Había llegado el momento de la salida del escenario de todos los trabajadores: los encargados de vestuario, los tramoyistas, los ayudantes y los responsables de los decorados. William se dirigió a la zona de los camerinos, en la que los guerreros ya se habían congregado; en el teatro los apodaban «los caballeros ambulantes» y no tenían texto propio. Los susurros y parloteos cesaron cuando la orquesta entonó los primeros compases de la obertura especialmente compuesta por el director Crispin Bank, titulada El sueño de Vortigern. Caracterizado como Vortigern, Charles Kemble se dirigió a los bastidores que se hallaban a oscuras. Vestía una falda escocesa, peto de bronce y casco de plata coronado con un penacho rosa y azul. Dirigió una mirada a William, pero imbuido en su papel de Vortigern pareció no verlo. Carraspeo y echó un vistazo a la tramoya. Al otro lado del escenario maquillaban y empolvaban a la señora Siddons. La obertura concluyó. El público guardó silencio. William reculó un poco más entre los taburetes y la utilería arrinconados. No soportaba ese silencio.
El telón se levantó con gran estrépito y sonó un coro de vítores y hurras que cogió a William por sorpresa. El público aplaudió el decorado. Al cabo de unos segundos, Ireland oyó con claridad la voz de Vortigern, que regañó a su hija por prometerse en secreto con el general romano Constancio. Envuelta en ropajes de una época imprecisa, la señora Siddons ocupó su sitio en el centro del escenario. Extendió los brazos, con lo que impidió que la mayor parte del público viese a Kemble, y enumeró las virtudes de su amado:
No existe frente tan arrugada que deje de alisarse ante la suya
ni tan tormentosa que no reaccione ante la dulzura
que, intensa como el sol cuando asoma por el este,
espanta la noche. Empero, ¿por qué imploro así?
William percibió la satisfacción del público; resultó palpable la sensación de contento y hasta de sorpresa ante la calidad de los versos. Se aproximaba el fin del primer acto cuando la señora Siddons se puso a cantar:
En Pentecostés me trajeron
rosas y azucenas para mi alegría colmar;
también violetas me ofrecieron
para con mis cabellos dorados entrelazar.
Ante la mención del tono del pelo, en el patio sonaron risas, pero la actriz continuó con voz clara y resuelta. William observó que, al finalizar el acto, la señora Siddons abandonaba el escenario hecha un mar de lágrimas; se refugió en los brazos de su ayudante, una anciana a la que todos llamaban «Golpetón», que la condujo al camerino.
Cuando se inició el segundo acto, el estado de ánimo del público había cambiado. Vortigern estaba en escena y se disponía a reunir las tropas antes de entrar en lucha con los romanos. Pronunció un largo discurso que al final incluyó un apostrofe a la Parca como modo de animar a los soldados:
Oh, abre de par en par tus horrorosas fauces
y con burdas risas y trucos fantásticos
apoya los temblorosos dedos a los lados de sus cuerpos.
Cuando esta burla solemne toque a su fin…
Una vez pronunciado ese verso, William oyó que del patio brotaba un único chillido de mofa. Una vez expresada, la burla resultó contagiosa. Kemble repitió las palabras. La totalidad del público se mondó de risa. Al cabo de dos o tres minutos, Kemble reanudó su parlamento:
Cuando esta burla solemne toque a su fin
nos encargaremos…
Fue imposible controlar al público. Para asombro de William, se produjo un ataque generalizado e interminable de histeria, que se prolongó durante varios minutos. Oyó golpes secos y dedujo, con acierto, que era el sonido de la fruta que los asistentes arrojaron al escenario.
William permaneció muy tranquilo, casi indiferente. Con profunda concentración se estudió la palma de la mano y se preguntó si en su línea de la vida aparecía una ligera interrupción o desvío.
