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El primero en escuchar fue Javier, que marchaba a mi lado. En sus estrechos ojos oscuros había sobresalto.

– ¿Qué pasa? -dije-. Dime.

Movió la cabeza.

– ¿Qué pasa? -le grité-. ¿Qué oyes?

Logré ver en ese instante un muchacho uniformado que cruzaba velozmente la Plaza Merino hacía nosotros. Los gritos del recién llegado se confundieron en mis oídos con el violento vocerío que se desató en las apretadas columnas de chiquillos, parejo a un movimiento de confusión. Los que marchábamos en la última hilera no entendíamos bien. Tuvimos un segundo de desconcierto; aflojando los brazos, algunos se soltaron. Nos sentimos arrojados hacía atrás, separados. Sobre nosotros pasaban centenares de cuerpos, corríendo y gritando histéricamente. "¿Qué pasa? ", grité a León. Senaló algo con el dedo, sin dejar de correr. "Es Lu, dijeron a mi oído. Algo ha pasado allá. Dicen que hay un lío". Eché a correr.

En la bocacalle que se abría a pocos metros de la puerta trasera del colegio, me detuve en seco. En ese momento era imposible ver: oleadas de uniformes afluían de todos lados y cubrían la calle de gritos y cabezas descubiertas. De pronto, a unos quince pasos, encaramado sobre algo, divisé a Lu. Su cuerpo delgado se destacaba nitidamente en la sombra de la pared que lo sostenía. Estaba arrinconado y descargaba su garrote a todos lados. Entonces, entre el ruido, más poderosa que la de quienes lo insultaban y retrocedían para librarse de sus golpes, escuché su voz:

– ¿Quién se acerca? -gritaba-. ¿Quién se acerca?

Cuatro metros más allá, dos coyotes, rodeados también, se defendían a palazos y hacían esfuerzos desesperados para romper el cerco y juntarse a Lu. Entre quienes los acosaban, vi rostros de Media. Algunos habían conseguido piedras y se las arrojaban, aunque sin acercarse. A lo lejos, vi asímismo a otros dos de la banda, que corrían despavoridos: los perseguía un grupo de muchachos con palos.

¡Cálmense! ¡Cálmense! Vamos al río.

Una voz nacía a mi lado, angustiosamente.

Era Raygada. Parecía a punto de llorar.

– No seas idiota -dijo Javier. Se reía a carcajadas-. Cállate, ¿no ves?

La puerta estaba abierta y por ella entraban los estudiantes a docenas, ávidamente. Continuaban llegando a la bocacalle nuevos compañeros, algunos se sumaban al grupo que rodeaba a Lu y los suyos. Habían conseguido juntarse. Lu tenía la camisa abierta; asomaba su flaco pecho lampino, sudoroso y brillante; un hilillo de sangre le corría por la nariz y los labios. Escupía de cuando en cuando y miraba con odio a los que estaban más próximos. Únicamente él tenía levantado el palo, dispuesto a descargarlo. Los otros lo habían bajado, exhaustos.

– ¿Quién se acerca? Quiero ver la cara de ese valiente.

A medida que entraban al colegio, iban poniéndose de cualquler modo las boinas y las insignias del año. Poco a poco, comenzó a disolverse, entre injurias, el grupo que cercaba a Lu. Raygada me dio un codazo:

– dijo que con su banda podía derrotar a todo el colegio-. Hablaba con tristeza-. ¿Por qué dejamos solo a este animal?

Raygada se alejó. Desde la puerta nos hizo una seña, como dudando. Luego entró. Javier y yo nos acercamos a Lu. Temblaba de cólera.

– ¿Por qué no vinieron? -dijo, frenético, levantando la voz-. ¿Por qué no vinieron a ayudarnos? Éramos apenas ocho, porque los otros…

Tenía una vista extraordinaria y era flexible como un gato. Se echó velozmente hacía atrás, mientras mi puno apenas rozaba su oreja y luego, con el apoyo de todo su cuerpo, hizo dar una curva en el aire a su garrote. Recibí en el pecho el impacto y me tambaleé. Javier se puso en medio.

– Acá no -dijo-. Vamos al Malecón.

– Vamos -dijo Lu-. Te voy a enseñar otra vez.

– Ya veremos -dije-. Vamos.

Caminamos media cuadra, despacio, porque mis piernas vacilaban. En la esquina nos detuvo León.

