– Querido, tu interpretación de Lanzadera es excelente -susurró Benjamin antes de desplomarse a causa de la risa contenida.
Siegfried Drinkwater, cada vez más impaciente, estaba a la espera de dar entrada a su personaje.
– Por favor, ¿podemos ensayar lo que dice Flauta? De lo contrario, olvidaré mis parlamentos, estoy convencido de que los olvidaré.
– Tus textos son cortos -precisó Alfred Jowett-. Apenas si son nada.
– Fred, te garantizo que me olvidaré.
Siegfried Drinkwater, un joven impulsivo, soñaba constantemente con las antiguas glorias familiares. Comunicó al mundo que era el séptimo en la línea de sucesión al trono de Guernsey y ni se inmutó por el hecho de saber que dicho trono ya no existía. Su amistad con Alfred Jowett desconcertaba a los demás porque Jowett era un hombre pragmático, realista y un tanto mercenario. En este sentido, había dividido su salario por el año laboral y calculó que ganaba cinco peniques y tres cuartos por cada hora trabajada. Guardaba una tabla con las cuentas en su escritorio y, cada vez que conseguía dedicar al ocio una de aquellas horas de oficina, añadía la suma a sus beneficios. Una vez concluida la jornada laboral, Alfred y Siegfried solían visitar los teatros más modestos. Siegfried observaba el pequeño escenario con sincero deleite y a menudo lloraba ante un giro desafortunado del drama, mientras Alfred contemplaba con placidez a las actrices y a las «extras» de las compañías.
– No tiene sentido interpretar esta comedia si va a estar plagada de risillas -advirtió Mary.
– En los sermones de Barrow -replicó Selwyn Onions-, «risillas» equivale a menear los pulmones como si fuesen un fuelle. También se conoce como zumbido.
Aquello fue demasiado para Tom Coates, que se retorció de risa en su silla. Selwyn era famoso por sus explicaciones útiles… y también por estar casi siempre errado, sobre todo en lo referente a los hechos y los detalles. En la East India House, «Selwyn dice…» se había convertido en una muletilla con la cual daban a entender que alguien estaba a punto de pronunciar una soberana tontería.
Habían llegado al momento de la escena en el que Siegfried, en el papel de Flauta, aparece ante la llamada de Pedro Cartabón: «¡Francisco Flauta, el remiendafuelles!».
– ¿Soy un remiendafuelles? Creía que tenía algo que ver con las flautas, que es a lo que alude mi apellido.
– No, Siegfried. -Por un momento Benjamin Milton se despojó del papel de Cartabón-. Guarda relación con el timbre de tu voz, que ha de ser aflautado.
– ¿Qué quieres decir?
– Que tu voz tiene que ser aguda y ligera.
– ¿En vez de suave y cantarina?
– El texto no lo menciona. Las flautas isabelinas eran célebres por su sonido débil y agudo.
– Si me lo permites, debo aclararte que no existe un solo Drinkwater que sea débil. Pregunta a los habitantes de Guernsey.
– Señor Drinkwater, sólo le pido que levante un poco la voz.
– ¿Cómo dice, señorita Lamb?
– Le ruego que suba una escala el tono de su voz. Señor Milton, le agradeceré que repita su frase.
– «¡Francisco, el remiendafuelles!»
– «¡Presente, Pedro Cartabón!»
– «Flauta, vos tenéis que cargar con Tisbe.»
– «¿Qué es Tisbe? ¿Un caballero andante?»
– «Es la dama a quien debe amar Píramo.»
– «No, a fe mía, no me deis papeles de mujer.» No pienso interpretar a una mujer. -Siegfried se mostraba indignadísimo-. Charles, dijiste que me tocaría el papel de un honrado trabajador.
– Y así es.
– No pienso ponerme un vestido.
Selwyn Onions intervino por enésima vez:
– Bastará con que luzcas una bata corta o un mandil.
– ¿Cómo dices? ¿He entendido bien? ¿Has mencionado un mandil? Los Drinkwater no conocemos el significado de esa palabra.
