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Tizzy apareció poco después.

– Señor Ireland, la señorita bajará enseguida.

– Por favor, que no lo haga por mí. Si aún no está del todo repuesta…

– Necesita cambiar de aires.

Cuando Mary entró en el salón, William se percató de los cambios en su persona. Parecía más tranquila, como si estuviese reconcentrada en un fin interior. Mary lo saludó con un leve beso en la mejilla, actitud que dejó pasmado a William. Tizzy ya había dado media vuelta y no vio la escena. El señor Lamb se cruzó de brazos y se balanceó sobre la alfombra.

– William, ha pasado mucho tiempo desde su última visita.

– No sabía que se encontraba indispuesta.

– ¿Ha dicho indispuesta? No me pasa nada. Simplemente, me he dedicado a reposar.

– Claro, por supuesto.

– De todos modos, me alegro de su visita. Mi padre y yo solemos hablar de usted. Papá, ¿no es así? -Atemorizado, el señor Lamb miró a su hija y continuó mudo-. Seguro que le apetece una taza de té. ¡Tizzy! -La criada se detuvo, se volvió y regresó a la sala-. Por favor, sirve té a nuestro invitado. -El tono de Mary fue severo e implacable-. William, tome asiento y cuénteme cómo va todo.

El joven se sintió desconcertado e incómodo.

– Están ensayando la obra en el Drury Lane. Kemble interpreta a Vortigern.

– ¿De verdad? Cuando se entere, Charles estará encantado. -Mary parecía ida y apenas hizo caso de lo que William le contaba-. Me gustaría saber dónde está ese té. Típico de Tizzy… Siempre se lía. Papá, dime con qué la has enredado esta vez. -El señor Lamb no dejó de balancearse-. ¿Se ha enterado de que Charles nos ha impedido representar «La muy dolorosa comedia y cruelísima muerte de Píramo y Tisbe»? Ha estado muy mal por su parte.

– Me crucé con el señor Drinkwater por la calle.

– ¿Ha visto a Flauta? ¡Pobre Flauta! Carece de musicalidad.

William no supo qué responder, así que dijo:

– Enviaré entradas para la familia.

– ¿Entradas?

– Señorita Lamb, entradas para ver Vortigern.

– Oh, ¿por qué no me llama Mary?

La mujer se echó a llorar con desconsuelo.

Horrorizado, William comprobó que Tizzy regresaba corriendo al salón.

– Vaya, vaya, señorita, parece que no fue muy buena la idea de abandonar el lecho, ¿eh? Ha pillado frío y ahora se resiente.

La criada hizo señas a William para que se retirase. Éste dirigió una mirada de impotencia al señor Lamb sentado en la alfombra, y franqueó la puerta.

CAPÍTULO XI

Por fin llegó la noche del estreno de Vortigern. El teatro Drury Lane estaba lleno hasta los topes, del patio a los palcos. Desde un hueco entre bastidores y el telón, William escrutó los rostros de los conocidos. Cerca del escenario se encontraban Charles y Mary Lamb con su padre. Samuel Ireland, Rosa Ponting y Edmond Malone ocupaban el palco Hamlet. Tom Coates y Benjamin Milton estaban en el patio y detrás se distinguía a Selwyn Onions y Siegfried Drinkwater. Thomas de Quincey acababa de franquear una entrada lateral y buscaba un sitio libre. Dos parlamentarios acompañados por sus esposas se habían instalado en el palco Macbeth y habían reservado el Otelo para la innumerable parentela de Kemble. En el palco Lear se sentaban el conde de Kilmartin y su querida. Por lo visto, todo Londres había hecho acto de presencia. William fue incapaz de mezclarse con ellos y, presa de un terror absoluto, optó por quedarse entre bastidores. Habría sido tan incapaz de asistir a la representación en tanto público como de interpretarla en persona. La sentía demasiado próxima.

