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– ¿Podremos contenerlos?

– ¿Qué? -Le costaba trabajo abrir la boca, se fatigaba más.

– ¿Podremos contener a la Primaria?

– Creo que sí. Todo depende.

– Mira.

En el centro de la Plaza, junto a la fuente, León, Amaya y Raygada hablaban con un grupo de pequeños, cinco o seis. La situación parecía tranquila.

– Repito -decía Raygada, con la lengua afuera-. Váyanse al río. No hay clases, no hay clases. ¿Está claro? ¿O paso una película?

– Eso -dijo uno, de nariz respingada-. Que sea en colores.

– Miren -les dije-. Hoy no entra nadie al colegio. Nos vamos al río. Jugaremos fútboclass="underline" Primaria contra Media. ¿De acuerdo?

– Ja, ja -rió el de la nariz, con suficiencia-. Les ganamos. Somos más.

– Ya veremos. Vayan para allá.

– No quiero -replicó una voz atrevida-. Yo voy al colegio.

Era un muchacho de cuarto, delgado y pálido. Su largo cuello emergía como un palo de escoba de la camisa comando, demasíado ancha para él. Era brigadier de año. Inquieto por su audacia, dio unos pasos hacía atrás. León corrió y lo tomó de un brazo.

– ¿No has entendido? -Había acercado su cara a la del chiquillo y le gritaba. ¿De qué diablos se asustaba León?

– ¿No has entendido, churre? No entra nadie. Ya, vamos, camina.

– No lo empujes -dije-. Va a ir solo.

¡No voy! -gritó-. Tenía el rostro levantado hacía León, lo miraba con furia-. ¡No voy! No quiero huelga.

¡Cállate, imbécil! ¿Quién quiere huelga? -León parecía muy nervioso. Apretaba con todas sus fuerzas el brazo del brigadier. Sus compañeros observaban la escena, divertidos.

¡Nos pueden expulsar! -El brigadier se dirigía a los pequeños, se lo notaba atemorizado y colérico-. Ellos quieren huelga porque no les van a poner horario, les van a tomar los exámenes de repente, sin que sepan cuándo. ¿Creen que no sé? ¡Nos pueden expulsar! Vamos al colegio, muchachos.

Hubo un movimiento de sorpresa entre los chiquillos. Se miraban ya sin sonreír, mientras el otro seguía chillando que nos iban a expulsar. Lloraba.

¡No le pegues! -grité, demasíado tarde. León lo había golpeado en la cara, no muy fuerte, pero el chico se puso a patalear y a gritar.

– Pareces un chivo -advirtió alguien.

Miré a Javier. Ya había corrido. Lo levantó y se lo echó a los hombros como un fardo. Se alejó con él. Lo siguieron varios, ríendo a carcajadas.

– ¡Al río! -gritó Raygada. Javier escuchó porque lo vimos doblar con su carga por la avenida Sánchez Cerro, camino al Malecón.

El grupo que nos rodeaba iba creciendo. Sentados en los sardineles y en los bancos rotos, y los demás transitando aburridamente por los pequeños senderos asfaltados del parque, nadie, felizmente, intentaba ingresar al colegio. Repartidos en parejas, los diez encargados de custodiar la puerta principal, tratábamos de entusiasmarlos: "tienen que poner los horarios, porque si no, nos fríegan. Y a ustedes también, cuando les toque".

– Siguen llegando -me dijo Raygada-. Somos pocos. Nos pueden aplastar, si quieren.

– Si los entretenemos diez minutos, se acabó -dijo León-. Vendrá la Media y entonces los corremos al río a patadas.

De pronto, un chico gritó convulsionado:

¡Tienen razón! ¡Ellos tienen razón! -Y dirigiéndose a nosotros, con aire dramático-: Estoy con ustedes.

¡Buena! ¡Muy bien! -lo aplaudimos-. Eres un hombre.

Palmeamos su espalda, lo abrazamos.

El ejemplo cundió. Alguien dio un grito: "Yo también". "Ustedes tienen razón". Comenzaron a discutir entre ellos. Nosotros alentábamos a los más excitados halagándolos: "Bien, churre. No eres ningún marica".

Raygada se encaramó sobre la fuente. Tenía la boina en la mano derecha y la agitaba, suavemente.

– Lleguemos a un acuerdo -exclamó-. ¿Todos unidos?

