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William no había sido tan explícito con su padre como con Mary Lamb; apenas si le había contado que había encontrado la escritura de una casa en la biblioteca de una anciana dama que, a su vez, lo había autorizado a quedarse con ciertos artículos que para ella carecían de interés. En lo que a la mecenas se refería, sólo se trataba de «simples papeles». También le había comentado que prestó juramento solemne de que jamás revelaría su nombre. William sabía de la grandilocuencia y propensión de su padre a la elaboración de tramas extravagantes. Por ejemplo, fue a raíz de un impulso repentino que su padre había llamado a Edmond Malone.

– Le dije que la visitaría dentro de unos días.

– ¿Unos días? ¿Sabes lo que tenemos aquí?

– Un sello.

– Es una mina, una mina de oro. ¿Sabes el precio que estos objetos alcanzarían en subasta?

– Padre, ni se me ha ocurrido planteármelo.

– Supongo que tu mecenas no lo sabe porque, de estar al tanto, no los pondría sin más a tu disposición. ¿Sería mejor que dijera «tu benefactora»? -William se negó a considerar si el tono de su padre era irónico-. Está por encima de esas cuestiones, ¿no?

– Solamente se trata de un regalo. Ya te expliqué que encontré una escritura en la casa de su difunto marido…

– ¿Estos papeles carecen de valor económico para ti? -Samuel Ireland volvió a deambular por la librería. William tuvo claro que su padre se hallaba preso de una energía o vigor extraño que no intentó disimular-. William, quiero preguntarte una cosa. ¿Posees acaso la capacidad de progresar y de triunfar en esta vida?

Más que una pregunta era un desafío.

– Eso espero. Supongo que sí.

– De ser así, aprovecha la oportunidad que se te presenta. Estoy seguro de que habrá más papeles shakespearianos. Encontrar en el mismo lugar una escritura y un sello va más allá de la mera coincidencia. William, debes buscarlos. -Dio la espalda a su hijo a fin de acomodar los libros de una estantería-. Tu mecenas no tiene por qué enterarse. Los venderemos en privado.

William reparó en que un pelo cano colgaba de la espalda de la chaqueta de su padre y refrenó el deseo de quitarlo.

– Padre, no es posible venderlos.

– ¿No es posible?

– No me beneficiaré de la generosidad de esa mujer.

Su padre hizo un esfuerzo notorio por erguirse.

– ¿No estás dispuesto a tomar en consideración mis opiniones… ni mis sentimientos sobre este asunto?

– Claro que sí, siempre estoy dispuesto a hacer caso de tus consejos, padre, pero lo que acabo de decir se trata de uno de mis principios.

– Eres demasiado joven para hablar de principios. -Samuel Ireland seguía de espaldas-. ¿Crees que tus principios te permitirán acceder a una vida mejor?

– No me conducirán a otra peor.

– ¿Estás dispuesto a trabajar en una tienda hasta el fin de tus días? -Aunque se volvió, el señor Ireland no miró a su hijo. Se acercó al mostrador y lo recorrió con la palma de la mano-. ¿No tienes más ambición que la de ser un tendero? -William guardó silencio, con lo cual obligó a su padre a retomar la palabra-. Si cuando salí al mundo hubiera contado con una benefactora, con una mecenas como la tuya, lo habría aprovechado.

– ¿En qué te habrías aprovechado?

– Lo habría aprovechado para escalar.

– Padre, ¿cómo pretendes que consiga algo así?

– Guardando dinero en el banco. -Sólo en ese momento el señor Ireland miró a su hijo-. ¿Tienes idea de lo que es la pobreza? Llegué al mundo con los bolsillos vacíos. Tuve que pelear para ganarme el pan. Asistí a la escuela gratuita de Monmouth Street. Bueno, ya te lo he contado. -A decir verdad, no era la primera vez que William oía la historia de su padre-. Mendigué y pedí prestado un puñado de chelines para montar un tenderete en la calle. Prosperé muy despacio, pero prosperé. Lo sabes perfectamente.

