– ¿Cómo haría para entrar sin que la viésemos? Rosa, piensa con la cabeza. Es imposible que esté saliendo con una mujer o se cite con ella aquí. Oiríamos ruidos, crujidos.
Era cierto, los sonidos producidos en el cuarto de William se oían con total claridad en el comedor, situado debajo: siempre escuchaban el incesante ir y venir de sus pies.
– Sammy, ¿y qué hay de la señorita Lamb? ¿No me dices nada sobre ella?
– La señorita Lamb es una amiga de confianza, una clienta.
– ¿Por qué William encendió la chimenea en pleno verano? -añadió Rosa de sopetón.
Ambos habían visto el humo blanco que escapaba por la chimenea central.
Samuel no supo qué responder a la pregunta de su mujer.
– Con franqueza, Rosa, no puedo contestar por mi hijo.
– Algo trama.
– ¿A qué te refieres exactamente?
– ¿Cómo quieres que lo sepa? -Rosa adoptó una actitud indiferente-. A mí no me incumbe a qué se dedica tu hijo.
En ese momento William subió desde la librería y la conversación tocó a su fin.
Tres días después de la representación de Pizarro, los Ireland asistieron al ensayo de Vortigern en el auditorio vacío del Drury Lane. Ocuparon unos taburetes situados a un lado mientras Charles Kemble y Clive Harcourt deambulaban por el escenario. Delgado y de facciones delicadas, Harcourt interpretaba a Wortimerus.
Con honda traición, padre, me presento ante vos,
buscando de tu bendita mano la compasión.
El actor le había parecido tan endeble y poco llamativo que, de pronto, William se sorprendió de que cobrase tanta vida; fue como si hubiese alcanzado un poderío hasta entonces invisible. Incluso pareció ganar en estatura. Fornido y rimbombante, Kemble hacía de Vortigern.
Ay, hubo un tiempo en el que no necesitaba esa súplica,
aunque hay una secreta y punzante espina
que se clava en mis perturbados nervios; oh, hijo; oh, hijo,
al aceptar osadamente tu horrible ambición,
si en la trama hay un ápice de malicia
fui yo quien te condujo a la más absoluta traición.
Descontento con la interpretación, Kemble se interrumpió y preguntó:
– Sheridan, ¿no debería dar a entender que el hijo es más responsable que el padre? -Su tono de voz siguió siendo el de Vortigern-. El hijo mata al tío para satisfacer al padre. Es lo que ocurre. ¿Debe entonces el padre asumir la responsabilidad?
El actor miró a William en busca de ayuda.
– El padre fue quien lo animó a hacerlo -opinó William-. La intriga no se le habría ocurrido sin la presencia del padre.
– ¿Ha dicho presencia? Es muy interesante. -Caminó hasta el proscenio y paseó la mirada por el auditorio a oscuras. A través de la linterna de la cúpula se colaron varios haces de luz, que parpadearon y rutilaron a causa de las motas de polvo-. ¿Debo hacer notar mi presencia incluso cuando no estoy en escena? -El actor se volvió hacia Sheridan-. ¿Es eso posible?
– Para ti todo es posible.
– Podrían oírme reír… o cantar. Mi voz llegaría desde bastidores.
– Señor, Vortigern no canta. -William manifestó su opinión sin inmutarse.
– Señor Ireland, ¿por qué no escribe una canción? Nos iría bien una balada en inglés de antaño.
– Señor Kemble, no soy escritor.
– ¿Está seguro? He leído sus trabajos en Westminster Words.
William se sintió halagado de que un personaje tan insigne se hubiera fijado en sus artículos.
– Si insiste, tal vez podría inventar unos versos…
– Que evoquen a Shakespeare y sean conmovedores. Escriba algo que tenga que ver con el choque de las armas y el vuelo de los cuervos. Ya sabe a qué me refiero.
La señora Siddons, que representaba a Edmunda, se mostraba cada vez más impaciente.
– Si el señor Kemble está listo, podemos continuar con el texto original. -Aunque de relativa corta estatura, cuando la mujer tomó la palabra a William le pareció un ser humano enorme; por expresarlo de alguna manera, la voz la precedió y anunció su llegada-. Yo siempre soy de la opinión que es un error distanciarse del texto original, ¿o no?
No se supo muy bien a quién dirigió la pregunta, pero Kemble acudió en su auxilio:
– Sarah, estamos preparados para escucharte.
La señora Siddons cogió su texto y comenzó a leer:
Ya está bien. Seréis juzgados como corresponde
por ensuciar el nombre y la fama de vuestro país amado.
La sentencia será presta y tajante
ante conspiración tan oscura y ultrajante.
No conozco laberinto más tortuoso…
– Sarah, querida, tienes algo en el pelo.
La actriz se llevó las manos a la cabeza y una polilla salió volando. Harcourt se mondó de risa, cayó de rodillas y rodó por el escenario. La señora Siddons lo miró con desagrado y espetó:
– Para ser alguien tan pequeño, haces mucho ruido.
Los ensayos continuaron hasta bien entrada la tarde, momento en el que la actriz declaró que «se desplomaría» si no tomaba una infusión de manzanilla. William estaba de excelente humor. Las palabras que hasta entonces sólo había visto en el manuscrito habían adquirido las dimensiones de un mundo de carne y hueso. Se habían convertido, según las interpretasen los actores, en sentimientos ampliados o indecisos.
Por la noche William abandonó el teatro en compañía de su padre. Caminaron deprisa, como si siguiesen el ritmo de sus pensamientos, hasta que William estuvo a punto de chocar con un joven alto que se disponía a cruzar Catherine Street. Lo identificó en el acto. Lo había conocido en la Salutation and Cat la noche de la discusión con Charles.
– ¡Dios todopoderoso, lo conozco! -exclamó William-. Charles nos presentó.
– Soy Drinkwater, señor, Siegfried Drinkwater.
William presentó a su padre, que se inclinó ante el joven y declaró que se sentía honrado y encantado.
– ¿Cómo van Píramo y Tisbe?
– ¿No se ha enterado? Se ha suspendido.
– ¿Por qué?
– La señorita Lamb se encuentra bastante mal y no puede salir de su habitación.
– ¿Cómo dice? -preguntó William, que no tenía noticias de los Lamb. Lamentó haberse peleado con Charles; no recordaba a qué se debía la disputa, aunque evocó la intensidad de su ebrio apasionamiento-. ¿Qué le pasa?
– Ha cogido algún tipo de fiebres. Charles no está muy seguro.
– Conozco el motivo. No se recuperó nunca del todo de la caída. -William se dirigió a su padre-: Tropezó accidentalmente y cayó al Támesis. Ya te lo conté.
– Bueno -añadió Siegfried-, en cualquier caso hemos tenido que decir adiós a Hocico y a Flauta.
A la mañana siguiente, William se dirigió a Laystall Street a una hora en la que sabía que Charles estaba en su trabajo.
Tizzy abrió la puerta y, al verlo, rió tontamente.
– Vaya, señor Ireland, usted por aquí. Hace mucho que no lo vemos.
– No sabía que la señorita Lamb estaba enferma. Vine en cuanto…
– Todavía no está del todo recuperada, pero ya se ha levantado. Tenga la amabilidad de esperar en la planta baja.
Cuando entró en el salón, William se topó con el señor Lamb que, con las piernas cruzadas, estaba sentado en la alfombra turca.
– Cuidado con el sereno -advirtió el señor Lamb-. El sereno se presenta cuando nadie lo espera.
– Disculpe, señor, pero no lo entiendo.
– Llega de noche. Es la obra de los siglos -declaró para sumirse tras ello en el silencio.