– Señor, hemos sobrevivido. ¡Encontramos aguas procelosas y quedamos atrapados bajo cubierta, pero navegamos al retumbo de los cañones! ¡Dios bendiga el teatro londinense!
William se mostró singularmente indiferente ante aquel transcurso de la velada. El temor y el asombro experimentados al reparar en las primeras manifestaciones de ridículo lo habían abandonado y se sentía muy cansado.
Samuel Ireland y Rosa Ponting aguardaban a William en el pasillo que conectaba la parte trasera del escenario con los camerinos.
– Ahora sé lo que significa de verdad estar orgulloso -declaró su padre-. Has superado con creces todas mis expectativas.
– Ha sido una verdadera delicia. -Rosa Ponting lo miró con expresión de curiosidad y comprensión-. No hagas caso a los cuatro que rieron.
– No ha sido nada -corroboró Samuel Ireland-, una nimiedad, una claque puesta adrede.
– Los Lamb se acercaron a felicitar a tu padre.
– ¿Los Lamb?
William ya no se acordaba de que los había visto entre el auditorio; tenía la sensación de que había transcurrido una eternidad.
– Charles y Mary estaban junto a la orquesta, en compañía de un peculiar caballero entrado en años. Miraron a su alrededor y nos vieron. Nos asignaron un palco muy bonito. Todos se fijaron en tu padre.
– ¿Dónde está Sheridan? -quiso saber Samuel Ireland-. Me gustaría estrecharle la mano. Es un gran creador. Habría que organizar una celebración y brindar.
– Disculpa, padre. Quédate a saludar al señor Sheridan. Yo volveré andando a casa.
Samuel Ireland no necesitó más alicientes para permanecer en los pasillos del teatro. Ataviada con un vestido de raso y encaje primorosamente confeccionado por su modista y confidente de Harley Street, Rosa se mostraba impaciente por conocer a las señoras Siddons y Jordan. William se alejó en solitario del Drury Lane. Al llegar a la esquina de Catherine Street con Tavistock Street reparó en un hombre de levita y sombrero raídos que repartía octavillas entre los que salían del teatro; su actitud era inquieta y ansiosa, y se movía entre los corrillos de personas para depositar en sus manos las hojas. Se acercó a William, que cogió la octavilla y leyó el titular en negrita que decía «Flagrante falsificación».
El joven Ireland se detuvo y le preguntó:
– Discúlpeme, señor, ¿quién es usted?
– Un admirador de Shakespeare, señor.
– ¿La obra no le gusta?
– Claro que no. Se trata de un fraude, una pura engañifa.
– ¿Cómo lo sabe?
– Porque me lo explicó un amigo que tengo en el teatro. -William sospechó que el hombre era un actor sin trabajo-. Jamás me pareció auténtica.
– No estoy de acuerdo. Acabo de verla y le garantizo que es real.
– Ay, señor, puede ser real e irreal a la vez. ¿Comprende lo que quiero decir?
El hombre abordó otro grupo sin dar tiempo a que William le preguntase a qué se refería. El joven caminó hacia Covent Garden con la octavilla en la mano y, algunas yardas más adelante, avistó a los Lamb. Mary iba del bracete de su padre y charlaba de forma animada con él. Como no quería que lo viesen, William aminoró el paso hasta que los Lamb se adentraron en el espacio adoquinado del mercado. Luego observó que Mary se alejaba deprisa hacia el sector de las arcadas donde los alfareros montaban sus puestos y que Charles la seguía. ¿Los hermanos habían tenido una discusión?
William se dio la vuelta y enfiló sus pasos a Holborn. Esa noche durmió a pierna suelta y por la mañana despertó mucho más tarde que de costumbre.
CAPÍTULO XII
Thomas de Quincey también disponía de un ejemplar de las octavillas repartidas a las puertas del Drury Lane. Charles Lamb se la había entregado como recuerdo de la velada. De Quincey y Lamb se habían hecho amigos y compañeros de taberna, y Charles lo había ayudado a conseguir trabajo como aprendiz de escribiente en la South Sea House de Threadneedle Street. De Quincey tenía buena caligrafía, ya que había cursado el bachillerato en Manchester, y además poseía sólidos conocimientos matemáticos. Cuando salían de trabajar, muchas tardes se reunían en la Billiter Inn. Fue en la taberna donde Charles le mostró la octavilla cinco noches después del estreno de Vortigern.
