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El señor Lamb miró a su hija.

– Hoy no hay mermelada. Mañana habrá mermelada.

– Señor Lamb, no te inquietes. -La señora Lamb miró con desagrado a su hija-. Mary, haz el favor de sentarte. Estoy segura de que Charles escribirá encantado al señor Ireland.

– No puedes hablar en nombre de Charles.

– ¡Tizzy! Más agua caliente.

– Mamá, ¿me has oído?

– Mary, siempre te escucho, aunque a veces preferiría no hacerlo.

– Claro que le escribiré. -Charles se alarmó ante el tono estridente de su hermana-. Le expresaré nuestra preocupación.

Mary se sentó al tiempo que Tizzy se presentaba con el agua caliente.

– Debes decirle que creemos a pies juntillas en la autenticidad de los papeles.

– ¿Debo decírselo?

– Se trata de algo de suma importancia.

La señora Lamb miró con parsimonia a su hijo.

– Charles, con eso no harás ningún daño a nadie y alegrarás a tu hermana. -Mary se dedicó a lustrar el cuchillo de la mantequilla con el chal-. Mary, ¿no crees que lo que estás haciendo es una grosería?

– Mamá, estuve leyendo La consolación de la filosofía, de Boecio.

– Y eso, ¿qué tiene que ver?

– La urbanidad no es más que un mero juego. Debemos vivir en el mundo eterno.

– Dios mediante, es allí donde moraremos, pero todavía no nos ha llegado la hora.

Convencido de que la tormenta había amainado, Charles recuperó el periódico y leyó una gacetilla sobre un asesinato reciente en la White Hart Inn. La víctima era una lavandera entrada en años, cuyo cuerpo apareció boca abajo en un barril de cerveza; aún no habían detenido al homicida. Comenzó a leer en voz alta, pero Mary lo interrumpió:

– No soporto tanta violencia. Vaya por donde vaya, en Londres sólo veo barbarie y crueldad.

– Mary, las ciudades son lugares de muerte. -Charles todavía albergaba en su seno un duendecillo perverso con el que le gustaba tomar el pelo a su hermana-. Hace poco leí que las primeras ciudades se construyeron sobre cementerios.

– Por lo tanto, somos muertos andantes. Papá, ¿lo has oído?

El señor Lamb imitó el sonido de una trompeta y rió.

CAPÍTULO XIII

Una semana después de aceptar la invitación, William Ireland fue citado ante el comité Shakespeare. La reunión tuvo lugar el domingo por la mañana en una dependencia situada sobre la cafetería de Warwick Lane; se trataba del despacho de la Caledonian Society, cuyas paredes estaban decoradas con diversos grabados de los regimientos de los Highlands. William se presentó con su padre, quien se quedó a su espera en el rellano. Samuel Ireland pidió de inmediato café, tostadas y aguardiente al local que había debajo y, en el preciso momento en el que William se disponía a prestar testimonio, entreabrió la puerta para oírlo.

Los señores Ritson y Stevens estaban sentados detrás de una estrecha mesa de roble. El señor Ritson era un hombre impaciente, animado y muy dado a adoptar expresiones faciales de asombro o incredulidad; William calculó que no superaba los treinta y cinco años y se fijó en que llevaba la corbata elegantemente anudada. El señor Stevens era mayor y presentaba un aspecto de mayor seriedad; más tarde William comentó que parecía un hombre a punto de ahogar una camada de cachorrillos. Junto a ellos se sentaban dos hombres más, uno de los cuales comenzó a tomar notas en cuanto William entró. La habitación olía a tinta, polvo y, ligeramente, a peras.

– Antes de empezar me gustaría hacer una declaración exacta y precisa.

Tras haber rechazado una silla, William permaneció en pie ante los miembros del comité y miró la cúpula de Saint Paul a través del ventanuco con parteluces.

