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Entonces Pichula Cuéllar volvió a las andadas. Qué bárbaro, decía Lalo, ¿corrió olas en Semana Santa? Y Chingolo: olas no, olones de cinco metros, hermano, así de grandes, de diez metros. Y Choto: hacían un ruido bestial, llegaban hasta las carpas, y Chabuca más, hasta el Malecón, salpicaban los autos de la pista y, claro, nadie se bañaba. ¿Lo había hecho para que lo viera Teresita Arrarte?, sí, ¿para dejarlo mal al enamorado?, sí. Por supuesto, como diciéndole Tere fíjate a lo que me atrevo y Cachito a nada, ¿así que era tan nadador?, se remoja en la orillita como las mujeres y las criaturas, fíjate a quién te has perdido, qué bárbaro. ¿Por qué se pondría el mar tan bravo en Semana Santa?, decía Fina, y la China de cólera porque los judíos mataron a Cristo, y Choto ¿los judíos lo habían matado?, él creía que los romanos, qué sonso. Estábamos sentados en el Malecón, Fina, en ropa de baño, Choto, las piernas al aire, Mañuco, los olones reventaban, la China, y venían y nos mojaban los pies, Chabuca, qué fría estaba, Pusy, y qué sucia, Chingolo, el agua negra y la espuma café, Teresita, llena de yerbas y malaguas y Cachito Arnilla, y en eso pst pst, fíjense, ahí venía Cuéllar. ¿Se acercaría, Teresita?, ¿se haría el que no te veía? Cuadró el Ford frente al Club de Jazz de La Herradura, bajó, entró a Las Gaviotas y salió en ropa de baño una nueva, decía Choto, una amarilla, una Jantsen y Chingolo hasta en eso pensó, lo calculó todo para llamar la atención ¿viste, Lalo?, una toalla al cuello como una chalina y anteojos de sol. Miró con burla a los bañistas asustados, arrinconados entre el Malecón y la playa y miró los olones alocados y furiosos que sacudían la arena y alzó la mano, nos saludó y se acercó. Hola Cuéllar, ¿qué tal ensartada, no?, hola, hola, cara de que no entendía, ¿mejor hubieran ido a bañarse a la piscina del Regatas, no?, qué hay, cara de porqué, qué tal. Y por fin cara de ¿por los olones?: no, qué ocurrencia, qué tenían, qué nos pasaba (Pusy: la saliva por la boca y la sangre por las venas, ja ja), si el mar estaba regio así, Teresita ojitos, ¿lo decía en serio?, sí, formidable hasta para correr olas, ¿estaba bromeando, no?, manitas y Cachito él se atrevería a bajarlas?, claro, a puro pecho o con colchón, ¿no le creíamos?, no, ¿de eso nos reíamos?, ¿tenían miedo?, ¿de veras?, y Tere, él no tenía?, no, ¿iba a entrar?, sí, ¿iba a correr olas?, claro: grititos. Y lo vieron quitarse la toalla, mirar a Teresita Arrarte (¿se pondría colorada, no?, decía Lalo, y Choto no, qué se iba a

poner, ¿y Cachito?, sí, él se muñequeó) y bajar corriendo las gradas del Malecón y arrearse al agua dando un mortal. Y lo vimos pasar rapidito la resaca de la orilla y llegar en un dos por tres a la reventazón. Venía una ola y él se hundía y después salía y se metía y salía, ¿qué parecía?, un pescadito, un bufen, un gritito, ¿dónde estaba?, otro, mírenlo, un bracito, ahí, ahí. Y lo veían alejarse, desaparecer, aparecer y achicarse hasta llegar donde empezaban los tumbos, Lalo, qué tumbos: grandes, temblones, se levantaban y nunca caían, saltitos, Cera esa cosita blanca?, nervios, sí. Iba, venía, volvía, se perdía entra la espuma y las olas y retrocedía y seguía, ¿qué parecía?, un patillo, un barquito de papel, y para verlo mejor Teresita se paró, Chabuca, Choto, todos, Cachito también, pero ¿a qué hora las iba a correr? Se demoró pero por fin se animó. Se volteó hacia la playa y nos buscó y él nos hizo y ellos le hicieron adiós, adiós, toallita. Dejó pasar uno, dos, y al tercer tumbo lo vieron, lo adivinamos meter la cabeza, impulsarse con un brazo para pescar la corriente, poner el cuerpo duro y patalear. La agarró, abrió los brazos. se elevó (¿un olón de ocho metros?, decía Lalo, más, ¿como el techo?, más, ¿como la catarata del Niágara, entonces?, más, mucho más) se cayó con la puntita de la ola y la montaña de agua se lo tragó y apareció el olón, ¿salió, salió?, y se acercó roncando como un avión. vomitando espuma, ¿ya, lo vieron, ahí está?, y por fin comenzó a bajar, a perder fuerza y él apareció, quietecito, y la ola lo traía suavecito, forrado de yuyos, cuánto aguantó sin respirar, qué pulmones, y lo varaba en la arena, qué bárbaro: nos había tenido con la lengua afuera, Lalo, no era para menos, claro. Así fue como recomenzó.

