La mujer vivía en esa casa desde que William tenía memoria; ya había alcanzado la madurez y desarrollado una barbilla adicional, aunque todavía conservaba una actitud jovial. Antaño había sido lo que se conoce como «encantadora» y aún reivindicaba ese título.
– Nunca adivinaríais quién me abordó esta mañana en la calle. ¡Ni más ni menos que la señorita Morrison! Hacía muchísimo que no la veía. Estoy segura de que llevaba el mismo sombrero de siempre. No me cabe la menor duda. -Ensimismado a causa de algo que lo perturbaba, Samuel Ireland miraba hacia delante y su hijo apenas lograba contener la impaciencia-. Me ha invitado a tomar el té el martes que viene. -Rosa habló con tono desafiante; al fin y al cabo, tenía derecho a hablar…, ¿o no?-. William, tengo la sensación de que deseas abandonar la mesa. Por favor, levántate cuando quieras.
William miró a su padre, que no se dio por enterado.
– Padre, ¿puedo irme?
– ¿Cómo dices? Sí, por supuesto, faltaría más.
– Quiero mostrarte algo.
– ¿De qué se trata?
– Es una sorpresa. -William abandonó la mesa-. Está en los estantes. -Con esa expresión se refería a la librería de la planta baja, si bien había aprendido que nunca debía mentar esa palabra en presencia de su padre-. Es un regalo, algo que has deseado profundamente.
– William, el deseo es una bestia. No debemos desear en exceso.
– Supongo que este regalo te resultará aceptable.
– ¿Se trata de un libro? -Samuel Ireland miró a Rosa Ponting, que no se interesaba nunca por esas cuestiones, y musitó-: Rosa, te dejo con la patata.
Siguió a su hijo por la sencilla escalera de pino que separaba la librería de la casa.
William retiró el pergamino de uno de los estantes, lo abrió sobre el mostrador de madera y lo contempló con intenso deleite.
– Padre, ¿ya sabes de qué se trata?
Samuel Ireland tocó el papel con la yema de los dedos.
– Es una escritura. A ojo de buen cubero, diría que de la época de Jacobo I.
– Padre, estúdiala con más atención.
– En concreto, ¿qué es lo que quieres que vea?
– Es posible que los testigos te interesen.
Samuel Ireland sacó las gafas de leer del bolsillo de la chaqueta.
– No, no puede ser.
– Pero lo es.
– ¿Dónde la has encontrado?
– En la tienda de antigüedades próxima a Grosvenor Square. Estaba enrollada con otras escrituras. Al desatar la cinta, ésta cayó al suelo y en cuanto la recogí reparé en la firma.
– ¿Cuánto te costó? -inquirió Samuel Ireland a toda velocidad.
– Un chelín.
– A eso llamo yo un chelín bien gastado.
– Padre, la escritura es tuya. Te la regalo.
– Se trata de algo con lo que he soñado toda mi vida. -Se quitó las gafas y las limpió con el pañuelo-. El nombre y la caligrafía de William Shakespeare… Es el documento más extraordinario que he visto en mi vida.
– ¿No albergas dudas sobre su autoría?
– Absolutamente ninguna. He visto el testamento de Shakespeare en la biblioteca de la Rolls Chapel. ¿Te has fijado en el trazo extendido en la cola de la pe y el rabo añadido como para que parezca que dice «per»? ¿Has visto la ka imperfecta y la e con la curva invertida? El documento es auténtico.
– Tenlo en consideración en su totalidad -había dicho Samuel Ireland a su hijo un día que se pusieron a conversar después del desayuno-. Es nuestro verdadero padre. Chaucer es el progenitor de nuestra poesía y Shakespeare el de nuestras tablas. Nadie se enamoró de verdad antes de Romeo y Julieta. Nadie comprendió los celos antes de Otelo. Hamlet también es un gran original. -Abandonó la silla y se acercó a la repisa de la chimenea del comedor, donde reposaba un pequeño busto de Shakespeare tallado en madera de moral. Lo había comprado hacía seis meses en Stratford-upon-Avon-. Lamentablemente, las personas sin cultivar de su época no llegaron a comprender su genialidad. Las obras completas sólo se publicaron después de su muerte y los textos están tan corruptos, que muchos fragmentos carecen de sentido. Algunas obras han desaparecido.
