Siguió andando y entró en la casa en la que se alojaba. Pese a las advertencias que había hecho a Charles, De Quincey seguía considerándose amigo de Ireland. En algunos sentidos incluso lo admiraba. Lo consideraba un excelente actor cuyo escenario era el mundo, aunque también era el primero en reconocer que, en el fondo, no lo entendía.
De Quincey estaba a punto de entrar en su habitación cuando llamaron a la puerta de la casa. Ireland estaba en el umbral y aferraba el paquete envuelto en basto papel de estraza.
– Lo vi pasar -le explicó William-. Usted no reparó en mi presencia.
– ¿Dónde estaba?
– En Askew. El dueño es un viejecito encantador que me guarda el catálogo de Zurich.
– Adelante, señor dramaturgo, tengo una botella que reclama su presencia.
La habitación de De Quincey estaba en la planta baja y daba a Berners Street.
– Tom, no soy el dramaturgo, sino el médium.
– Lo sé. Tú eres aquello que los matemáticos denominan el término medio, sin el cual no hay término mayor ni menor.
– ¿Y la obra es el término mayor?
– Siempre y cuando Shakespeare no sea el menor. Cuidado con el siete que hay en la alfombra.
La habitación de De Quincey carecía de ornamentos: la cama, un montón de libros apilados en la alfombra y poco más. El tráfico de Londres discurría junto a la ventana y el zumbido constante de la ciudad se percibía con claridad.
– Muchas veces me he preguntado dónde se alojaba -comentó Ireland.
– Este sitio me gusta -De Quincey era muy desenvuelto-. Aquí me considero un londinense más. Abriré la botella de la que te he hablado.
– He vivido toda la vida en la ciudad y existen varios lugares que amo, pero no siento verdadera pasión por ella.
– ¿Por qué? Esta ciudad es quien te ha moldeado.
– También podría destruirme. -William se acercó a la ventana y miró al barrendero que limpiaba la calle de punta a punta-. Esta noche ponen la última función de la obra.
– ¿De Vortigern?
– Ha estado seis noches en cartel. Me figuré que continuaría…
– ¿Estabas seguro de que seguiría en cartel?
Ireland se volvió e inquirió:
– ¿Qué quieres decir?
De Quincey quedó momentáneamente desconcertado.
– Shakespeare es un gusto adquirido, no es para el público moderno.
– Pero si hemos tenido defensores… Este recorte es de la Evening Gazette.
William sacó un papel del bolsillo y leyó en voz alta:
Del profundo olvido arrebatada aparece la obra mentada.
Exige respeto, ya que el nombre de Shakespeare trae aparejada.
Ese nombre, fuente de asombros y de ciencia,
tiene derecho, como mínimo, a una justa audiencia.
De Quincey rió.
– Los versos son en verdad lamentables.
– En eso coincidimos. Yo lo habría hecho mejor. -Ireland estudió con atención al de Manchester-. Por otro lado, lo que expresa tiene sentido.
– Por supuesto.
William pareció tranquilizarse.
– Tom, le diré algo que sólo un puñado de personas conoce. Confío en su discreción. -De Quincey hizo un ligerísimo asentimiento-. Entre la cantidad de papeles que mi mecenas me dio he encontrado otro Enrique.
– ¿Qué dice?
– Lo que oye, Enrique II. ¿No le parece extraordinario?
De Quincey se acercó al arcón de nogal que tenía junto a la cama y extrajo una botella de oporto. Al otro lado del lecho había un lavamanos y un aguamanil; De Quincey cubrió esa distancia y retiró dos vasos del armario de la parte inferior. Reparó por primera vez en que el esmalte del lavamanos estaba desportillado y ennegrecido.
– ¿Se lo ha mostrado a alguien?
– Mi padre lo ha visto y se lo ha pasado al señor Malone, que lo ha identificado como obra del bardo.
– ¿Alguien más ha leído el manuscrito?
– Nadie, todavía no lo ha leído nadie más. Aguardamos el momento oportuno, en el que todos comprendan el verdadero valor de Vortigern. ¿Brindamos?
De Quincey sirvió el oporto y levantaron los vasos.
– Por Enrique -auguró Ireland.
– Por Enrique. Que gane el mejor.
– ¿Por qué has dicho eso?
– Por nada, sólo es una frase.
– Mi padre quiere verlo publicado, pero le he aconsejado que espere, ya que si viera la luz tan poco después de Vortigern…
– ¿Parecería demasiada casualidad?
– Exactamente. En Pericles hay un verso sobre el inmenso mar de gozos que se abalanza sobre él.
– «Alcanza las orillas de mi mortalidad y me ahoga con su dulzor.» ¿Es éste?
– Veo que lo conoces. Hay quienes dicen que Pericles no salió de la pluma de Shakespeare.
– Hay quienes dicen cualquier cosa.
– Ése es mi dilema. -Ireland apuró el oporto-. ¿Me permites? -Se sentó en el borde de la cama-. La marea de visitantes ha crecido tanto que mi padre ha impreso tarjetas de entrada -apostilló cuando De Quincey le llenó el vaso-. Tal como predijo, nuestro modesto museo se ha convertido en un santuario. ¿Ya le he contado que una mañana se presentó el príncipe de Gales?
– ¡No!
– Iba vestido de azul cielo. Era la imagen misma de la sempiterna corrupción. Un cortesano cabeza hueca entró a la carrera y nos pidió que nos preparásemos. ¿Qué pretendía? ¿Quería que vistiéramos ropa de la corte? Poco después, Su Alteza Gorda entró contoneándose como un pato. La reverencia de mi padre fue tan profunda que se le vio el… -A Ireland se le escapó la risa-. Mejor no decirlo.
– ¿Qué hizo el príncipe?
– Pidió los papeles, tomó asiento en la silla que el cortesano le acercó y, a continuación, según sus propias palabras, los «examinó atentamente» durante un par de minutos. La librería quedó impregnada del olor a su agua de colonia.
– ¿Qué opinión le merecieron los papeles?
– Repetiré sus palabras exactas. -Aunque De Quincey no se apercibió, Ireland imitó a la perfección la voz y la actitud del príncipe de Gales-. «Los documentos guardan un claro parecido con los de su época, aunque sería injustificable decidirlo de forma concluyente y a partir de una inspección tan superficial.» A lo que mi padre replicó: «Por supuesto. Su Alteza, sería impensable».
– ¿Qué más pasó?
– Su Alteza Gorda añadió: «Confío…, confío en que la nación inglesa experimente la gratificación que espera obtener de dichos papeles».
– ¿Qué quiso decir?
– Sólo Dios lo sabe. Cuando se fue mi padre me explicó que la realeza tiene prohibido manifestar su opinión. Repliqué que disentía y cité las guerras americanas.
– ¿Permaneció mucho rato en la librería?
– En absoluto. Se levantó dispuesto a irse y mi padre revoloteó a su alrededor. Que si gracioso señor, que si era un privilegio inimaginable, que si poseía un entusiasmo desbordante y toda la pesca. En cuanto el príncipe se marchó, mi padre besó la silla que había utilizado y juró que nadie volvería a sentarse en ella.
– Pero tú no te quedaste tan impresionado.
– ¿Impresionado con ese charlatán? Prefiero hacer una reverencia al barrendero que, por el simple hecho de haber nacido, ya tiene más dignidad.