En compañía de Tom Coates y de Benjamin Milton, dos colegas de la East India House, había bebido vino dulce y cerveza en la Salutation and Cat de Hand Court, cerca de Lincoln's Inn Fields. Sus compañeros eran muy bajos, atildados y de pelo oscuro; hablaban deprisa y se reían con descaro de sus respectivos comentarios. Charles era un poco más joven que Coates y un tanto mayor que Milton, por lo que se consideraba, tal como lo había expresado, «el medio neutral que conduce las fuerzas galvánicas». Coates hablaba de Spinoza, Schiller, la inspiración bíblica y la imaginación romántica; Milton peroraba sobre la geología, las edades de la tierra, los fósiles y los mares muertos. A medida que se emborrachaba, Charles imaginó que se encontraba en la infancia del mundo. ¿Qué podía conseguir una sociedad que albergaba tamaños intelectos?
– Mamá, ¿anoche te desperté?
– Ya estaba despierta. El señor Lamb se encontraba inquieto.
Su marido tenía la costumbre de tratar de orinar desde la ventana del dormitorio a la calle, hábito al que la señora Lamb se oponía con firmeza.
– Charles, casi no hiciste ruido. -Mary ya se había recuperado del ataque de tos-. Te fuiste derecho a la cama.
– Mary, vivo por siempre en tus buenas palabras. Que los cielos iluminen a semejante hermana.
– Pues de tu habitación me llegó claramente un ruido. -La señora Lamb no se dejó impresionar por aquel intercambio de afecto fraternal-. Oí un estrépito.
De hecho, Mary había ayudado a su hermano a subir la escalera y lo había conducido a su dormitorio. Lo cogió del brazo con delicadeza y saboreó el efluvio vinoso de su aliento, mezclado con el ligero olor a sudor del cuello y la frente. Disfrutó con la proximidad física de su hermano, sensación que hacía tiempo que no experimentaba. Charles había estudiado interno en Christ's Hospital y su partida al inicio de cada curso desataba en Mary una extraña mezcla de rabia y soledad. Su hermano se iba al mundo de la camaradería y la erudición, mientras ella se quedaba en compañía de su madre y de Tizzy. Fue en esa época en la que, una vez cumplidas las tareas de la casa, comenzó a estudiar. Su dormitorio se encontraba en un cuartito trastero del ático. Allí guardaba los libros de texto que Charles le había prestado; entre otros, una gramática latina, un léxico griego, el Diccionario filosófico de Voltaire y un ejemplar del Quijote. Intentó seguir el ritmo de su hermano y, al regreso de éste, con frecuencia se percató de que lo había superado. Había empezado a leer y a traducir el cuarto libro de la Eneida, que relata el amor entre Dido y Eneas, antes de que Charles dominase los discursos de Cicerón. Le había dicho: «At regina gravi iamdudum saucia cura», pero al oír esas palabras su hermano se había echado a reír y le había preguntado qué significaban.
– Es Virgilio, Charles. Dido está afligida.
Charles volvió a reír y le alborotó los cabellos. Mary intentó esbozar una sonrisa, pero bajó la cabeza porque se sintió vanidosa y necia.
En otras ocasiones, estudiaban juntos por la noche y reflexionaban sobre un texto, con la mirada encendida mientras desentrañaban las mismas frases. Hablaban de Roderick Random y del peregrino Pickle, de las obras picarescas de Tobias George Smollett, el traductor del Quijote al inglés, e inventaban aventuras o escenas nuevas para Lemuel Gulliver y Robinson Crusoe. Imaginaban que estaban en la isla de Crusoe y entre los árboles se ocultaban de los caníbales. Luego retornaban a las complejidades de la sintaxis griega. Charles le dijo a Mary que se había convertido en «una helenista».
– Mamá, ¿has dicho un estrépito? -Charles planteó la pregunta con tono de ofendida inocencia porque, en realidad, no sabía a qué se refería.
Charles se había desplomado sobre la cama y sumido en el acto en un sueño profundo; parecía que por fin había escapado.
Mary desató los cordones de sus botas y cuando dispuso a quitarle la derecha, tropezó, cayó de espaldas sobre el escritorio y derribó un candelero y un pequeño cuenco de bronce en el que su hermano acumulaba las cerillas usadas. Ese fue el estrépito que, insomne y alerta al otro lado del pasillo, había oído la señora Lamb. Charles no se había despertado. En el silencio que siguió, con gran sigilo Mary volvió a poner en su sitio el candelero y el cuenco; descalzó despacio a su hermano y se tumbó a su lado. Lo abrazó y apoyó la cabeza en su pecho, con tanta delicadeza que subió y bajó al ritmo de la respiración de Charles. Al cabo de unos minutos, sin hacer ruido subió la escalera que conducía a su pequeño cuarto.
Los domingos, después de comer, en casa de los Lamb estaban acostumbrados a que Charles leyera la Biblia a sus padres y hermana. No le molestaba. Admiraba los artificios de la versión del rey Jacobo. Su equilibrio, cadencia y eufonía le habían llegado en su infancia cual un soplo de aire fresco.
– «Tuve un sueño que me aterró. Los fantasmas que tuve en mi lecho mientras dormía y las visiones de mi mente me horrorizaron.» -Se habían reunido en el salón, el mismo en el que Mary había tomado el sol; Charles se encontraba tras una pequeña mesa con largueros y sostenía con una mano el texto sagrado-. Papá, ésta es la historia de Nabucodonosor.
– ¿Estás seguro? ¿Sabía cuándo tenía que llorar?
– Pues cuando Dios lo regañaba, señor Lamb. -La señora Lamb hizo hincapié en sus palabras-. Toda la carne es hierba.
Mary se llevó instintivamente la mano a la cara mientras Charles retomaba la lectura de Danieclass="underline"
– «Di orden de que vinieran a mi presencia todos los sabios de Babilonia, a fin de que me dieran a conocer la interpretación de mi sueño.»
CAPÍTULO II
A la mañana siguiente, Charles Lamb salió de la casa de Holborn en dirección a la East India House de Leadenhall Street. Al dejar atrás Holborn Passage, se unió al numeroso grupo de peatones que esa deliciosa mañana de otoño se dirigían al corazón financiero de la ciudad. Sin embargo, como estaba convencido de que había visto algo, decidió dar la vuelta. Había madrugado y disponía como mínimo de una hora antes de cumplir con la obligación de ocupar su alto escritorio en la oficina de dividendos. Holborn Passage era poco más que un callejón, uno de esos hilos oscuros incorporados a la trama de la ciudad que, con el transcurso de los siglos, acumulan hollín y polvo. Albergaba una tienda de pipas, el taller de una modista, otro de carpintería y una librería. Todos soportaban con resignación la deslustrada pátina de los años y el abandono. Los vestidos estaban descoloridos, las pipas en exposición jamás se encenderían y el taller parecía desocupado. Pues sí, eso era lo que había visto. El escaparate de la librería exhibía un documento redactado con caligrafía isabelina del siglo xvi. Charles adoraba las muestras de la antigüedad. Se había detenido en el emplazamiento de la vieja bomba de Aldgate e imaginado cómo salía el agua de la tubería de madera hacía cinco siglos; había recorrido el trazado de la muralla romana y reparado en que las calles se adaptaban naturalmente a esa configuración; se había demorado junto a los relojes de sol del Inner Temple y seguido los lemas con el dedo. En cierta ocasión, en un momento de ebria inspiración, había dicho a Tom Coates: «El futuro es como la nada porque lo es todo. El pasado lo es todo por ser la nada».