– Lo sé.

– ¿También sabes emularlo? ¿Sabes por dónde empezar?

Samuel Ireland subió poco a poco la escalera y, como si se hubiese quedado sin resuello, hizo un alto en un peldaño.

William esperó a que su padre se internase en la habitación de la planta alta; entonces, se acercó al sello rojo de Shakespeare, lo cogió y rompió a llorar.

***

Tres días después, William entró en la librería silbando Dulce Julie y subió a la carrera hasta el comedor. Rosa Ponting y su padre estaban sentados junto al fuego de carbón y elaboraban la lista de conocidos a los que, de manera rentable y útil, podían enviar como presente navideño la botella de una bebida preparada con leche y cerveza.

– Cummings es demasiado viejo -argüía Rosa-. Se le derramará.

– Padre, te traigo un regalo. -Del bolsillo interior de su chaqueta, William extrajo una hoja de desteñido papel vitela-. Se trata de un regalo para todas las épocas. -Samuel Ireland abandonó presuroso la silla y agarró el papel con impaciencia-. Se trata de su testamento.

– ¿Me estás hablando de un testamento, no de una última voluntad?

– Sin el menor atisbo de dudas. ¿No recuerdas que me dijiste una vez que murió papista?

Samuel Ireland se acercó a la mesa y desenrolló el documento.

– Se trataba de una sospecha, nada más.

***

Habían debatido la cuestión durante su reciente visita a Stratford. Tras dejar la casa natal, donde habían tomado el té con el señor Hart, caminaron por Henley Street en dirección al río. Evaluaron el testamento de John Shakespeare, escondido tras una viga del tejado, y se preguntaron si el hijo habría seguido las convicciones religiosas de su padre. Samuel Ireland llevaba un bastón coronado con una piedra preciosa, con el cual golpeaba el suelo a fin de resaltar sus palabras.

– Existió una obra de teatro sobre el papista Tomás Moro y se atribuyó a Shakespeare, pero se trata de una cuestión bastarda.

– ¿Una cuestión bastarda? Padre, ¿qué es eso?

Se miraron unos segundos y Samuel golpeó un adoquín con el bastón.

– No es nada, una simple expresión. Quiere decir que no forma parte del canon.

William miró hacia delante y ni siquiera reparó en la pequeña piara de cochinillas que atravesaban Henley Street.

– De todas maneras, se trata de una expresión interesante: una cuestión bastarda.

– William, algunas frases se emplean demasiado a la ligera. La erudición no es exacta. ¿Has visto esas pequeñas criaturas?

– ¿De modo que los eruditos pueden equivocarse?

– Dan demasiada importancia a las fuentes, a los orígenes. En vez de estudiar la maravillosa sublimidad de los versos del bardo, los eruditos van a la caza de los originales que Shakespeare pudo copiar. Se trata de un falso saber.

– Hay quienes dicen que, en realidad, Shakespeare lo copió todo.

– Ésa es, ni más ni menos, la conjetura a la que me refiero. Me parece absurda y disparatada. Él fue un ser magnífico y original.

– ¿Estás diciendo que carecía de orígenes?

– William, ¿por qué no lo dejamos en que los orígenes carecen de importancia?

– Me alegra oírtelo decir. -El joven se percató de que, durante unos segundos, su padre lo observaba con una mirada penetrante-. Shakespeare es único.

***

Samuel Ireland seguía estudiando el pergamino extendido en la mesa del comedor.

– Padre, el testamento demuestra que no era papista. ¿Has entendido lo que dice el texto?

– Aquí pone algo según lo cual encomienda su alma a Jesucristo.

– No aparecen María ni los santos. No hay supersticiones ni intolerancia.

Samuel Ireland se frotó los ojos con un gesto que tuvo mucho de nervioso.

– William, ¿no existe la menor confusión?