– Ah, ¿ya habías pensado en ello antes?
– Píramo, Tisbe y Muro.
– Mi querido amigo, explícate.
– Son como Cartabón y Lanzadera, los artesanos de Sueño de una noche de verano. -Charles miró a Benjamin-. Pensándolo bien, serías un excelente Hocico. Los artesanos son la base de una mala actuación precisamente por ser aficionados. Interpretaremos su entremés. Será fantástico.
– Sí, claro. Sin duda se trata de una fantasía. -Benjamin se frotó la nariz-. No me cabe la menor duda.
– ¿No le ves el lado divertido? -preguntó Charles, que adoraba las representaciones de aficionados. Con frecuencia asistía a las funciones de compañías ambulantes y a los dramas interpretados en casas de amigos; él mismo había interpretado en el pasado los papeles de Volpone y Barba Azul.
– Yo sí se lo veo -confirmó Tom-. Pero ¿cómo lo llevaremos a cabo? Soy incapaz de actuar.
– ¿Me has escuchado o no? -quiso saber Charles.
– No. Probablemente, no.
– Querido Tom, ése es el quid de la cuestión. Cartabón y Lanzadera tampoco escuchaban.
– Pero ellos son personajes y nosotros, seres reales. ¿O no?
– Ben, ¿qué importancia tiene eso? Las palabras son las mismas, ¿no te parece? Incorporaremos a Siegfried y a Selwin. -Siegfried Drinkwater y Selwin Onions también trabajaban en la oficina de dividendos-. Serán unos atenienses perfectos. Interpretaremos la obra en Transaction Hall una noche de verano, la del solsticio, ¿no estáis de acuerdo? Tom Coates y Benjamin Milton se miraron con solemnidad y luego se partieron de risa.
CAPÍTULO VII
Al dar las doce, William Ireland entró en Paternoster Row; sabía que a esa hora repartían los ejemplares semanales de Westminster Words en las librerías y entre los libreros de la calle. Envueltos con papel de estraza y atados con cuerda, el editor en persona los entregaba desde las profundidades de un cabriolé de alquiler. William lo había visto la semana anterior y la previa, mientras aguardaba con impaciencia para comprobar si habían publicado su artículo sobre el poema perdido de Shakespeare. Conocía al dedillo las librerías del barrio y, en cuanto pasó el cabriolé, compró un ejemplar al señor Love, que regentaba Love Volumes.
– Una hora tranquila para el comercio, ¿no le parece, señor Ireland?
– Señor Love, todas las horas son tranquilas.
– Sí, claro, olvídelo. -Love era un hombre demacrado, de pelo canoso y fino, que tenía la costumbre de mirar de soslayo a su interlocutor-. Señor Ireland, este clima es demasiado cálido para mí. A ellos tampoco les gusta. -Señaló los libros-. Prefieren el fresco. Bueno, olvídelo. ¿Cómo está su padre?
William pagó su ejemplar de Westminster Words y bajó corriendo por Paternoster Row. Buscó un lugar retirado en el que echarle un vistazo. Se detuvo detrás de una pila de toneles, que el transportista había apilado con cuidado hasta formar una pirámide, y abrió el semanario. Era el primer artículo. «Poema desconocido de William Shakespeare», impreso en romana de doce puntos, luego se leía: «por W. H. Ireland». Era su nombre el que aparecía en letras de molde. Jamás lo había visto escrito de ese modo y le resultó curiosamente lejano, como si siempre hubiese albergado una identidad secreta que acababa de revelarse. Leyó las palabras de introducción como si las viera por primera vez y en esa tipografía le resultaron mucho más formales y significativas. Se trataba de un momento que había imaginado con frecuencia, y que por ello le producía un placer más intenso si cabe.
