– ¿Es cierto lo de la pelea?
– Sí. Va ser en la "Balsa". Mejor te callas.
– No necesito que me adviertas -dijo.
– Lo supe hace rato. Lo siento por Justo pero, en realidad, se lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha paciencia, ya sabemos.
– El Cojo es un asco de hombre.
– Era tu amigo antes…
– comenzó a decir Moisés, pero se contuvo. Alguien llamó desde la terraza y se alejó, pero a los pocos minutos estaba de nuevo a mi lado.
– ¿Quieres que yo vaya? -me preguntó.
– No. Con nosotros basta, gracias.
– Bueno. Avísame si puedo ayudar en algo. Justo es también mi amigo.
– Tomó un trago de mi cerveza, sin pedirme permiso.
– Anoche estuvo aquí el Cojo con su grupo. No hacía sino hablar de Justo y juraba que lo iba a hacer añicos. Estuve rezando porque no se les ocurríera a ustedes darse una vuelta por acá.
– Hubiera querido verlo al Cojo -dije.
– Cuando está furioso su cara es muy chistosa.
Moisés se río.
– Anoche parecía el diablo. Y es tan feo, este tipo. Uno no puede mirarlo mucho sin sentir náuseas. Acabé la cerveza y salí a caminar por el malecón, pero regresé pronto. Desde la puerta del "Río Bar”vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tenía unas zapatillas de jebe y una chompa descolorida que le subía por el cuello hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, parecía un niño, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar mis pasos se volvió, descubríendo a mis ojos la mancha morada que hería la otra mitad de su rostro, desde la comisura de los labios hasta la frente. (Algunos decían que había sido un golpe, recibido de chico, en una pelea, pero Leonidas aseguraba que había nacido en el día de la inundación, y que esa mancha era el susto de la madre al ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa).
– Acabo de llegar -dijo.
– ¿Qué es de los otros?
– Ya vienen. Deben estar en camino. Justo me miró de frente. Pareció que iba a sonreír, pero se puso muy serio y volvió la cabeza.
– ¿Cómo fue lo de esta tarde? Encogió los hombros e hizo un ademán vago.
– Nos encontramos en el "Carro Hundido". Yo que entraba a tomar un trago y me topo cara a cara con el Cojo y su gente. ¿Te das cuenta? Si no pasa el cura, ahí mismo me degüellan. Se me echaron encima como perros. Como perros rabiosos. Nos separó el cura.
– ¿Eres muy hombre? -gritó el Cojo.
– Más que tú -gritó Justo.
– Quietos, bestias -decía el cura.
– ¿En "La Balsa”esta noche entonces? -gritó el Cojo.
– Bueno -dijo Justo.
– Eso fue todo. La gente que estaba en el "Río Bar”había disminuido. Quedaban algunas personas en el mostrador, pero en la terraza sólo estábamos nosotros.
– He traído esto -dije, alcanzándole el pañuelo. Justo abrió la navaja y la midió. La hoja tenía exactamente la dimensión de su mano, de la muñeca a las uñas. Luego sacó otra navaja de su bolsillo y comparó.
– Son iguales -dijo.
– Me quedaré con la mía, nomás. Pidió una cerveza y la bebimos sin hablar, fumando.
– No tengo hora -dijo Justo
– Pero deben ser más de las diez. Vamos a alcanzarlos. A la altura del puente nos encontramos con Briceño y León. Saludaron a Justo, le estrecharon la mano.
– Hermanito -dijo León -Usted lo va a hacer trizas.
– De eso ni hablar -dijo Briceño.
– El Cojo no tiene nada que hacer contigo. Los dos tenían la misma ropa que antes, y parecían haberse puesto de acuerdo para mostrar delante de Justo seguridad e, incluso cierta alegría.
– Bajemos por aquí -dijo León -Es más corto.
– No -dijo Justo.
– Demos la vuelta. No tengo ganas de quebrarme una pierna, ahora. Era extraño ese temor, porque siempre habíamos bajado al cauce del río, descolgándonos por el tejido de hierros que sostiene el puente. Avanzamos una cuadra por la avenida, luego doblamos a la derecha y caminamos un buen rato en silencio. Al descender por el minúsculo camino hacía el lecho del río, Briceño tropezó y lanzó una maldición. La arena estaba tibia y nuestros pies se Hundían, como si andáramos sobre un mar de algodones. León miró detenidamente el cielo.
