Bonfiglioli no se sentía satisfecho con el título Science Fantasy, que según él evocaba una imagen falsa para el público, ya que un nombre así se asociaba con la literatura juvenil. De modo que Science Fantasy acabó en el número de febrero de 1966, y un mes después nacía la primera edición de Impulse. Se trataba de una colección formada en exclusiva por primeras figuras con relatos especialmente encargados en torno al tema del sacrificio, aunque el punto culminante fue The Signaller (El más señalado), de Keith Roberts, el primer relato de su serie Pavane.
Impulse 1 fue una edición magnífica, que suscitaba grandes esperanzas para el futuro.
Por la misma época, New Worlds hacía hincapié de manera evidente en el enfoque literario de la ciencia ficción y su recobrada aceptabilidad. Moorcock deseaba atraerse a las camarillas artísticas y literarias, a los académicos. Este interés por la ciencia ficción se puso de evidencia con el surgimiento de Science Fiction Horizons, revista ajena a la novelística, dedicada a la crítica del género y editada por Brian Aldiss y Harry Harrison. Tal vez se adelantaba a su tiempo. Su distribución fue prácticamente nula, y la publicación sólo vio dos números, con meses de diferencia entre ambos. Sin embargo, dio la alerta sobre lo que se avecinaba.
La primera New Worlds en formato de bolsillo adoptó un enfoque similar, presentando un artículo de J.G. Ballard sobre el discutido exponente de la nueva literatura William S. Burroughs.
Moorcock imprimió rápidamente obras que, pensaba, sólo New Worlds podía publicar. Su esposa, Hilary Bailey, colaboró con un sorprendente retrato de una posible Inglaterra dominada por los nazis, The Fall of Frenchy Steiner (La caída del afrancesado Steiner) (julio de 1964), y E. C. Tubb con una descriptiva secuencia de alucinación causada por drogas, New Experience (Nueva experiencia) (septiembre de 1964). Pero, sin lugar a dudas, la narración más polémica de aquellos primeros números fue la titulada I Remember, Anita… (Yo recuerdo, Anita…), de Langdon Jones, que pormenorizaba sobre el sexo y el amor en un futuro devastado por las armas nucleares y que provocó un diluvio de cartas de los lectores. La sección de correspondencia se convirtió en un campo de batalla para los que estaban a favor o en contra del sexo en la ciencia ficción. De forma espontánea, llegaron a la revista más narraciones de ese tipo, y la revolucionaria bola de nieve de Moorcock se echó a rodar. En un principio, la mantuvo bajo control. En la siguiente década, la vería explotar en todas direcciones.
New Worlds incrementó rápidamente sus ventas, y en enero de 1965 recobró su periodicidad mensual (Science Fantasy hizo lo propio un mes después). Se atrajo a todo un nuevo grupo de autores, Charles Platt, George Collyn, Thom Keyes y David I. Masson, aparte de los ya seguros J. G. Ballard, Brian Aldiss, John Brunner, etc. El número de octubre de 1965 señaló la vuelta de Bob Shaw al campo de la revista, con una descripción de posibles hostilidades espaciales, …And Isles Where Good Men Lie (…E islas donde yacen hombres buenos). Shaw se estaba forjando una reputación como uno de los talentos más originales de la ciencia ficción.
Los escritores americanos comprendieron también que la ciencia ficción se emanciparía precisamente en New Worlds. Aunque Estados Unidos se hallaba también en plena revolución, las restricciones editoriales eran mucho más severas que las padecidas por Moorcock. Muy pronto, Roger Zelazny, Thomas M. Disch y Judith Merrill encabezaron el torrente de talento americano que fue a confluir con los crecientes hallazgos británicos para dar nacimiento a la denominada «nueva ola».
Dicha ola rompería contra la costa de la ciencia ficción en 1967, aunque todos los indicios apuntaban ya hacia tal fin en marzo de 1966. Los últimos años habían visto un increíble brote de nuevos talentos, que aportaban un punto de vista totalmente renovado. Todo comenzaba a hervir. Cuando llegara al punto de ebullición, la ciencia ficción jamás volvería a ser la misma.
El bebé del señor Culpeper
Kenneth Bulmer
de Authentic, Abril de 1956
Los años cincuenta vieron la publicación de un tipo de relato de ciencia ficción que no goza hoy día de tanta popularidad. Se trataba de la narración nítida, precisa, basada en una simple premisa manipulada con precisión por el autor para conducirla a un resultado explosivo. Si bien los escritores americanos cultivaban esta variedad, constituyó en su conjunto un rasgo peculiarmente británico, Kenneth Bulmer, creador también de obras de superior extensión, fue uno de sus mejores exponentes.
Henry Kenneth Bulmer nació en Londres el viernes 14 de enero de 1921. Su interés por la ciencia ficción sólo es igualado por su fascinación por la historia marítima, un tema que le ha llevado a crear una serie de novelas, firmadas con seudónimo, sobre las guerras napoleónicas. Ambos géneros, en apariencia tan dispares, se combinan en ocasiones, como en sus novelas City under the Sea (Ciudad submarina) (1957) y Beyond the Silver Sky (Más allá del cielo plateado) (1960).
Bulmer participó activamente en el boom de la ciencia ficción después de la guerra, editando su propia revista de aficionados. En 1955, actuó como representante oficial de Gran Bretaña en la convención mundial de ciencia ficción, celebrada en Cleveland. Ha mantenido siempre su relación con el género, asistiendo con regularidad a las convenciones británicas y presidiendo en cierta ocasión la British Science Fiction Association y la British Fantasy Society.
Sus primeras novelas, en colaboración con A.V. Clarke (no confundir con Arthur C.), aparecieron en 1952: Cybernetic Controller (Inspector cibernético) y Space Treason (Traición espacial). Desde entonces, su producción regular le consagra como uno de los escritores más activos. Entre sus novelas, se cuentan The Fatal Fire (El fuego fatal) (1960), Defiance (Desafío) (1963), Demons World (Mundo diabólico) (1964), Behold the Stars (Contemplad las estrellas) (1965) y To Outrun Doomsday (Eludir el día del fin del mundo) (1967).
Colaboró periódicamente en revistas británicas de ciencia ficción, a menudo recurriendo a diversos seudónimos, escribiendo también numerosos artículos de divulgación científica junto con John Newman, investigador químico, adoptando el nombre conjunto de Kenneth Johns. Desde la muerte de John Carnell, Bulmer prosiguió la publicación de la loable colección New Writings in SF, cuyos orígenes se detallan en la introducción a este volumen.
Entre la infinidad de contribuciones literarias de Bulmer a las revistas de ciencia ficción entre 1954 y 1970, he elegido uno de sus relatos más logrados, que refleja lo que había de más ameno en la ciencia ficción británica durante la década de los cincuenta.
El señor Culpeper vivía con un temor mortal a su bebé.
Empujó el nuevo cochecito por las áridas calles suburbanas del domingo por la mañana, eludiendo las miradas de admiración de los transeúntes. Su avispado rostro de habitante de los suburbios londinenses de facciones enjutas, parecía haber sido sumergido en cera que, una vez seca, lo había dejado rígido e inmóvil. El bebé yacía felizmente dormido, con la babeante boca abierta y las gruesas mejillas descansando sobre el almohadón, componiendo una imagen capaz de provocar ronroneos de placer en las ancianas damas de pelo blanco.