Hasta ahora se había llegado a la conclusión de que ningún ejemplo más de la escritura de Shakespeare sería descubierto, así como que nada nuevo se añadiría a la historia de la poesía dramática que el mundo conoce. Tanto en ésta como en tantas otras cuestiones shakespearianas, se ha demostrado que la opinión al uso estaba en un error…
Edmond Malone leía el artículo en un reservado de la cafetería Parker, situada cerca de Chancery Lane; apoyó la espalda en los paneles de roble, adoptó una expresión de sorpresa, se quitó las gafas e inmediatamente pidió la cuenta. Se puso el sombrero y, con Westminster Words apretado bajo el brazo, se dirigió deprisa a la calle. Pocos minutos después, llegó a la librería de Ireland. La campanilla colgada de la puerta alertó a Samuel Ireland, arrodillado tras el mostrador examinando las heces de un ratón.
– Buenas tardes, señor Malone. ¿Ya es de tarde, no?
– Sí. Dígame, ¿qué significa esto? -inquirió, y dejó sobre el mostrador la copia de la publicación semanal.
Samuel Ireland la abrió y hojeó el primer artículo. Levantó el semanario, se lo acercó a la cara y leyó con suma atención a medida que su respiración se aceleraba y se volvía más fatigosa.
– No tengo ni la más remota idea… -Cogió el pañuelo y se sonó ruidosamente la nariz-. Nadie me dijo que… -Volvió a sonarse la nariz-. Se trata de una sorpresa sumamente desagradable.
– Está bien, señor. ¿Dónde está?
– ¿De qué me está hablando?
– Del poema que su hijo ha descrito con tanto lujo de detalles, del original. Señor Ireland, tengo que verlo.
– Señor Malone, no sé dónde está. Por lo visto, a William no le ha parecido oportuno… -A medida que hablaba su cólera iba en aumento-. Mi hijo no ha tenido la gentileza de mencionar este tema. Lo ha ocultado de forma deliberada, me ha traicionado.
– El poema en cuestión no pertenece a su hijo, sino al mundo.
– Bien lo sé, señor Malone.
En ese momento William Ireland entró en la librería. Aún estaba emocionado por haber visto su nombre en Westminster Words y afrontó con ecuanimidad las expresiones hostiles de ambos hombres. Vio el semanario sobre el mostrador.
– Padre, ¿lo has leído?
– ¿Qué significa esto?
– Si lo has leído ya lo sabes. Buenas tardes, señor Malone.
– Por segunda vez te pregunto qué significa esto.
– Te lo diré. He llevado a cabo lo que aseguraste que jamás sería capaz de hacer: he escrito un artículo y lo han publicado.
– ¿Cómo te atreviste a ocultármelo?
– Padre, sabes bien que te lo habrías quedado. Habrías supuesto que carezco de habilidades para la composición. Acabo de demostrar que estabas equivocado, eso es todo.
Samuel Ireland miró furibundo a su hijo, pero guardó silencio.
Entretanto, Edmond Malone perdió la paciencia.
– Esto no tiene nada que ver con el padre ni con el hijo. ¿Dónde está el poema? -Se dirigió a William-. Señor, ha sido muy irreflexivo y temerario de su parte imprimir el artículo antes de saber qué terreno pisa. ¿Cómo sabe que el poema es auténtico?
– Estoy seguro de su procedencia.
– ¿Está seguro? Supongo que cree que la autenticidad se demuestra de modo instintivo y que los eruditos no tienen arte ni parte en el asunto.
– El pordiosero se muestra altanero -intervino el padre de William.
El joven los miró y sonrió.
– Señor Malone, tenga la amabilidad de esperar un poco. -Subió la escalera a la carrera y regresó poco después con un sobre de gran tamaño-. Señor Malone, lo dejo a su cuidado y custodia. Sométalo al escrutinio que quiera. Si tiene la menor duda de que se trata de Shakespeare, proclámelo a los cuatro vientos.
Malone cogió el sobre con impaciencia y extrajo el original.
– Señor, en su artículo afirma que se trata de versos amorosos.
– Lea, lea.
– Ya he tenido ese placer. Lo he visto en Westminster Words. -Volvió a leer el poema-. Me alegro de que no haya indelicadezas. Albergaba el temor de que…
– ¿Ha dicho indelicadezas?