– Señor Ireland, no somos un tribunal de justicia. -Ritson extendió las manos como si se defendiera-. Nos limitamos a realizar una investigación. No hay recompensas ni castigos.

– Sus palabras me alegran, ya que mi padre cree que lo castigan.

– ¿Por qué?

– Es sospechoso de falsificar vilmente los documentos. ¿Acaso me equivoco?

– No se lo ha acusado de nada.

– No es eso lo que he dicho. No mencioné la palabra acusado, sólo dije sospechoso.

– El mundo está plagado de recelos. -Stevens, que había observado con atención a William, se decantó por romper su silencio-. Señor Ireland, no somos perfectos, sino falibles. Ni siquiera hemos llegado a la conclusión de que los papeles sean inventados. No lo sabemos.

– Tiene usted la oportunidad de disipar hasta la más pequeña de las dudas -añadió Ritson.

– En ese caso, debo prestar declaración.

– Señor Ireland, ¿responderá a una pregunta antes de tomar la palabra? Le aseguro que es muy sencilla.

– Por supuesto.

Ritson apoyó las manos en la mesa y recitó:

– William Henry Ireland, ¿jura que, según su mejor saber y entender, a partir de las circunstancias por usted conocidas en relación con el descubrimiento de los mentados papeles, éstos pueden considerarse expresiones auténticas de la pluma de William Shakespeare?

– Perdone, ¿me autoriza a leer mi declaración?

– Ya lo creo.

William retrocedió un paso y sacó un papel del bolsillo interior de su chaqueta:

– «Se ha sostenido en distintos impresos públicos que el presente comité se ha creado para investigar la participación de mi padre en el descubrimiento y la presentación de los documentos shakespearianos. A fin de liberarlo de las mentiras que lo rodean, juro que Samuel Ireland recibió los papeles de mi persona como textos propios de Shakespeare y que nada sabe acerca del origen ni de la fuente de los que proceden.» -Volvió a guardar el papel en el bolsillo-. ¿Es suficiente?

– Sí, es suficiente en lo que a su padre se refiere -replicó Stevens-, pero no ha respondido a nuestra pregunta. ¿Podemos preguntar qué papel ha desempeñado usted en este asunto?

– Por supuesto.

– En ese caso, ¿puede esclarecernos la naturaleza del origen o fuente?

– Señor, ¿le molestaría ser más concreto?

– Veamos. ¿Se trata de una persona, un lugar, un legado o un regalo? ¿Qué es?

– Sin temor a equivocarme, puedo decir que se trata de una persona.

– ¿De quién?

– En este punto he de manifestar que me encuentro en situación desventajosa.

– ¿Qué quiere decir?

– Me es del todo imposible nombrar o identificar de cualquier otra manera a dicha persona.

– ¿Por qué?

– Porque he prestado juramento ante un determinado individuo.

– ¿Quiere decir ante el individuo que le entregó los papeles?

– Ni más ni menos.

Stevens miró a Ritson, que enarcó las cejas y simuló sorprenderse.

Ireland carraspeó y volvió a mirar por el ventanuco con parteluces.

– ¿No puede poner nombre al susodicho benefactor?

– No puedo decir nada más. ¿Pretende usted que viole una sagrada promesa?

– Me parece que no lo entiendo.

– He jurado que jamás revelaré el nombre de mi mecenas. ¿Pretende que falte a mi palabra?

– ¡Dios no lo permita!

Airado, William miró a Stevens como si hubiese detectado cierta ironía en su respuesta, pero Ritson intervino sin perder un segundo:

– Señor Ireland, ¿ese caballero no está dispuesto a hablar discretamente con los miembros del comité?

– Yo no he dicho en ningún momento que fuera un caballero.

– ¿No es un caballero?

– No se confunda. Simplemente afirmo que, hasta ahora, no he dado a conocer el género de mi mecenas.

– Sea del género que sea, ¿esa persona está dispuesta a presentarse ante este comité que garantiza la más estricta reserva?