban algo.

– ¡Cállate! -repitió con ira-. ¡Cállate, animal! ¡Cómo te atreves!

Lu estaba ya callado, pero miraba a Ferrufino a los ojos como si fuera a saltar súbitamente sobre su cuello: "Son iguales, pensé. Dos perros".

– De modo que has aprendido de éste.

Su dedo apuntaba a mi frente. Me mordí el labio: pronto sentí que recorría mi lengua un hilito caliente y eso me calmó.

– ¡Fuera! -gritó de nuevo-. ¡Fuera de aquí! Les pesará.

Salimos. Hasta el borde de los escalones que vinculaban el colegio San Miguel con la Plaza Merino se extendía una multitud inmóvil y anhelante. Nuestros compañeros habían invadido los pequeños jardínes y la fuente; estaban silenciosos y angustiados. Extrañamente, entre la mancha clara y estática aparecían blancos, diminutos rectángulos que nadie pisaba. Las cabezas parecían iguales, uniformes, como en la formación para el desfile. Atravesamos la plaza. Nadie nos interrogó; se hacían a un lado, dejándonos paso y apretaban los labios. Hasta que pisamos la avenida, se mantuvieron en su lugar. Luego, siguiendo una consigna que nadie había impartido, caminaron tras de nosotros, al paso sin compás, como para ir a clases.