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– Ojalá no te encuentre helado, mañana.

– ¿Vamos a bajar ahora? -preguntó Juan.

– Sí -repuso David-. ¿No tienes frío? Es preferible esperar el día en el desfiladero. Allá descansaremos. ¿Te da miedo bajar a oscuras?

– No. Bajemos, si quieres.

Iniciaron el descenso de inmediato. David iba adelante, llevaba una pequeña linterna y la columna de luz oscilaba entre sus pies y los de Juan, el círculo dorado se detenía un instante en el sitio que debía pisar el hermano menor. A los pocos minutos, Juan transpiraba abundantemente y las rocas ásperas de la ladera habían llenado sus manos de rasguños. Sólo veía el disco iluminado frente a él, pero sentía la respiración de su hermano y adivinaba sus movimientos: debía avanzar sobre el resbaladizo declive muy seguro de sí mismo, sortear los obstáculos sin dificultad. El, en cambio, antes de cada paso, tanteaba la solidez del terreno y buscaba un apoyo al que asírse; aun así, en varias ocasíones estuvo a punto de caer. Cuando llegaron a la sima, Juan pensó que el descenso tal vez había demorado varias horas. Estaba exhausto y, ahora, oía muy cerca el ruido de la cascada. Esta era una grande y majestuosa cortina de agua que se precipitaba desde lo alto, retumbando como los truenos, sobre una laguna que alimentaba un riachuelo. Alrededor de la laguna había musgo y hierbas todo el año y esa era la única vegetación en veinte kilómetros a la redonda.

– Aquí podemos descansar -dijo David.

Se sentaron uno junto al otro. La noche estaba fría, el aire húmedo, el cielo cubierto. Juan encendió un cigarrillo. Se hallaba fatigado, pero sin sueño. Sintió a su hermano estirarse y bostezar; poco después dejaba de moverse, su respiración era m s suave y metódica, de cuando en cuando emitía una especie de murmullo. A su vez, Juan trató de dormir. Acomodó su cuerpo lo mejor que pudo sobre las piedras e intentó despejar su cerebro, sin conseguirlo. Encendió otro cigarrillo. Cuando había llegado a la hacienda, tres meses atrás, hacía dos años que no veía a sus hermanos. David era el mismo hombre que aborrecía y admiraba desde niño, pero Leonor había cambiado, ya no era aquella criatura que se asomaba a las ventanas de La Mugre para arrojar piedras a los indios castigados, sino una mujer alta, de gestos primitivos, y su belleza tenía, como la naturaleza que la rodeaba, algo de brutal. En sus ojos había aparecido un intenso fulgor. Juan sentía un mareo que empañaba sus ojos, un vacío en el estómago, cada vez que asociaba la imagen de aquel que buscaban al recuerdo de su hermana, y como arcadas de furor. En la madrugada de ese día, sin embargo, cuando vio a Camilo cruzar el descampado que separaba la casa-hacienda de las cuadras, para alistar los caballos, había vacilado.

– Salgamos sin hacer ruido -había dicho David-. No conviene que la pequeña se despierte.

Estuvo con una extraña sensación de ahogo, como en el punto más alto de la cordillera, mientras bajaba en puntas de pie las gradas de la casa-hacienda y en el abandonado camino que flanqueaba los sembríos; casí no sentía la maraña zumbona de mosquitos que se arrojaban atrozmente sobre él, y herían, en todos los lugares descubiertos, su piel de hombre de ciudad. Al iniciar el ascenso de la montaña, el ahogo desapareció. No era un buen jinete y el precipicio, desplegado como una tentación terrible al borde del sendero que parecía una delgada serpentina, lo absorbió. Estuvo todo el tiempo vigilante, atento a cada paso de su cabalgadura y concentrando su voluntad contra el vértigo que creía inminente.

¡Mira!

Juan se estremeció.

– Me has asustado -dijo-. Creía que dormías.

¡Cállate! Mira.

– ¿Qué?

– Allá. Mira.

A ras de tierra, allí donde parecía nacer el estruendo de la cascada, había una lucecita titilante.

– Es una fogata -dijo David-. Juro que es él. Vamos.