La zona que se extendía tras el telón era un hormiguero. El director de escena centraba un canto rodado de grandes dimensiones, a la vez que el primer utilero acomodaba las ramas de un árbol artificial. El escenario representaba la arboleda de un bosque de la antigua Britania y varios ayudantes se afanaban en colocar arbustos y piedras cubiertas de musgo sobre las tablas de madera. Con ayuda de una polea izaban la luna, lo que llevó al director de escena a entonar una de sus melodías favoritas: ¿Por qué no hay monos en la Luna? William tuvo un recuerdo repentino y rememoró la imagen de su padre cantándola mientras se desplazaban en un bote de remos cerca de Hammersmith; la tarde era bochornosa y William evocó el sudor de su padre mientras remaba.

– Señor Ireland, será una noche inolvidable. -Sheridan estaba justo a espaldas de William, a la sombra de un roble nudoso-. Tengo grandes expectativas.

– ¿Cree que el público nos será favorable?

– Por descontado. ¿Existe inglés incapaz de emocionarse ante una nueva obra de Shakespeare? Señor Ireland, aplaudirán, lanzarán vítores y hasta es posible que reclamen la presencia del autor.

– Pero el autor no saldrá.

– Señor, sólo era una broma. De todos modos, podría saludar en tanto que su descubridor.

– Claro que no, eso es impensable.

– ¿Ni siquiera está dispuesto a explicar las circunstancias del descubrimiento?

– Soy incapaz, señor Sheridan, no puedo. -La propuesta del empresario pareció aterrar al joven-. No tengo palabras para dirigirme a este público. Es demasiado… es demasiado imponente.

– De acuerdo, señor Ireland. Si lo prefiere, quédese en los camerinos. Recaerá en mí la tarea de hablar en su nombre, un joven que, gracias a la buena fortuna, se ha topado con una colección de papeles hasta ahora desconocidos e inéditos de Shakespeare, etcétera, etcétera, etcétera. El material es insuperable. Podría convertirlo en epílogo para una última actuación. ¿Le parece bien así? -preguntó, y adoptó una postura estudiada.

Las palabras, otrora mi oficio, ansían alabar

al más grande de nuestros poetas y a su osado amigo.

Shakespeare y Ireland están ahora unidos

y despiertan los aplausos de un país agradecido.

– ¿Le parece adecuado?

– Señor, a continuación podría añadir:

¿Dónde están los sucesores de su estirpe?

¿Qué traen para satisfacer la fama del poeta?

Débiles y efímeros temas de una era bastarda

alimento apenas suficiente para el bautismo en las tablas.

– Señor Ireland, no cabe duda de que tiene dotes. De todas maneras, no debemos quejarnos de la era bastarda, no sería bueno para los negocios. Creo que en su lugar podríamos condenar a los críticos. ¿Está de acuerdo con algo del estilo?

Y la malicia en los críticos tanto arrecia

que por nimios errores obras enteras desprecian.

William apostilló de su cosecha:

Jueces ecuánimes de la totalidad seréis,

de los que juzgan sólo la mitad porque sólo fallos ven.

– ¡Felicitaciones, señor Ireland, es usted todo un poeta!

– Señor, no albergo semejantes ambiciones.

– Déjese de tonterías. Estoy convencido de que algún día escribirá una obra de teatro.

El director de escena se acercó a Sheridan y declaró que la utilería era «fascinante» y «asombrosa».

– Señor Sheridan, el público se derretirá. La utilería es selvática y de antaño.

– ¿Han dejado espacio para que Kemble se despliegue?

– Dispone de una meseta pedregosa.

– ¿Y la señora Siddons? Me preocupa que se enganche la peluca en las ramas. ¿Recuerda el desastre de Los mellizos de Tottemham?

– No correrá esa suerte. He colocado las ramas a cierta altura.

– ¿Hay anchura suficiente en el escenario para los guerreros, incluidos los escudos y las lanzas?

– Señor, resultarán aterradores. Los hemos pintado con índigo. El trabajo ha corrido a cargo de uno de los acuarelistas.