– ¿Han desaparecido? ¿Dónde están?
– Como diría el bardo, en el inmenso pasado y abismo de los tiempos. Cardenio, Vortigern, Trabajos de amor conseguidos…, todas han desaparecido.
Algunas noches, después de la cena, Samuel Ireland leía textos de Shakespeare a su hijo. William todavía evocaba la sensación de la bruma o de la lluvia que caía al otro lado de la ventana salediza del escaparate de la librería. Su padre se sentaba tras él, con la lámpara de aceite sobre la mesa, por lo que la sombra de su cabeza se reflejaba en el libro abierto mientras recitaba las palabras:
– «Cuando el moribundo se acerca al trance final, suele reanimarse, y a esto lo llaman el último destello.» Will, ¿qué te parece? ¡En mi opinión, es magnífico!
– A menudo se refiere a los relámpagos. Ese verso está en Romeo y Julieta…
Su padre ya no escuchaba porque buscaba otro pasaje con el que impresionarlo. Le encantaba recitar los dramas. Estaba convencido de que tenía una voz potente que, con frecuencia, a William le resultaba más bien hueca e insegura.
Según había dicho el propio Samuel Ireland, una vez habían viajado a Stratford «en pos del bardo». William sabía que su padre acogía de buena gana la más mínima oportunidad de alejarse de casa; en su separación transitoria de la librería y de la presencia vigilante de Rosa Ponting, Samuel Ireland ocupaba una posición más distinguida en el mundo. Un viajero de la diligencia de Stratford se había atrevido a preguntarle a qué oficio se dedicaba. Samuel le había clavado la mirada y finalmente había respondido: «Señor, me dedico al oficio de vivir».
Habían pasado la noche en la Swan Inn de Stratford y a la mañana siguiente habían visitado al señor Hart, el carnicero descendiente de Shakespeare por línea materna y que todavía vivía en Henley Street, en la casa del propio poeta y dramaturgo. El erudito Edmond Malone había entregado una carta de presentación a Samuel Ireland. En el exterior de la vieja morada se leía en un letrero: «William Shakespeare nació en esta casa. Atención: se alquilan un caballo y un carro con los impuestos pagados».
Cuando entraron en el estrecho pasillo de la casa, Hart había dicho:
– Señor, es todo un honor.
– Señor, el honor es mío, el honor de conocer a un miembro de la familia en esta morada. Le presento a mi hijo William.
William estrechó la mano del carnicero, que era firme y estaba calentita, y la imaginó alrededor del pescuezo de una liebre o un pollo. Ralph Hart era un hombre bajo, calvo y de piel muy blanca.
– Señor Ireland, no poseo dotes literarias. Sólo soy un simple comerciante.
– De un oficio honroso. -Samuel Ireland estuvo muy elegante-. ¿Acaso el padre del bardo no era carnicero?
– Todavía se discute. Hay quienes dicen que confeccionaba guantes. De todas maneras, poseía ganado. Pasen a la sala, a la que algunos llaman salón. -William pensó que Hart era un hombre sereno y decidido y llegó a la conclusión de que dirigía un próspero negocio-. ¿Les apetece una taza de té? No estoy casado, pero cuento con una competente criada.
– Señor, estoy seguro de que se trata de una mujer de valor incalculable.
William Ireland experimentó extrañísimas sensaciones al entrar en la casa en la que se suponía que había nacido William Shakespeare, detenerse en una estancia que habría recorrido miles de veces y ver en la cara del carnicero algunas facciones de la ilustre familia. Lo más misterioso fue que una vez en su interior no percibió nada, no experimentó una presencia conocida y le pareció una situación carente de encanto. Lo achacó a su ineptitud. Con toda seguridad, una persona más sensible habría florecido en esa atmósfera evocadora. Un espíritu más sutil se habría conmovido, como si oyese un trompetazo. Él no reparó en nada, ya que la casa le pareció vacía.