Los actores se esforzaron por llegar al final del segundo acto, que en varias ocasiones se vio interrumpido por carcajadas y descaradas mofas. La señora Jordan recorrió el escenario a la manera clásica: con una zancada seguida de un paso corto. De modo incomprensible, movió las manos ante el rostro, como si contemplase un objeto lejano a través de un velo, lo que llevó a un asistente a gritar: «¡Está en esa esquina!». Por otro lado, había insistido en llevar muselina blanca, como corresponde a una matrona romana, pero en mitad del escenario una punta de la tela se enganchó en un arbusto. Con el pretexto de apartar una hojas, el señor Harcourt se arrodilló a fin de liberar los ropajes de su compañera de reparto. Harcourt también era célebre como actor cómico y no pudo abstenerse de adoptar una de sus más famosas «caras cómicas». En esa representación exhibió lo que denominaba su «rostro de orgía romana», mezcla de lascivia, cinismo y hastío, que consistía en inclinar la boca hacia abajo y enarcar las cejas hacia arriba. Siempre que adoptaba esa expresión el público se lo agradecía.
La batalla entre romanos y britanos tuvo lugar en el tercer acto y no fue lo que se dice éxito. El índigo que cubría las pieles de los antiguos británicos empezó a correrse y, en el desesperado combate cuerpo a cuerpo, salpicó con generosidad las caras y las armaduras de madera de los soldados de la infantería romana. Terminada la función, uno de los caballeros ambulantes comentó que «parecíamos papagayos». Para rematar, en pleno fragor de la batalla, el señor Harcourt cayó herido de muerte en el instante preciso en que se disponían a bajar el telón; tuvo la desgracia de quedar justo en el medio del escenario, por lo que el telón dividió su cuerpo. La cabeza y el torso del señor Harcourt quedaron del lado de los actores, mientras que la mitad inferior de su cuerpo permaneció a la vista del público. Intentó cambiar de posición porque, como explicó después del estreno a la señora Siddons, «no podía agonizar en escena toda la noche». Las risotadas se oyeron incluso en Bow Street y Covent Garden.
William permaneció impasible incluso cuando Sheridan lo abordó:
– Supuse que Shakespeare había escrito una tragedia pero, por lo que parece, ha creado una comedia.
– Señor, me he quedado sin palabras.
– ¿Usted? Es imposible.
– Sinceramente, no sé qué decir.
– Nada, señor Ireland, no diga nada. No se trata de un humor muy sutil, aunque ha surtido el efecto deseado. Lo felicito.
– Señor Sheridan, no tiene motivos para alabarme.
– Tengo todos los motivos del mundo. Al fin y al cabo, nos ha porporcionado…, ¿cómo expresarlo? ¡Nos ha proporcionado una novedad fantasiosa!
– No es de mi factura. Shakespeare…
– Es el apellido ideal en el cartel. Lo conservaremos.
– ¿Mantendrá la obra en cartel?
– Siempre y cuando el público inglés siga teniendo sentido del humor.
Los dos últimos actos transcurrieron con más tranquilidad; sonó alguna que otra risa, pero también aplausos al final de varios monólogos. En la última escena, Vortigern y Edmunda se reúnen entre los muertos de ambos bandos. Exhaustos tras los acontecimientos de la velada, Kemble y la señora Siddons permanecieron juntos y se cogieron las manos en una actitud de perdón mutuo antes de caer sobre el escenario y expirar. La señora Siddons recitó:
Mientras te beso, pienso que el dulce amor
reposa en tu frente y agita tus cabellos plateados.
Kemble respondió:
Sonríes como si un ángel besase tus labios
y te hablara al oído de goces venideros.
Cuando el telón cayó por última vez, sonaron aplausos y los vítores se mezclaron con unos pocos abucheos y silbidos. Los actores se congregaron en el escenario mientras se levantaba el telón y saludaron. Cuando entregaron un gran ramo de azucenas a la señora Siddons, numerosos espectadores llamaron a gritos al autor, lo que desató risas en el patio. Tras la conmovedora interpretación del himno nacional por parte de los actores y del público, el telón volvió a bajar y la señora Siddons corrió hacia el camerino sin mirar a William Ireland. Por su parte, Kemble se acercó y le rodeó los hombros con el brazo.