Conocía tan bien el trayecto que apenas se fijó en lo que hacía; fue arrastrado por Snow Hill, Newgate, Cheapside y Cornhill hasta llegar a Leadenhall Street, casi como si lo hubiesen disparado desde un cañón hasta el pórtico con columnas de la East India House. Se trataba de una antigua mansión de ladrillo y piedra, de los tiempos de la reina Ana, reforzada con firmeza por una gran cúpula que arrojaba sombras en la oscura y polvorienta Leadenhall Street. Al pasar junto al portero, Charles le apretó el brazo y murmuró: «Vida campestre vermiculada». El sábado anterior habían hablado del nombre del adorno con forma de gusano que decoraba la unión de la base del edificio con la calle. El portero se llevó la mano a la frente y simuló que, sorprendido, caía de espaldas.
Charles franqueó el vestíbulo, de modo que el acelerado tamborileo de su calzado provocó sonoros estremecimientos entre las columnas de mármol, y ascendió por la gran escalera ornamental, salvando los escalones de dos en dos.
En la oficina de dividendos, que era donde trabajaba, había seis empleados. Los escritorios estaban colocados en forma de uve invertida o, según prefería decir, «como el vuelo de una bandada de gansos», cuyo vértice ocupaba el jefe. En el centro de dicha formación se encontraba una mesa larga y baja sobre la que reposaban diversos tomos de contabilidad y registro, encuadernados en piel. Cada escribiente utilizaba una silla de respaldo alto y sobre el escritorio se encontraban la pluma, la tinta y el papel secante. Benjamin Milton se sentaba delante de Charles y Tom Coates lo hacía detrás.
Benjamin se volvió al oír el arrastre de una silla.
– Buenos días, Charlie. No había alegría en Inglaterra hasta que naciste.
– Lo sé, lo sé. Soy una persona ingeniosa y motivo de ingenio para los demás.
Benjamin era un joven bajo, delgado, apuesto y de pelo oscuro. Charles lo llamaba «Garrick de bolsillo» en honor del difunto actor y director teatral. Al igual que Garrick, Benjamin siempre parecía contento.
Tom Coates se presentó canturreando la última balada. Siempre estaba enamorado y tenía deudas. Lloraba con desconsuelo durante los romances de obruchas del tres al cuarto y constantemente se burlaba de su sentimentalidad.
– Quiero mucho a mi madre -comentó-. Me ha tejido estos guantes.
Charles no se volvió para admirarlos. El jefe, Solomon Jarvis, había abandonado su silla y se disponía a repartir los libros mayores de una y dos columnas. Jarvis, un hombre serio, empleado de la compañía desde hacía cuarenta años, se sentía honrado de ser escribiente en la East India House. Fueran cuales fuesen las ambiciones o aspiraciones que antaño había albergado, todo había quedado en agua de borrajas. No por ello era un desengañado…, se trataba de un hombre serio y solemne, pero no estaba amargado. Era uno de los pocos que llevaban el pelo empolvado y rizado a la vieja usanza; no se sabía muy bien si prefería la moda del reinado anterior por empecinada fidelidad a lo antiguo o al bendito recuerdo de su aspecto de «galán» o «petimetre». Como solía decir Benjamin, parecía «un obelisco viviente». También era adicto al rapé, que retiraba en grandes cantidades de los bolsillos de su anticuado chaleco color de orín. A decir verdad, Charles aseguraba que su cabello estaba cubierto de rapé más que de polvos, pero nunca se atrevió a someter a prueba su teoría.
– Caballeros, no tardará en llegar el día de los dividendos -informó Jarvis-. ¿Elaboramos los cálculos? ¿Redactamos los documentos?
Apuntaron los números bajo un fresco de sir James Thornhill, que representaba a la Industria y la Prosperidad recibidas en el golfo de Bengala por tres príncipes indios que llevaban en las manos diversos frutos de la región. A cambio, la Industria ofrecía una azada, mientras que la Prosperidad entregaba una balanza dorada. A Charles lo que más le interesaba de aquel cuadro eran el mar y el paisaje. Cruzaba las manos tras la nuca, contemplaba el techo y recorría con la mirada los azules y verdes lejanos. Imaginaba la rompiente del océano en orillas extrañas y el susurro de la brisa cálida entre los árboles en flor hasta que lo arrancaban del ensueño los arañazos de las plumas de sus compañeros que escribían a su alrededor.