Lo rodearon. Seguían llegando grupos de alumnos, algunos de quinto de Media; con ellos formamos una muralla, entre la fuente y la puerta del colegio, mientras Raygada hablaba.

– Esto se llama solidaridad -decía-. Solidaridad.

– Se calló como si hubiera terminado, pero un segundo después abrió los brazos y clamó-: ¡No dejaremos que se cometa un abuso!

Lo aplaudieron.

– Vamos al río -dije-. Todos.

– Bueno. Ustedes también.

– Nosotros vamos después.

– Todos juntos o ninguno -repuso la misma voz. Nadie se movió.

Javier regresaba. Venía solo.

– Esos están tranquilos -dijo-. Le han quitado el burro a una mujer. Juegan de lo lindo.

– La hora -pidió León-. Dígame alguien qué hora es.

Eran las dos.

– A las dos y media nos vamos -dije-. Basta que se quede uno para avisar a los retrasados.

Los que llegaban se sumergían en la masa de chiquillos. Se dejaban convencer rápidamente.

– Es peligroso -dijo Javier. Hablaba de una manera rara: ¿tendría miedo?

– . Es peligroso. Ya sabemos qué va a pasar si al director se le antoja salir. Antes que hable, estaremos en las clases.

– Sí -dije-. Que comiencen a irse. Hay que animarlos.

Pero nadie quería moverse. Había tensión, se esperaba que, de un momento a otro, ocurríera algo. León estaba a mi lado.

– Los de Media han cumplido -dijo-. Fíjate. Sólo han venido los encargados de las puertas.

Apenas un momento después, vimos que llegaban los de Media, en grandes corrillos que se mezclaban con las olas de chiquillos. Hacían bromas. Javier se enfureció:

– ¿Y ustedes? -dijo-. ¿Qué hacen aquí? ¿A qué han venido?

Se dirigía a los que estaban más cerca de nosotros; al frente de ellos iba Antenor, brigadier de segundo de Media. ¡Guá! -Antenor parecía muy sorprendido-. ¿Acaso vamos a entrar? Venimos a ayudarlos.

Javier saltó hacía él, lo agarró del cuello.

¡Ayudarnos! ¿Y los uniformes? ¿Y los libros?

– Calla -dije-. Suéltalo. Nada de peleas. Diez minutos y nos vamos al río. Ha llegado casí todo el colegio.

La Plaza estaba totalmente cubierta. Los estudiantes se mantenían tranquilos, sin discutir. Algunos fumaban. Por la avenida Sánchez Cerro pasaban muchos carros, que disminuían la velocidad al cruzar la Plaza Merino. De un camión, un hombre nos saludó gritando:

– Buena, muchachos. No se dejen.

– ¿Ves? -dijo Javier-. Toda la ciudad está enterada. ¿Te imaginas la cara de Ferrufino?

¡Las dos y media! -gritó León-. Vámonos. Rápido, rápido.

Miré mi reloj: faltaban cinco minutos.

– Vámonos -grité-. Vámonos al río.

Algunos hicieron como que se movían. Javier, León, Raygada y varios más, gritando también, comenzaron a empujar a unos y a otros. Una palabra se repetía sin cesar: "río, río, río".

Lentamente, la multitud de muchachos principió a agitarse. Dejamos de azuzarlos y, al callar nosotros, me sorprendió por segunda vez en el día, un silencio total. Me ponía nervioso. Lo rompí:

– Los de Media, atrás -indiqué-. A la cola, formando fila…

A mi lado, alguien tiró al suelo un barquillo de helado, que salpicó mis zapatos. Enlazando los brazos, formamos un cinturón humano. Avanzábamos trabajosamente. Nadie se negaba, pero la marcha era lentísima. Una cabeza iba casí hundida en mi pecho. Se volvió: ¿cómo se llamaba? Sus ojos pequeños eran cordiales.

– Tu padre te va a matar -dijo.

"Ah, pensé. Mi vecino. "

– No -le dije-. En fin, ya veremos. Empuja.

Habíamos abandonado la Plaza. La gruesa columna ocupaba íntegramente el ancho de la avenida. Por encima de las cabezas sin boinas, dos cuadras más allá, se veía la baranda verde amarillenta y los grandes algarrobos de Malecón. Entre ellos, como puntitos blancos, los arenales.