Benjamin Milton y Tom Coates asistían a la conversación con intenso regodeo. Benjamin cogió la petaca de cerveza negra que llevaba en la cadera y, subrepticiamente, echó un trago al coleto. Se la pasó a Tom, que para beber le volvió la espalda. Alfred Jowett se inclinó junto a sus amigos y comentó:
– ¡Vaya juerga para una mañana de domingo! ¿Han ido a la iglesia? -preguntó mientras señalaba la casa de los Lamb.
– Me parece que no -replicó Tom-. Aunque la señora Lamb es creyente, o al menos eso es lo que me han dicho.
– He oído que papá está tocado del ala.
– ¿Qué?
– Que está loco. -Se apoyó un dedo en la sien-. Viene de familia.
Mary Lamb repitió la frase que le tocaba a Siegfried:
– «No, a fe mía, no me deis papeles de mujer. Me está saliendo la barba.» Señor Drinkwater, como puede ver es usted un hombre. No cabe la menor duda.
– ¿Lo sabrá el público?
– Por descontado. Le pondremos un sombrero de bocací. Nadie se confundirá con relación a su sexo.
Mary se había hecho enormes ilusiones con esa obra. Quedó encantada cuando Charles le pidió que apuntara y dirigiese a sus compañeros. A lo largo de las últimas semanas había experimentado un exceso de energías interiores, un entusiasmo difícil de contener, y ansiaba desviarlo. Por eso estudió con impaciencia el entremés interpretado por los artesanos contenido en la comedia Sueño de una noche de verano. Había ayudado a Charles a enlazar las diversas escenas e incluso había incorporado textos adicionales y acotaciones a fin de otorgarle continuidad. Sin embargo, no había comentado el proyecto con William Ireland. Estaba convencida de que el joven se habría sentido excluido y también tenía la seguridad de que habría llegado a conclusiones erróneas. Se trataba de una de esas complicadas situaciones humanas que Shakespeare era capaz de explicar con maestría. William Ireland habría estimado que se le rechazaba por su condición de comerciante. El hecho de que además tuviera aspiraciones literarias no habría hecho más que acrecentar la ofensa. Era un advenedizo y no le correspondía codearse con caballeros. A decir verdad, su oficio no había tenido nada que ver.
– ¿Invitamos al señor Ireland a participar? -había preguntado Charles a su hermana.
– ¿A William? Claro que no -replicó Mary sin perder un segundo-. Es demasiado… -Por su cabeza pasó la palabra «sensible»-. Es demasiado serio.
– Sé a qué te refieres. Nuestra modesta diversión no le causaría la menor gracia.
– En su caso, Shakespeare se ha convertido en una causa sagrada.
– Sin duda se daría cuenta de que nuestras intenciones son buenas.
– Desde luego, pero William dedica tanto tiempo y atención a los papeles que…
– …que no ve el lado alegre de las cosas.
– Todavía no. De momento no se da cuenta. Resérvalo para tus amigos.
Charles Lamb sospechaba que su hermana estaba más pendiente de William Ireland de lo que estaba dispuesta a reconocer. Sus afanes y aquella trémula atención a lo que Mary percibía como los sentimientos del joven confirmaron su interés por él. Charles evocó la súbita imagen de un ciervo abatido…, pero no supo si se trataba de William o de Mary.
– «¿Tenéis escrita la parte del León?» -Tom Coates ensayaba el papel de Berbiquí-. «Os ruego que me la deis, si la tenéis, porque aprendo despacio.»
– Hay que reconocer que es cierto.
– Señor Jowett, le ruego que no interrumpa. Señor Milton, continúe con su papel.
– «Podéis improvisar, pues no habéis de hacer más que rugir.»
– Señor Milton, ¿se ve capaz de adoptar un tono más vulgar? -Mary estaba concentrada en el texto y no levantó la cabeza-. ¿Puede expresarse con tosquedad?
– Señorita Lamb, eso me parece dificilísimo.
– Por favor, inténtelo. No puede sonar como un empleado de banco. Debe hablar como un carpintero.