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– Señor Ireland, ha sido un honor. -Warburton miró Fetter Lane abajo, como si esperase la llegada de un ejército invasor-. Ha supuesto una gran alegría.

Mientras cruzaban Fetter Lane, William agarró del brazo a su padre y le soltó:

– No sabía que te proponías escribir un artículo.

– ¿Qué tiene de malo?

– Padre, tendrías que haberme informado.

– ¿Desde cuándo un padre tiene que pedir permiso a su hijo? ¿Es eso lo que estás diciendo?

– Tendrías que haberme consultado.

– ¿Consultarte? ¿Qué es lo que hay que consultar? Como ha dicho el simpático Warburton, debemos dar la buena nueva al mundo.

A decir verdad, William pretendía escribir un artículo sobre el tema. Desde el día en el que había mostrado la primera rúbrica a su padre, el joven albergaba la ambición de redactar ensayos biográficos sobre Shakespeare, el tema que se convertiría en su clave para publicar.

– Padre, quizá también hay otros que quieren escribir acerca de ello.

– Nadie más conoce el tema tan a fondo como nosotros. Vaya, supongo que no te refieres a ti mismo, ¿eh?

William se ruborizó.

– Tengo tantos motivos como tú.

– Eres un muchacho, William, todavía careces de aptitudes para la composición.

– ¿Cómo lo sabes?

– Sensus communis. Por sentido común. Te conozco.

De repente, William se encolerizó muchísimo:

– ¡No le habrías dicho lo mismo al joven Milton ni a Pope! Chatterton tenía mi edad cuando murió.

– Milton y Pope poseían auténtico genio. Seguramente no creerás que…

– Está claro que no lo he heredado, es harto evidente.

Durante el resto de la velada no se dirigieron la palabra.

***

La semana anterior, Samuel Ireland había escrito a Philip Dawson, el director de la Gentleman's Magazine.

Dawson era un hombre de negocios astuto, discreto y sensato, pero cuando leyó la carta de Ireland echó la cabeza hacia atrás, lanzó un silbido y declaró:

– Esto es todo un descubrimiento. Doy mi palabra de que lo es.

Se dirigió al armario y sacó una botella de soda. Bebía únicamente soda porque, como siempre afirmaba, así su mente se mantenía clara y transparente. Los conocidos lo apodaban «Soda» y con ese mote firmaba las cartas más personales. No obstante, se había limitado a firmar como «Dawson» su respuesta a Samuel Ireland, en la que le solicitaba que lo visitase.

***

Mientras se dirigía a las oficinas de la Gentleman 's Magazine, en Saint John's Gate de Clerkenwell, Samuel Ireland experimentó durante unos instantes el malestar de su hijo. En cuanto William le mostró los primeros papeles, Samuel imaginó en el acto los beneficios que obtendría. Conocía a varios eruditos y coleccionistas dispuestos a pagar más que una módica suma por cualquier rúbrica o escritura. No tenía demasiada importancia que William se negase a venderlos; Samuel estaba seguro de que, con el paso de las semanas y los meses, lo convencería. Un hijo suyo jamás desecharía la posibilidad de alzarse con beneficios económicos. A medida que se encaminaba hacia Saint John's Gate, lo que más lo preocupaba era la seriedad de su tarea. Estaba a punto de revelar al público inglés una serie de artículos shakespearianos desconocidos y hasta entonces ocultos. A renglón seguido, Samuel Ireland se convertiría en tema polémico. Ya se había preguntado cómo lo definirían: ¿librero, comerciante o dueño de una tienda? ¿Cual era la mejor manera de comportarse en presencia de eruditos y hombres de letras?

***

Philip Dawson estaba sentado ante el escritorio, en el extremo de una habitación larga y de techos bajos; se encontraba encima de la casa del guarda y el tejado se apoyaba en grandes vigas de madera del siglo xv. En cuanto vio a Samuel Ireland, Dawson se puso de pie y acortó distancias; enseguida reparó en el corte elegante de la chaqueta del visitante, en su tez rubicunda, la boca de labios carnosos y los ojos de mirada penetrante e inquisitiva.

– Señor Ireland, ha producido una maravilla -comentó Dawson tras la presentación formal y sin dejar de mirarlo de manera franca.

– Señor Dawson, desde luego que se trata de una maravilla. ¿Puedo beber un vaso de agua antes de que hablemos? -Ireland tenía la boca seca.

– ¿Le va bien un vaso de soda?

– Perfecto. -Bebió a grandes sorbos y no pudo reprimir un eructo cuando dejó el vaso sobre el escritorio-. Le pido mil disculpas.

– Les ocurre a muchos invitados. La soda remueve las entrañas.

– Y tanto. Supongo que ha leído mi carta.

– Señor Ireland, ahora lo único que necesito es la prueba, el documento propiamente dicho.

– Gracias a una feliz coincidencia… -Samuel se agachó sobre el portafolios y extrajo el testamento de William Shakespeare que, por razones de seguridad, había envuelto con un pañuelo de hilo y guardado en un sobre.

Dawson lo cogió y lo examinó con sumo cuidado.

– Es extraordinario.

– Es realmente extraordinario.

– Resulta obvio que los sentimientos son ortodoxos.

– Lo cual representa un gran consuelo. Señor Dawson, si nuestro bardo hubiese sido puritano o papista…

– Habría arrojado una extraña luz sobre sus dramas.

– Habría resultado inquietante.

– La cuestión está en saber si lo considerarán auténtico.

Samuel Ireland se llevó una soberana sorpresa. Había dado por supuesto la autenticidad de los documentos. ¿Existía algún motivo por el cual la benefactora de William los hubiese podido falsificar?

– Señor, le garantizo que su procedencia es incuestionable. De eso puede estar seguro.

– Me alegro pero, de todas maneras, necesitamos un paleógrafo.

– Lo siento, pero no entiendo lo que quiere decir.

Samuel Ireland jamás había oído esa palabra.

– Un paleógrafo, un intérprete de antiguas caligrafías.

– El señor Edmond Malone ya ha verificado la firma.

– Malone es erudito, pero no paleógrafo. ¿Me permite un momento? -Dawson se sentó ante el escritorio y escribió con rapidez una tarjeta-. ¡Jane! -En la puerta apareció una joven que sostenía una bandeja de madera con tipos de metal-. ¿Puedes llevar esta tarjeta al señor Baker? Ya sabes dónde vive.

Jane despertó el interés de Samuel Ireland. Llevaba el pelo oscuro pegado al rostro ovalado, según el estilo conocido como «marroquí», y le recordó aquel cuadro de lady Keppel, que colgaba en Somerset House.

– El señor Baker es toda una autoridad en caligrafías del siglo xvi -apostilló Dawson-. En la tarjeta le pido que venga a vernos. ¿Le apetece más soda?

Ireland aceptó y la bebió de un trago.

***

– Señor Baker, es usted rápido.

Jonathan Baker era un hombre bajo, fornido y su expresión denotaba un completo hastío. Tenía las comisuras de los labios caídas y los párpados pesados. A Samuel Ireland le recordó a Pantalone, el personaje de la ópera bufa. Baker se presentó en la oficina ataviado con un sombrero con visera de una época imposible de precisar.

– Señor Dawson, le garantizo que cuando usted me llama, salgo volando. -Su voz era aflautada, casi juguetona-. ¿Me permite ver el documento? -Ni siquiera había mirado a Samuel Ireland, como si hasta el mero saludo pudiese perjudicar su análisis. Cogió el testamento y lo analizó a la luz que se colaba por la ventana-. El papel es de buena calidad, la marca de agua corresponde a la época y la tinta es excelente. Fíjese cómo se ha difuminado en la trama. -Había olvidado que todavía llevaba la cabeza cubierta, por lo que se disculpó y se quitó el sombrero-. Es una buena caligrafía del siglo dieciséis. En el pasado he estudiado la rúbrica de Shakespeare…