El señor Culpeper echó la cabeza hacia atrás, en medio de todo el alboroto y confusión, y contempló los saltarines cascarones, ensamblados entre las vigas de arrastre. Una perspectiva fantástica…
– Mi entrenamiento en el ejército fue un juego de niños comparado con eso -confió a su esposa.
La señora Culpeper sonrió y ciñó más el cordón que sujetaba la capita del niño. Una multitud de alegres adolescentes se encaramó a los coches, momentáneamente parados, impacientes como corceles árabes, inquietos y briosos en espera de la señal de partida. Un tut-tut de la reluciente bocina, la estruendosa versión de una canción popular… y el artefacto se puso en movimiento.
La señora Culpeper, con el bebé tranquilo y protegido en sus brazos, se acercó al mostrador repleto de premios en que un hombre gritaba:
– ¡Inténtenlo, damas y caballeros! ¡Todo es cuestión de habilidad! ¡Hagan rodar sus peniques! ¡Anímense!
El señor Culpeper se aproximó a su esposa y permaneció a su lado mientras el penique de la mujer rodaba por la ranura del destino y se tambaleaba hasta quedar bien plano, como gelatina que se secase.
– ¡Premio a la primera, señora!
El dueño de la atracción se había resignado ya a esos breves destellos de suerte, típicos de los novatos. Debía recordar a su socio que pintara un poco más gruesa aquella línea negra.
– Siempre lo digo, todo el mundo gana, un premio para todo ganador. ¿Qué desea la señora? ¿Un bonito gorro para el niño?
– No… No -intervino el señor Culpeper, con repentina ansiedad. Después de todo, se trataba de una ocasión-. No creo que eso nos convenga. ¿Qué te gustaría a ti, cariño?
Pero el hombre no estaba dispuesto a perder el tiempo de aquella forma.
– ¡Adelante! ¡Hagan rodar sus peniques! -gritó, prosiguiendo su trabajo-. Aquí lo tiene, señor. -Se volvió hacia su socio y añadió con la mismo voz potente-: Entrégale a este hombre un anillo de oro peruano…
El bebé del señor Culpeper abrió la boca y chilló.
A través de los tristes y polvorientos pasillos del tiempo, desde el alarido del rebelde hasta el hurra británico, desde el toque de trompa de los caballeros hasta las siete trompetas de Jericó y las de plata del antiguo Egipto, todos al unísono debieron aceptar en su augusta compañía el chillido del bebé del señor Culpeper.
Un olor penetrante a alquitrán llenaba el ambiente… De pronto se produjo un espeluznante crujido.
Un instante antes, el sol brillaba generoso sobre miles de personas, que bullían con un sonido similar al de las olas rompiendo en las rocas. Al instante siguiente, esos miles de personas contemplaban horrorizados la escena, señalando y gesticulando. Presas de pánico, comenzaron a huir del centro de la feria, mientras que varios miles más corrían confusamente en todas direcciones. El crujido se hizo más audible.
Aquella atracción aérea, aquella carroza de los dioses posada en un solar londinense, cobraba un ímpetu desenfrenado. Los coches dorados giraban a terrorífica velocidad, más y más de prisa a cada instante. El conjunto de la delicada estructura pareció bailar con la inestabilidad de un borracho, palpitando con un latido que llegaba hasta el mismo suelo.
En medio de la confusión, el señor Culpeper miró a su hijo. El bebé lloraba de un modo bastante normal, con repentinos accesos de lágrimas y pertinaces y suaves gimoteos. En un momento dado, una nube ensombreció las arrugas de su rostro. La criatura no se movía, no abría y cerraba los puños ni tampoco pataleaba. Pero cuando la imponente estructura pintada se desplomó como un castillo de naipes, arrastrando tras ella los coches dorados y levantando un halo de polvo en el solar de la feria, el bebé chilló como si le torturasen con pinzas candentes.
La angustiada señora Culpeper lloró también, mientras trataba en vano de enjugarse los ojos y los del niño con la punta del pañuelo. El señor Culpeper corrió hacia el escenario de la destrucción, entre los tenderetes y entoldados de la feria, mezclado con cientos de personas que le imitaban. La experiencia de los bombardeos, penosamente adquirida, no había sido olvidada. Hombres y mujeres aunaron sus esfuerzos para rescatar a las víctimas de entre las ruinas.