– Hay muchas nubes -dijo; -la luna no va a servir de mucho esta noche.
– Haremos fogatas -dijo Justo.
– ¿Estas loco? -dije. -¿Quieres que venga la policía?
– Se puede arreglar -dijo Briceño sin convicción.
– Se podría postergar el asunto hasta mañana. No van a pelear a oscuras. Nadie contestó y Briceño no volvió a insistir.
– Ahí está "La Balsa” -dijo León. En un tiempo, nadie sabía cuándo, había caído sobre el lecho del río un tronco de algarrobo tan enorme que cubría las tres cuartas partes del ancho del cauce. Era muy pesado y, cuando bajaba, el agua no conseguía levantarlo, sino arrastrarlo solamente unos metros, de modo que cada año, "La Balsa”se alejaba más de la ciudad. Nadie sabía tampoco quién le puso el nombre de "La Balsa", pero así lo designaban todos.
– Ellos ya están ahí -dijo León. Nos detuvimos a unos cinco metros de "La Balsa. En el débil resplandor nocturno no distinguíamos las caras de quienes nos esperaban, sólo sus siluetas. Eran cinco. Las conté, tratando inútilmente de descubrir al Cojo.
– Anda tú -dijo Justo. Avancé despacio hacía el tronco, procurando que mi rostro conservara una expresión serena.
– ¡Quieto! -gritó alguien.
– ¿Quién es?
– Julián -grité -Julián Huertas. ¿Están ciegos? A mi encuentro salió un pequeño bulto. Era el Chalupas.
– Ya nos íbamos -dijo.
– Pensábamos que Justito había ido a la comisaría a pedir que lo cuidaran.
– Quiero entenderme con un hombre -grité, sin responderle -No con este muñeco.
– ¿Eres muy valiente? -preguntó el Chalupas, con voz descompuesta.
– ¡Silencio! -dijo el Cojo. Se habían aproximado todos ellos y el Cojo se adelantó hacía mí. Era alto, mucho más que todos los presentes. En la penumbra, yo no podía ver; sólo imaginar su rostro acorazado por los granos, el color aceituna profundo de su piel lampiña, los agujeros diminutos de sus ojos, hundidos y breves como dos puntos dentro de esa masa de carne, interrumpida por los bultos oblongos de sus pómulos, y sus labios gruesos como dedos, colgando de su barbilla triangular de iguana. El Cojo rengueaba del pie izquierdo; decían que en esa pierna tenía una cicatriz en forma de cruz, recuerdo de un chancho que lo mordió cuando dormía pero nadie se la había visto.
– ¿Por qué has traído a Leonidas? -dijo el Cojo, con voz ronca.
– ¿A Leonidas? ¿Quién ha traído al Leonidas? El cojo señaló con su dedo a un costado. El viejo había estado unos metros más allá, sobre la arena, y al oír que lo nombraban se acercó.
– ¡Qué pasa conmigo! -dijo. Mirando al Cojo fijamente.
– No necesito que me traigan, He venido solo, con mis pies, porque me dio la gana. Si estas buscando pretextos para no pelear, dijo. El Cojo vaciló antes de responder. Pensé que iba a insultarlo y, rápido, llevé mi mano al bolsillo trasero.
– No se meta, viejo -dijo el cojo amablemente.
– No voy a pelearme con usted.
– No creas que estoy tan viejo -dijo Leonidas.
– He revolcado a muchos que eran mejores que tú.
– Está bien, viejo -dijo el Cojo.
– Le creo.
– Se dirigió a mí:-¿Están listos?
– Sí. Di a tus amigos que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos. El Cojo se rió.
– Tú bien sabes, Julián, que no necesito refuerzos. Sobre todo hoy. No te preocupes. Uno de los que estaban detrás del Cojo, se rió también. El Cojo me extendió algo. Estiré la mano: la hoja de la navaja estaba al aire y yo la había tomado del filo; sentí un pequeño rasguño en la palma y un estremecimiento, el metal parecía un trozo se hielo.