Trazaba tres ceros bien redondeados al final de un cálculo cuando sonó la campana que indicaba el fin de la jornada laboral. Tom Coates se acercó veloz a su silla e inquirió:
– Charlie, ¿qué has dicho? ¿Sólo una?
Benjamin Milton se sumó a ellos, se llevó una mano a la boca e imitó el sonido de un bugle.
– Eso es -respondió Charles-. Sólo una.
Los tres jóvenes abandonaron el edificio por Leadenhall Street. Caminaron rápidamente por el adoquinado, con las manos en los bolsillos y los faldones de las levitas negras aleteando a sus espaldas; giraron por Billiter Street, palmearon las ancas de los caballos a medida que los esquivaban y se adentraron en el calor acogedor de la Billiter Inn, donde resultaron rodeados por el suave murmullo de las voces y el olor dulzón de la cerveza negra. Vieron un reservado vacío y lo ocuparon. Benjamin se acercó a la barra. En momentos como ése, Charles se sentía tal cual un personaje histórico. Cada movimiento y ademán que hacía habían sido repetidos sin cesar en el mismo lugar. El suave murmullo y el olor dulzón eran el pasado propiamente dicho, un ayer que lo cubría y lo reclamaba. Todo lo que dijese ya había sido expresado.
– Lloro ante las cunas y sonrío ante las tumbas. Ben, a tu salud. -Charles cogió la jarra de peltre de manos de su amigo y bebió un generoso trago de cerveza-. Bebo por pura obligación.
– Desde luego. -Tom Coates alzó su jarra-. Lo haces por pura necesidad, no sientes el menor placer.
– Brindo por mi destino -declaró Benjamin, y entrechocó su jarra con la de sus amigos.
– Ay, sí. Las Moiras…, las hermanas. ¡Atropo, te saludamos! -Charles vació su jarra y buscó al camarero con la mirada. Todos lo llamaban «Tío», aunque era un hombre mayor y solemne que todavía vestía pantalón hasta la rodilla y medias de estambre-. Lo mejor de lo mejor, Tío, en cuanto esté libre.
– Anon, señor, me llamo Anon.
– Esa frase figurará en su lápida -cuchicheó Charles a sus amigos-. «Anon, señor, me llamo Anon.» Dios lo dejará por imposible.
Los tres se dedicaron a beber durante más de una hora. Luego serían incapaces de recordar lo que dijeron. Era la experiencia de la charla compartida, el enlace de una voz con otra, la llamada y la respuesta, la confraternización de sentimientos lo que los animaba y tranquilizaba. Charles había olvidado su cita de esa noche con William Ireland. Al final se despidió de sus amigos en la esquina de Moorgate; ellos caminaron hacia el norte, rumbo a Islington, y Charles se dirigió hacia Holborn y su casa.
De repente, le asestaron un brutal golpe en la nuca.
– ¿Qué tienes? ¡Dame lo que llevas!
Al oír la voz, Charles se volvió y recibió otro golpe. Trastabilló junto a la pared y notó que alguien le registraba los bolsillos. Le arrancaron el reloj de la leontina y le sustrajeron la bolsa a toda velocidad, casi con impaciencia; enseguida oyó que el ladrón se alejaba y sus pisadas resonaron en los altos muros de Ironmonger Lane. Charles se apoyó en la pared de la esquina, dejó escapar un suspiro y se sentó en los adoquines. Quiso consultar su reloj y recordó que se lo habían arrebatado; se percató de que no tenía nada grave y, de pronto, se sintió muy cansado. Estaba agotado. Se había convertido en uno más de los incontables asaltados que en el mismo sitio, la esquina de Ironmonger Lane con Cheapside, había decidido sentarse en el suelo. Aún percibía el eco de las pisadas que huían de la escena del crimen.
CAPÍTULO III
William Ireland estaba con su padre en el comedor situado arriba de la librería. Los acompañaba Rosa Ponting, la compañera de Samuel Ireland.
– La perca estaba deliciosa -comentó Rosa-. Con la mantequilla ha quedado muy suave. -Rebañó el pan en lo que quedaba de salsa de mantequilla-. Estoy convencida de que lloverá. Sammy, querido, ¿puedes pasarme esa patata? ¿Sabías que las patatas proceden de Perú?