Transcurrieron horas antes de que todos los cuerpos destrozados hubieran sido extraídos de entre los astillados cochecitos. Los muertos fueron cubiertos reverentemente con chaquetas manchadas de sangre, y los heridos, acomodados de la mejor manera posible sobre la seca hierba del solar.
El señor Culpeper acabó con dolor de cabeza y la garganta reseca. Dejó en el suelo su extremo de la camilla y miró a su esposa, que se acercaba en medio de la creciente oscuridad, con el bebé todavía lloriqueando en sus brazos.
– Vámonos, cariño -dijo la señora Culpeper, con voz tensa de preocupación-. Pareces rendido. Los enfermeros terminarán la tarea, no queda nada que puedas hacer. Ven a tomarte una buena taza de té.
– De acuerdo. -El señor Culpeper se irguió y dio la espalda a la camilla. Su mirada era vidriosa-. ¿Dónde esta mi chaqueta?
Llegaron dos enfermeros del hospital St. John, ambos con uniforme de sarga azul y aspecto sudoroso y fatigado. El muchacho echado en la camilla permanecía inmóvil.
El señor Culpeper buscó torpemente su chaqueta y después observó a su hijo. La menuda carita estaba hinchada por el llanto, igual que el rostro de un adulto, no habituado a las lágrimas, después de prolongados sollozos. Y mientras el señor Culpeper la miraba, la oscura sombra pasó de nuevo sobre ella, como una ráfaga de viento que agitase un campo de maíz bajo el sol. El bebé del señor Culpeper chilló. Y se calló enseguida.
Los dos enfermeros del St. John levantaron la camilla. El que iba detrás comentó, mirando al herido:
– También este pobre chaval está perdido. Me lo olí nada más llegar. Me da la impresión de que se encuentra en las últimas. -Se irguió y la camilla osciló con su frágil carga-. Será preferible que regrese a su casa, señor. Tómese una taza de té y se sentirá mejor.
La cara del señor Culpeper parecía de granito. Su cuerpo estaba tenso, rígido, demasiado petrificado para permitirle estremecerse en un gesto de alivio.
Aquel episodio de la feria era un siniestro asunto. Pero había visto cosas mucho peores en Anzio. Su problema se centraba en el niño. Debía racionalizar aquello como fuera. Tenía que hacerlo, por bien de su propia cordura.
Durante el trayecto de vuelta, en el autobús, los compañeros de viaje del señor Culpeper no fueron para él más que manchas difusas. Pasaban de un lado a otro, tornándose enormes cuando se acercaban a él y menguando al alejarse. Su cabeza semejaba un grandioso globo desde el que podía contemplar el mundo únicamente a través de una grieta diminuta.
Sabía, con la desesperante sensación de lo irrevocable, que ya no podía eludir por más tiempo el problema.
Los hechos minúsculos se habían ido acumulando poco a poco, como una bola de nieve, hasta amenazar con hundirse bajo una avalancha de locura. Con ese sentido interno profundamente enraizado que procedía de las cavernas prehistóricas, temía saber por qué no lloraba su bebé… No, precisemos. Incluso con la cabeza como envuelta en algodón se esforzaba por mostrarse exacto. Sabía qué provocaba su llanto. Ni más ni menos. El señor Culpeper pugnó breve y amargamente por evitar que la oleada de histeria le anegase en pleno autobús… Sí, sabía por qué lloraba su hijo.
El señor Culpeper no recordaba nada más de las actividades de aquel día. Su primer recuerdo coherente era haber abierto los ojos ante los rayos del sol de esa mañana de domingo, que caían alegres sobre el periódico doblado junto a la bandeja del desayuno. Domingo por la mañana. Un tiempo aparte, en que se nos permite olvidar todos nuestros sábados, perderlos de vista tras un vidrio opaco.
El señor Culpeper abrió su huevo con golpecitos calculados y desdobló el periódico. Titulares negros como el carbón saltaron hacia él. Y así, la catástrofe del sábado anterior inundó la calma de su domingo, barriendo todo pensamiento lógico y enfrentándole sin contemplaciones con el problema personal que le había atormentado en el autobús.