– Esperemos que amanezca -susurró Juan: de golpe su garganta se había secado y le ardía-. Si se echa a correr, no lo vamos a alcanzar nunca en estas tinieblas.

– No puede oírnos con el ruido salvaje del agua -respondió David, con voz firme, tomando a su hermano del brazo-. Vamos.

Muy despacio, el cuerpo inclinado como para saltar, David comenzó a deslizarse pegado al cerro. Juan iba a su lado, tropezando, los ojos clavados en la luz que se empequeñecía y agrandaba como si alguien estuviese abanicando la llama. A medida que los hermanos se acercaban, el resplandor de la fogata les iban descubríendo el terreno inmediato, pedruscos, matorrales, el borde de la laguna, pero no una forma humana. Juan estaba seguro ahora, sin embargo, que aquel que perseguían estaba allí, hundido en esas sombras, en un lugar muy próximo a la luz.

– Es él -dijo David-. ¿Ves?

Un instante, las frágiles lenguas de fuego habían iluminado un perfil oscuro y huidizo que buscaba calor.

– ¿Qué hacemos? -murmuró Juan, deteniéndose. Pero David no estaba ya a su lado, corría hacía el lugar donde había surgido ese rostro fugaz.

Juan cerró los ojos, imaginó al indio en cuclillas, sus manos alargadas hacía el fuego, sus pupilas irritadas por el chisporroteo de la hoguera: de pronto algo le caía encima y ‚l atinaba a pensar en un animal, cuando sentía dos manos violentas cerrándose en su cuello y comprendía. Debió sentir un infinito terror ante esa agresión inesperada que provenía de la sombra, seguro que ni siquiera intentó defenderse, a lo más se encogería como un caracol para hacer menos vulnerable su cuerpo y abriría mucho los ojos, esforzándose por ver en las tinieblas al asaltante. Entonces, reconocería su voz: "¿qué has hecho, canalla? ", "¿qué has hecho, perro? ". Juan oía a David y se daba cuenta que lo estaba pateando, a veces sus puntapies parecían estrellarse no contra el indio sino en las piedras de la ribera; eso debía encolerizarlo más. Al principio, hasta Juan llegaba un gruñido lento, como si el indio hiciera gárgaras, pero después sólo oyó la voz enfurecida de David, sus amenazas, sus insultos. De pronto, Juan descubrió en su mano derecha el revólver, su dedo presionaba ligeramente el gatillo. Con estupor pensó que si disparaba podía matar también a su hermano, pero no guardó el arma y, al contrario, mientras avanzaba hacía la fogata, sintió una gran serenidad.

¡Basta, David! -gritó-. Tírale un balazo. Ya no le pegues.

No hubo respuesta. Ahora Juan no los veía, el indio y su hermano, abrazados, habían rodado fuera del anillo iluminado por la hoguera. No los veía, pero escuchaba el ruido seco de los golpes y, a ratos, una injuria o un hondo resuello.

– David -gritó Juan-, sal de ahí. Voy a disparar.

Presa de intensa agitación, segundos después repitió.

– Suéltalo, David. Te juro que voy a disparar.

Tampoco hubo respuesta.

Después de disparar el primer tiro, Juan quedó un instante estupefacto, pero de inmediato continuó disparando, sin apuntar, hasta sentir la vibración metálica del percutor al golpear la cacerina vacía. Permaneció inmóvil, no sintió que el revólver se desprendía de sus manos y caía a sus pies. El ruido

de la cascada había desaparecido, un temblor recorría todo su cuerpo, su piel estaba bañada de sudor, apenas respiraba. De pronto gritó:

¡David!

– Aquí estoy, animal -contestó a su lado, una voz asustada y colérica-. ¿Te das cuenta que has podido balearme a mí también? ¿Te has vuelto loco?

Juan giró sobre sus talones, las manos extendidas y abrazó a su hermano. Pegado a él, balbuceaba cosas incomprensibles, gemía y no parecía entender las palabras de David, que trataba de calmarlo. Juan estuvó un rato largo repitiendo incoherencias, sollozando. Cuando se calmó, recordó al indio:

– ¿Y ese, David?