Samuel Ireland retrocedió un paso y pareció erguirse todavía un poco más.
– Señor Sheridan, ¿qué duda puede existir?
– Una mínima duda, algunas discrepancias en la cadencia, unos pocos errores de rima. Me refiero a una duda mínima, minimísima.
– No cabe la menor duda.
– Si nosotros dudamos apagamos la llama -declaró William.
– Señor, esa imagen es excelente. Si me permite decírselo, posee usted dotes como las del bardo.
– Señor Sheridan, carezco de pretensiones como dramaturgo.
– Pues Shakespeare con toda probabilidad tenía su edad cuando redactó este drama.
– No me atrevería a afirmarlo. -William sonrió-. No lo sé.
– Tiene razón, nadie lo sabe. -Sheridan volvió a dirigirse a Samuel Ireland-. El señor Dignum, mi amanuense, ha transcrito los papeles. Sería un gran honor para mí que mañana por la noche asistiesen a la representación de mi Pizarro. Así se harán una idea de nuestras posibilidades.
La noche siguiente los Ireland se presentaron en el Drury Lane. En medio del resplandor de los quinqués de aceite, subieron la escalinata de mármol del gran vestíbulo, cuyos techos estaban decorados con imágenes de Euterpe, la musa de la música, Melpómene, la de la tragedia, y Terpsícore, la de la danza. A Terpsícore, pintada hacía una década por sir John Hammond, se la representaba tomando medidas en compañía de diversos querubines y pastores.
– ¡Somos invitados del señor Sheridan! -Samuel Ireland anunció su llegada al acomodador, que, vestido con el particular tono verde de Drury Lane, no se mostró muy dispuesto a reparar en su presencia-. ¡Somos invitados del empresario, del señor Sheridan!
El acomodador se rascó su empolvada peluca plateada y cogió el trozo de papel que Samuel Ireland le entregó. Lo cotejó con la lista pegada en una de las columnas doradas del vestíbulo e inclinó la cabeza.
– Palco Hamlet -afirmó-. Síganme.
Condujo a padre e hijo por la alfombra de una escalera resplandeciente, de oro y ébano, y a lo largo del pasillo de la primera planta, cuyas paredes forradas con papel aterciopelado de color carmesí estaban adornadas con grabados de Garrick, Betty, Abingdon y otros grandes de la escena.
El palco Hamlet olía a paja húmeda, a cordial de regaliz y a cerezas, el típico olor de los teatros londinenses. A William le encantó tanto como los aromas de perfumes y pomadas que subieron en oleadas desde el impaciente y animado público. Era la segunda noche que ponían Pizarro, un drama musical ambientado en Perú durante la época del ataque español a los incas. Cuando comenzó a sonar la obertura, la melodía unió al público en un hechizo de expectación compartida; William tuvo la sensación de que se disolvía en la bruma de luz y sonido que se extendió sobre el auditorio. Se levantó el telón y los asistentes vieron un río, un bosque y una cadena montañosa coronada de nieve. El río parecía fluir y los árboles se agitaron a causa de la brisa que recorrió el escenario. A William aquello le pareció más bello, más intenso y de colores más vivos que el mundo material propiamente dicho. A continuación, el ejército español desfiló por el escenario con picas y mosquetes. William se dejó arrastrar por el entusiasmo, aplaudió, se asomó por el palco y vislumbró a Charles Kemble caracterizado como el conquistador español Pizarro. El público se erizó cuando el actor caminó hasta el centro de las tablas y sus aplausos y vítores se vieron agudizados por los repentinos disparos de los mosquetes.
Kemble movió las manos para pedir silencio.
– «Hemos venido a subyugar una raza altiva y extraña…»
– ¡Es magnífico! -comentó Samuel Ireland en voz baja con su hijo-. Supera cualquier cosa que haya visto.
William observó fascinado a Kemble. El hombre se había convertido en un general español, no sólo en el aspecto y la actitud, sino en su esencia. ¿Kemble se había convertido en Pizarro o Pizarro en Kemble? El hálito de ambos se trocó uno. William experimentó un tremendo regocijo. Ante sus ojos se hallaba la prueba de que era posible huir de la prisión del yo. De Quincey estaba errado.
En medio de aplausos interminables, la señora Siddons apareció en escena en el papel de la princesa inca Elvira. Se dirigió de entrada al público, como si se tratase de sus compañeros de reparto:
– «La fe que profesamos nos enseña a vivir en cautiverio con toda la humanidad y a morir con la esperanza de la bienaventuranza más allá de la tumba.» -Recitó el texto con un tono agudo y cruzó las manos sobre el pecho con actitud de impecable rectitud-. «Díselo a tus comandantes y diles también que no deseamos cambios, menos aún el cambio que vuestra presencia nos infundiría.»
William comprendió entonces que ése era el sentido del teatro. Se trataba de un acto de comunión que permitía a los espectadores distanciarse de su yo. ¿Cómo no lo había pensado antes? De la misma manera que los actores llevaban a cabo ese ritual de transformación y se convertían en algo más que en simples hombres y mujeres, los asistentes alcanzaban un estado superior de existencia y de conciencia.
En escena interpretaron una ceremonia inca. Envuelta en plumas y pieles de pantera, la señora Jordán se presentó y se puso a danzar con el señor Clive Harcourt, que hacía de Coro. Sólo se oyeron los violines de la orquesta y la melodía llenó el Drury Lane de patetismo y arrobo. Sorprendido por el espectáculo, William se acomodó en el palco y sólo entonces reparó en el grabado de Garrick, colgado en una de las paredes laterales; representaba al actor como Hamlet en el momento en el que contempla la calavera.
Padre e hijo abandonaron eufóricos el teatro. Acababan de vislumbrar las enormes posibilidades de Vortigern.
– Veo ruinas -comentó Samuel con William-. Veo bosques que se extienden hasta donde alcanza la vista.
– El señor Kemble resulta muy convincente.
– Posee una voz extraordinaria.
– Y es muy sentido. Dará grandeza a Vortigern.
– Lo dotará de un porte muy impactante. Me ha dejado boquiabierto. -Caminaban hacia el norte, más allá de Macklin Street y Smart's Gardens-. William, tienes que presentarme a tu benefactora. Debo darle las gracias por permitirte…, por concederte…
– Padre, como ya te he dicho, los manuscritos no han sido más que un regalo. Ella no quiere que el público la conozca.
– Estoy seguro de que, tratándose de tu padre…
– No, señor, ni siquiera está dispuesta a verte a ti.
– William, he pensado en este asunto desde todos los puntos de vista. ¿Qué ocurriría si un crítico, un ser desagradecido, afirmase que la obra no es de Shakespeare?
– Yo lo negaría.
– Pues tu mecenas ayudaría a demostrar que tienes razón.
– ¿Que tengo razón? Padre, no se trata de tener o no la razón. El tema no se planteará. Todo el que asista al Drury Lane y contemple la función sabrá que pertenece a Shakespeare. No le quedará la menor duda.
Samuel Ireland no quedó del todo convencido. Con frecuencia había hablado con Rosa Ponting sobre la incomprensible conducta de su hijo. En algunas ocasiones, William se encerraba horas en su habitación sin dar mayores explicaciones. Rosa había comprobado que, en esos casos, siempre echaba el cerrojo. Con frecuencia daba la sensación de que había pasado toda la noche en vela de aquí para allá. Rosa sospechaba que todo se debía a una mujer, pero no encontró la más mínima prueba de una presencia femenina. Sólo se trataba de una sospecha, ya que William no les permitía entrar en su alcoba. La mujer se lo comentó a Samuel y éste sonrió ante su ocurrencia.