A mediados de ese año, poco después de Fiestas Patrias, Cuéllar entró a trabajar en la fábrica de su viejo: ahora se corregirá. decían, se volverá un muchacho formal. Pero no fue así, al contrario. Salía de la oficina a las seis y a las siete estaba ya en Miraflores y a las siete y media en El Chasqui, acodado en el mostrador, tomando (una Cristal chica, un capitán) y esperando que llegara algún conocido para jugar cacho. Se anochecía ahí, entre dados, ceniceros repletos de puchos, timberos y botellas de cerveza helada, y remataba las noches viendo un show, en cabarets de mala muerte (el Nacional, el Pingüino, el Olímpico, el Turbillán) o, si andaba muta, acabándose de emborrachar en antros de lo peor, donde podía dejar en prenda su pluma Parker, su reloj Omega, su esclava de oro (cantinas de Surquillo o del Porvenir), y algunas mañanas se lo veía rasguñado, un ojo negro, una mano vendada: se perdió, decíamos, y las muchachas pobre su madre y ellos ¿sabes que ahora se junta con rosquetes, cafiches y pichicateros? Pero los sábados salía siempre con nosotros. Pasaba a buscarlos después de almuerzo y. si no íbamos al Hipódromo o al Estadio, se encerraban donde Chingolo o Mañuco a jugar póquer hasta que oscurecía. Entonces volvíamos a nuestras casas y se duchaban y acicalábamos y Cuéllar los recogía en el poderoso Nash que su viejo le cedió al cumplir la mayoría de edad, muchacho, ya tenía veintiún años, ya puedes votar y su vieja, corazón, no corras mucho que un día se iba a matar. Mientras nos entonábamos en el chino de la esquina con un trago corto, ¿irían al chifa?, discutíamos, ¿a la calle Capón?, y contaban chistes, a comer anticuchos Bajo el Puente?, Pichulita era un campeón, ¿a la Pizzería?, saben esa de y qué le dijo la ranita y la del general y si Toñito Mella se cortaba cuando se afeitaba ¿qué pasaba? se capaba, ja ja, el pobre era tan huevón. Después de comer, ya picaditos con los chistes, íbamos a recorrer bulines, las cervezas, de la Vic toria, la conversación, de Prolongación Huánuco, el sillau y el ají, o de la Avenida Argentina, o hacían una pascanita en el Embassy o en el Ambassador para ver el primer show desde el bar y terminábamos generalmente en la Avenida Grau, donde Nanette. Ya llegaron los miraflorinos, porque ahí los conocían, hola Pichulita, por sus nombres y por sus apodos, ¿cómo estás? y las polillas se morían y ellos de risa: estaba bien. Cuéllar se calentaba y a veces las reñía y se iba dando un portazo, no vuelvo más, pero otras se reía y]es seguía la cuerda y esperaba, bailando, o sentado junto al tocadiscos con una cerveza en la mano, o conversando con Nanette, que ellos escogieran su polilla, subiéramos y bajaran: qué rapidito, Chingolo, les decía, ¿cómo te fue? o cuánto te demoraste, Mañuco, o te estuve viendo por el ojo de la cerradura, Choto, tienes pelos en el pow, Lalo. Y uno de esos sábados, cuando ellos volvieron al salón, Cuéllar no estaba y Nanette de repente se paró, pagó su cerveza y salió, ni se despidió. Salimos a la Avenida Grau y ahí lo encontraron, acurrucado contra el volante del Nash, temblando, hermano, que te pasó, y Lalo: estaba llorando. ¿Se sentía mal, mi viejo?, le decían, ¿alguien se burló de ti?, y Choto ¿quién te insultó?, quién, entrarían y le pegaríamos y Chingolo ¿las polillas lo habían estado fundiendo? y Mañuco ¿no iba a llorar por una tontería así, no? Que no les hiciera caso, Pichulita, anda, no llores, y él abrazaba el volante, suspiraba y con la cabeza y la voz rota no, sollozaba, no, no lo habían estado fundiendo, y se secaba los ojos con su pañuelo, nadie se había burlado, quién se iba a atrever. Y ellos cálmate, hombre, hermano, entonces por qué, ¿mucho trago?, no, ¿estaba enfermo?, no, nada, se sentía bien, lo palmeábamos, hombre, viejo, hermano, lo alentaban, Pichulita. Que se serenara, que se riera, que arrancara el potente Nash, vamos por ahí. Se tomarían la del estribo en El Turbillón, llegaremos justo al segundo show, Pichulita, que andara y que no llorara. Cuéllar se calmó por fin, partió y en la Avenida 28 de Julio ya estaba riéndose, viejo, y de repente un puchero, sincérate con nosotros, qué había pasado, y él nada, caray, se había entristecido un poco nada más, y ellos por qué si la vida era de mamey, compadre, y él de un montón de cosas, y Mañuco de qué por ejemplo, y él de que los hombres ofendieran tanto a Dios por ejemplo, y Lalo ¿de que qué dices?, y Choto ¿quería decir de que pecaran tanto?, y él por ejemplo, ¿qué pelotas, no?, sí, y también de lo que la vida era tan aguada. Y Chingolo qué iba a ser aguada, hombre, era de mamey, y él porque uno se pasaba el tiempo trabajando, o chupando, o jaraneando, todos los días lo mismo y de repente envejecía y se moría ¿qué cojudo, no?, sí. ¿Eso había estado pensando donde Nanette?, ¿eso delante de las polillas?, sí, ¿de eso había llorado?, sí, y también de pena por la gente pobre, por los ciegos, los cojos, por esos mendigos que iban pidiendo limosna en el jirón de la Unión, y por los canillitas que iban vendiendo La Crónica ¿qué tonto, no? y por esos cholitos que te lustran los zapatos en la Plaza San Martín ¿qué bobo, no?, y nosotros claro, qué tonto, ¿pero ya se le había pasado, no?, claro, ¿se había olvidado?, por supuesto, a ver una risita para peerte, ja ja. Corre Pichulita. pícala, el fierro a fondo, qué hora era, a qué hora empezaba el show, quién sabía, ¿estaría siempre esa mulata cubana?, ¿cómo se llamaba?, Ana, ¿qué le decían?, la Caimana, a ver, Pichulita, demuéstranos que se te pasó, otra risita: ja ja.