– ¡Julián! -grito el Cojo.
– ¡Dile que se rinda!
Me volví a mirar a Leonidas, pero encontré atravesado el rostro de León: observaba la escena con expresión atroz. Volví a mirarlos: estaban nuevamente unidos. Azuzado por las palabras del Cojo. Justo, sin duda, apartó su brazo del rostro en el segundo que yo descuidaba la pelea, y debió arrojarse sobre el enemigo extrayendo las últimas fuerzas desde su amargura de vencido. El Cojo se libró fácilmente de esa acometida sentimental e inútil, saltando hacía atrás:-¡Don Leonidas! -gritó de nuevo con acento furioso e implorante.
– ¡Dígale que se rinda!
– ¡Calla y pelea! -bramó Leonidas, sin vacilar. Justo había intentado nuevamente un asalto, pero nosotros, sobre todo Leonidas, que era viejo y había visto muchas peleas en su vida, sabíamos que no había nada que hacer ya, que su brazo no tenía vigor ni siquiera para rasguñar la piel aceitunada del Cojo. Con la angustia que nacía de lo más hondo, subía hasta la boca, resecándola, y hasta los ojos, nublándose, los vimos forcejear en cámara lenta todavía un momento, hasta que la sombra se fragmentó una vez más: alguien se desplomaba en la tierra con un ruido seco. Cuando llegamos donde yacía Justo, el Cojo se había retirado hacía los suyos y, todos juntos, comenzaron a alejarse sin hablar. Junté mi cara a su pecho, notando apenas que una sustancia caliente humedecía mi cuello y mi hombro, mientras mi mano exploraba su vientre y su espalda entre desgarraduras de tela y se hundía a ratos en el cuerpo flácido, mojado y frío, de malagua varada. Briceño y León se quitaron sus sacos lo envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos. Yo busqué la manta de Leonidas, que estaba unos pasos más allá, y con ella le cubrí la cara, a tientas, sin mirar. Luego, entre los tres lo cargamos al hombro en dos hileras, como a un ataúd, y caminamos, igualando los pasos, en dirección al sendero que escalaba la orilla del río y que nos llevaría a la ciudad.
– No llore, viejo -dijo León.
– No he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se lo digo de veras. Leonidas no contestó. Iba detrás de mí, de modo que yo no podía verlo. A la altura de los primeros ranchos de Castilla, pregunté.
– ¿Lo llevamos a su casa, don Leonidas?
– Sí -dijo el viejo, precipitadamente, como si no hubiera escuchado lo que le decía.
El HERMANO MENOR
Al lado del camino había una enorme piedra y, en ella, un sapo; David le apuntaba cuidadosamente.
– No dispares -dijo Juan.
David bajó el arma y miró a su hermano, sorprendido.
– Puede oír los tiros -dijo Juan.
– ¿Estás loco? Faltan cincuenta kilómetros para la cascada.
– A lo mejor no está en la cascada -insistió Juan-, sino en las grutas.
– No -dijo David-. Además, aunque estuviera, no pensará nunca que somos nosotros.
El sapo continuaba allí, respirando calmadamente con su inmensa bocaza abierta, y, detrás de sus lagañas, observaba a David con cierto aire malsano. David volvió a levantar el revólver, apuntó con lentitud y disparó.
– No le diste -dijo Juan
– Sí le di.
Se acercaron a la piedra. Una manchita verde delataba el lugar donde había estado el sapo.
– ¿No le di?
– Sí -dijo Juan-, sí le diste.
Caminaron hacía los caballos. Soplaba el mismo viento frío y punzante que los había escoltado durante el trayecto, pero el paisaje comenzaba a cambiar, el sol se hundía tras los cerros, al pie de una montaña una imprecisa sombra disimulaba los sembríos, las nubes enroscadas en las cumbres más próximas habían adquirido el color gris oscuro de las rocas. David echó sobre sus hombros la manta que había extendido en la tierra para descansar y luego, maquínalmente, reemplazó en su revólver la bala disparada. A hurtadillas, Juan observó las manos de David cuando cargaban el arma y la arrojaban a su funda; sus dedos no parecían obedecer a una voluntad, sino actuar solos.
– ¿Seguimos? -dijo David.
Juan asíntió.
El camino era una angosta cuesta y los animales trepaban con dificultad, resbalando constantemente en las piedras, húmedas aún por las lluvias de los últimos días. Los hermanos iban silenciosos. Una delicada e invisible garúa les salió al encuentro a poco de partir, pero cesó pronto. Oscurecía cuando avistaron las grutas, el cerro chato y estirado como una lombriz que todos conocen con el nombre de Cerro de los Ojos.
– ¿Quieres que veamos si está ahí? -preguntó Juan.
– No vale la pena. Estoy seguro que no se ha movido de la cascada. El sabe que por aquí podrían verlo, siempre pasa alguien por el camino.
– Como quieras -dijo Juan.
Y un momento después preguntó:
– ¿Y si hubiera mentido el tipo ese?
– ¿Quién?
– El que nos dijo que lo vio.
– ¿Leandro? No, no se atrevería a mentirme a mí. Dijo que está escondido en la cascada y es seguro que ahí está. Ya verás.
Continuaron avanzando hasta entrada la noche. Una sábana negra los envolvió y, en la oscuridad, el desamparo de esa solitaria región sin árboles ni hombres era visible sólo en el silencio que se fue acentuando hasta convertirse en una presencia semicorpórea. Juan, inclinado sobre el pescuezo de su cabalgadura, procuraba distinguir la incierta huella del sendero. Supo que habían alcanzado la cumbre cuando, inesperadamente, se hallaron en terreno plano. David indicó que debían continuar a pie. Desmontaron, amarraron-los animales a unas rocas. El hermano mayor tiró de las crines de su caballo, lo palmeó varias veces en el lomo y murmuró a su oído: