– Señor, ¿dónde la ha estudiado?
– Señor Dawson, su testamento se encuentra en la Rolls Chapel, bajo cristal, eso sí, pero la he estudiado a fondo. -Sacó del bolsillo una tira de papel-. La he trazado con un micromemnonígrafo de mi propia invención. -En la tira de papel figuraban diversas líneas y números-. Como ve, tengo mi personal método caligráfico, basado en principios exactos.
Su tono de voz era tan animado y elegante que, en principio, Samuel Ireland no comprendió muy bien lo que decía, aunque comenzó a sentirse incómodo a medida que Baker estudiaba la firma del testamento. ¿Y si ese hombre sospechaba que se trataba de una falsificación?
Baker examinó el testamento, prácticamente rozó el papel vitela con la nariz y, de vez en cuando, dejó escapar alguna que otra exclamación.
– Hay varias anormalidades -decretó por último-. De todos modos, se producen en determinadas circunstancias. En conjunto, me inclino por creer que el documento es auténtico. Felicitaciones, señor. -Miró a Ireland por primera vez-. Supongo que es usted quien lo ha traído aquí.
– Ese honor me pertenece.
– En ese caso, ha realizado un gran servicio.
Cuando le refirió la escena a su hijo, Samuel Ireland imitó los actos de Dawson y Baker: la forma en la que Baker se había inclinado, en la que Dawson había esgrimido una botella de soda en el aire y en la que Jane había gritado «¡hurra!» desde la puerta. Al principio, William se mostró horrorizado cuando su padre mencionó la llegada del paleógrafo. ¿Qué derecho tenía el mentado Dawson a recabar la participación de un desconocido? También había reído a mandíbula batiente cuando su padre le comunicó la verificación del documento.
– Padre, ¿acaso esperabas otra cosa? -preguntó William-. ¿Quién se atrevería a dudar de ti?
William abandonó por un instante la estancia. Lo embargaba un regocijo tan intenso que no quería que nadie lo viese.
CAPÍTULO VI
– ¿Qué significa «la madre»? -Era el primer día de primavera. Charles Lamb estaba con Tom Coates y Benjamin Milton en la Billiter Inn-. No sé dónde leí que Julio César sufría «la madre». No tengo ni la más remota idea de lo que quiere decir.
– Ben, ¿has tenido la madre? ¡Caramba! -preguntó Tom, que bebía Stingo y no pudo evitar estornudar sobre la manga.
Benjamin le palmeó la espalda.
– Mi querido amigo, que Dios te bendiga. Charles, me has dejado de piedra. Sin duda recuerdas que «la madre» aparece en El rey Lear. Se trata de la «pasión histérica». En pleno frenesí, el útero asciende cada vez más y acaba por ahogar el corazón. El útero representa la madre.
– Pero los hombres no tienen útero.
– Tienen entrañas, ¿no? También sangran.
– Mi madre está siempre histérica. -Tom terminó su bebida y levantó el brazo para indicar que quería más-. Llora cada vez que se le escapa un punto.
– Las pasiones crean humores corporales. -Benjamin estaba empeñado en seguir la concatenación de sus pensamientos en medio de los efluvios del alcohol-. Los vapores inferiores suben hasta el cerebro. Eso es la histeria.
Charles pensó en su hermana.
Una semana antes, Mary estaba en la cocina y preparaba riñones para la cena.
– Nunca entenderé por qué hay quienes insisten en preparar los riñones sazonados con mucho picante -protestó la señora Lamb, que se había sentado junto a su hija-. ¿Qué tiene de malo freírlos?
Mary lanzó un grito de dolor. Se había rebanado la yema del pulgar y la sangre goteaba sobre la tabla de picar. Charles la había estado contemplando mientras cortaba los riñones, mejor dicho, la había mirado de un modo ocioso porque no tenía nada mejor que hacer, por lo que habría jurado que se había lastimado aposta. Con movimientos serenos, Mary había pasado el filo del riñón al pulgar. La señora Lamb chilló al ver la sangre y se puso de pie de un salto. Estaba a punto de coger la mano de su hija cuando ésta se apartó, abrió un cajón y retiró un paño de hilo. Se vendó con rapidez el dedo y miró a Charles. Su hermano tuvo la sensación de que su expresión era de triunfo.
Más tarde Mary había entrado en la habitación de Charles con el pretexto de que necesitaba que le tradujese una frase difícil de Lucrecio. Se sentó al pie de la cama y declaró:
– Charles, por si no lo sabes, debo abandonar esta casa.
– Querida, ¿por qué lo dices?
– ¿No te das cuenta? Me está matando. -Charles se quedó anonadado. Mary reparó en su sorpresa y se echó a llorar. El joven se inclinó hacia su hermana, pero no la tocó. Ella dejó de llorar con la misma presteza con la que había empezado y se enjugó las lágrimas con el vendaje que le rodeaba el pulgar-. Charles, lo digo totalmente en serio. Debo marcharme o me voy a volver loca.
– ¿Qué harás? ¿Adónde irás?
– Eso no tiene importancia.
Hasta entonces Mary no le había revelado sus sentimientos; Charles quedó conmocionado y alterado. No supo qué responder. Se planteó la posibilidad de que Mary estuviese dispuesta a dejarlo, a abandonarlo, pero la descartó de inmediato. Era impensable. No consiguió entrever el origen de la cólera y la frustración de su hermana. Había dado por sentado que vivía satisfecha, casi plácida, en compañía de sus padres y con el consuelo del entorno conocido. Disponía de tiempo para leer y coser. ¿Acaso no había afirmado siempre que aguardaba deseosa las conversaciones que sostenían al final del día? Charles no estaba dispuesto a tomarse en serio esa amenaza. Se limitó a preguntar:
– ¿Qué será de papá?
Mary lo miró con los ojos desorbitados y abandonó la alcoba. Charles oyó sus pasos en la escalera, así como la apertura y el cierre de la puerta de entrada. Mary salió sin chal ni sombrero.
Aunque la noche era apacible, un fuerte viento recorría las calles. Mary Lamb no tenía rumbo ni propósito: necesitaba escapar para tomar aire. Recorrió deprisa el adoquinado. Vio que una rata se colaba por una tubería de agua, pero no se sobresaltó. El mundo era así. A causa de la fuerza del viento, restos de mondas de naranja y de periódicos se deslizaban sobre los adoquines; como no lo llevaba recogido, su cabello se le arremolinó alrededor del cuello y la frente. Pensó que parecía una bruja, una arpía nocturna. Se dijo que estaba condenada. Echó a correr y giró en una esquina penumbrosa. Su prisa era tal que chocó con alguien.
– ¿Señorita Lamb?
Al principio Mary no lo reconoció.
– ¡Vaya, señor Ireland! Lo lamento. Supongo que lo he alarmado.
– En absoluto, no he sufrido daño alguno. -Durante unos segundos se contemplaron-. ¿Hay algún problema?
– ¿Un problema? Los problemas no existen. -Dada su ansiedad y su zozobra, Mary no supo bien lo que decía-. ¿Le gustaría caminar un rato conmigo?
– Encantado.
Descendieron por la calle y el joven Ireland se adelantó ligeramente, como si la guiara.
– Me temo que, sin chal, parezco una cualquiera. Además, tengo el pelo revuelto.
– Claro que no, en absoluto.
Deambularon en silencio mientras Mary recobraba poco a poco la compostura.
– Me gusta observar la forma y la presión del viento -comentó ella por fin-. ¿Ha visto cómo ondula en aquellas ventanas? -Se sintió protegida al amparo de la noche de la ciudad y reconfortada por el aire ceniciento-. Señor Ireland, usted también es un enamorado de Londres.
– ¿Por qué lo dice?
– Bueno, porque ha sobrevivido.
– He sobrevivido.
– Y porque camina de noche.
– No puedo dormir, estoy demasiado nervioso.
– ¿Puedo preguntarle el motivo?