– Han acusado a nuestro amigo de «flagrante falsificación» -comentó Lamb con marcado retintín.
– ¿Lo han hecho?
– Sin embargo, yo dudo de que Ireland sea tan prolífico. Es imposible que escriba con tanta soltura. Algunos fragmentos poéticos son sublimes. Estabas presente y los oíste. -Presionó el brazo de De Quincey-. Tengo una teoría: pienso que esa obra la escribió un contemporáneo de Shakespeare, tal vez un poeta menor. Ireland está tan seducido por Shakespeare que incluye su apellido en todos los papeles que encuentra.
– Mi opinión acerca de él es más benigna que la tuya.
– ¿La obra es de Shakespeare?
– Ni soñarlo, es de Ireland.
– ¡Imposible! ¿Cómo podría haber engañado al mundo entero?
– Como mínimo, ha timado a Londres. Charles, es mucho más inteligente de lo que te figuras. Cada vez que lo oigo hablar compruebo su mordacidad. Es muy agudo.
– Sí, claro, pero escribir una obra del siglo xvi… y poesía… No lo creo capaz.
– Chatterton hizo lo mismo y era incluso más joven. No lo consideres algo imposible.
– Pero es improbable, altamente improbable.
– Sabe escribir, ya has visto sus artículos. Diría que el señor Ireland es más profundo de lo que estás dispuesto a reconocer.
– Le explicaré a Mary cuál es tu opinión.
– Ni se te ocurra. -De Quincey fue muy insistente-. Por nada del mundo se lo digas a tu hermana.
– Ya sé lo que vas a decir.
– De todos modos, escúchame. Está demasiado…, de momento está demasiado frágil. -De Quincey buscó la expresión más adecuada-: Podría quebrarse.
– Querrás decir que se le podría quebrar el corazón. Déjate de tonterías.
– Con sinceridad, Charles, en ocasiones ni siquiera ves lo que tienes delante de las narices.
– No puedo ver lo que no existe.
– Mary existe. ¿No te das cuenta de que bebe los vientos por él? ¿Qué me dices de su enfermedad y su nerviosismo? William Ireland la ha afectado profundamente y él no parece tener la menor intención de hacer nada al respecto.
Si la descripción de De Quincey lo sorprendió, Charles no lo demostró. A lo largo de las últimas semanas, los ataques de malhumor y el desasosiego de Mary se habían acentuado. Charles lo había atribuido a la tensión debida a la creciente senilidad de su padre. Sabía que Mary protegía a Ireland e incluso que le tenía afecto, pero ¿estaba secretamente enamorada del joven?
– De modo que mi hermana es Ofelia -comentó Charles-. ¡Penoso!
– Charles, ¿por qué interpretas todo como si fuera un drama? Mary no es el personaje de una obra, sufre de verdad. -De Quincey permaneció en silencio unos instantes-. Ireland forja sentimientos de la misma manera que trabaja las palabras.
– Y por eso no puedo explicarle tu hipótesis, ¿no es así?
– Será mejor que no lo hagas.
De Quincey caminó desde la Billiter Inn hasta su alojamiento en Berners Street. Había alquilado una habitación cerca de la casa abandonada en la que había vivido recién llegado a Londres porque no había renunciado a la esperanza de toparse con Anne en las atestadas calles del barrio. En cierta ocasión, incluso creyó divisarla en la esquina de Newman Street, pero cuando corrió hasta allí comprobó que no había nadie. La imaginó consumida de pena y agobiada por la soledad…, la imaginó zambulléndose en el Támesis…, la imaginó ultrajada y golpeada. ¡Vaya con la musa de fuego…, la que ilumina las tinieblas londinenses! Pensaba en esas palabras cuando, de repente, vio que William Ireland entraba en la papelería del final de Berners Street. Aunque era tarde, Ireland había abierto la puerta sin llamar. De Quincey pasó por delante velozmente y, a través de la ventana salediza, echó un vistazo a la planta baja. El anciano que se encontraba detrás del mostrador entregó un paquete a William. Fue lo único que tuvo tiempo a ver.