– No peleen -dijo-. No vale la pena. Vamos al colegio. Tenemos que estar unidos.

Lu me miraba con sus ojos semicerrados. Parecía incómodo.

– ¿Por qué les pegaste a los churres? -le dije-. ¿Sabes lo que nos va a pasar ahora a ti y a mí?

No respondió ni hizo ningún gesto. Se había calmado del todo y tenia la cabeza baja.

– Contesta, Lu -insistí-. ¿Sabes?

– Está bien -dijo León-. Trataremos de ayudarlos. Dénse la mano.

Lu levantó el r ostro y me miró, apenado. Al sentir su mano entre las mías, la noté suave y delicada, y recordé que era la primera vez que nos saludábamos de ese modo. Dimos media vuelta, caminamos en fila hacía el colegio. Sentí un brazo en el hombro. Era Javier.

EL DESAFÍO

Estábamos bebiendo cerveza, como todos los sábados, cuando en la puerta del "Río Bar”apareció Leonidas; de inmediato notamos en su cara que ocurría algo.

– ¿Qué pasa? -preguntó León. Leonidas arrastró una silla y se sentó junto a nosotros.

– Me muero de sed. Le serví un vaso hasta el borde y la espuma rebalsó sobre la mesa. Leonidas sopló lentamente y se quedó mirando, pensativo, cómo estallaban las burbujas. Luego bebió de un trago hasta la última gota.

– Justo va a pelear esta noche -dijo, con una voz rara. Quedamos callados un momento. León bebió, Briceño encendió un cigarrillo.

– Me encargó que les avisara -agregó Leonidas.

– Quiere que vayan. Finalmente, Briceño preguntó:-¿Cómo fue?

– Se encontraron esta tarde en Catacaos.

– Leonidas limpió su frente con la mano y fustigó el aire: unas gotas de sudor resbalaron de sus dedos al suelo.

– Ya se imaginan lo demás…

– Bueno -dijo León. Si tenían que pelear, mejor que sea así, con todas las de ley. No hay que alterarse tampoco. Justo sabe lo que hace.

– Si -repitió Leonidas, con un aire ido.

– Tal vez es mejor que sea así. Las botellas habían quedado vacías. Corría brisa y, unos momentos antes, habíamos dejado de escuchar a la banda del cuartel Grau que tocaba en la plaza. El puente estaba cubierto por la gente que regresaba de la retreta y las parejas que habían buscado la penumbra del malecón comenzaban, también, a abandonar sus escondites. Por la puerta del "Río Bar”pasaba mucha gente. Algunos entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres que hablaban en voz alta y reían.

– Son casí las nueve -dijo León.

– Mejor nos vamos. Salimos.

– Bueno, muchachos -dijo Leonidas.

– Gracias por la cerveza.

– ¿Va a ser en "La Balsa", ¿no? -preguntó Briceño.

– Sí. A las once. Justo los esperará a las diez y media, aquí mismo.

El viejo hizo un gesto de despedida y se alejó por la avenida Castilla. Vivía en las afueras, al comienzo del arenal, en un rancho solitario, que parecía custodiar la ciudad. Caminamos hacía la plaza. Estaba casí desierta. Junto al Hotel de Turistas, unos jóvenes discutían a gritos. Al pasar por su lado, descubrimos en medio de ellos a una muchacha que escuchaba sonríendo. Era bonita y parecía divertirse.

– El Cojo lo va a matar -dijo, de pronto, Briceño.

– Cállate -dijo León.

Nos separamos en la esquina de la iglesia. Caminé rápidamente hasta mi casa. No había nadie. Me puse un overol y dos chompas y oculté la navaja en el bolsillo trasero del pantalón, envuelta en el pañuelo. Cuando salía, encontré a mi mujer que llegaba.

– ¿Otra vez a la calle? -dijo ella.

– Sí. Tengo que arreglar un asunto.

El chico estaba dormido, en sus brazos, y tuve la impresión que se había muerto.

– Tienes que levantarte temprano -insistió ella.

– ¿Te has olvidado que trabajas los domingos?

– No te preocupes -dije.

– Regreso en unos minutos.

Caminé de vuelta hacía el "Río Bar”y me senté al mostrador. Pedí una cerveza y un sándwich, que no terminé: había perdido el apetito. Alguien me tocó el hombro. Era Moisés, el dueño del local.