La orientación de su pensamiento le indujo a leer las noticias que ocupaban el segundo lugar después de la «Tragedia en la feria de Hampstead». Se enteró de graves deliberaciones entre los jefes de estado, y leyó notas y más notas. Pero lo que buscaba con toda avidez, y no obstante, casi sin voluntad consciente, era cualquier retazo de información que se refiriese a las armas nucleares. Había llegado a la conclusión de que jamás en toda su vida, al menos que él supiera, se había visto expuesto a radiaciones causantes de mutaciones. La muy discutida posibilidad de que la más reciente bomba termonuclear fuera capaz de esparcir su alocada pestilencia por buena parte del globo, diseminada a los cuatro vientos, le fascinaba y repugnaba a la vez. Ésa podía ser la respuesta…
¿Era el padre de un monstruo? ¿O no lo era? ¿Sólo porque su hijo lloraba…? ¿Causa y efecto? El heraldo no es el rey. Intentó tranquilizarse un poco con esa idea, pero no había nada capaz de aliviarle en su situación. Debía aceptar como un hecho la anormalidad de su hijo. Ya había terminado la etapa en que le estaba permitido quitar importancia al asunto, diciéndose que se trataba de una serie de coincidencias interrelacionadas.
Apartó a un lado la bandeja, consumido a medias el desayuno, y se puso en pie penosamente. Seguía doliéndole la cabeza desde los esfuerzos de ayer, y profundas punzadas taladraban su entrecejo.
Tomó una decisión. Intentaría actuar con normalidad. Daría su acostumbrado paseo matutino del domingo y consideraría este fin de semana como otro cualquiera.
Y allí estaba, andando de vuelta al hogar para saborear la comida dominical que la señora Culpeper estaría cocinando, y con su mente todavía nublada por las horrendas imágenes consecutivas de las últimas semanas. Intentó rechazar los pensamientos desagradables, llenar su mente de golosas expectativas, pero la carne asada entró en conflicto inmediato con las cajas de caudales y los cochecitos dorados. Todavía tenía el olor del polvo en la nariz, aún lo sentía en su lengua, insulso y arenoso… Seguía viendo aquella sombra oscura revoloteando sobre el rostro de su hijo, como una mano presta a cerrarse.
El señor Culpeper llegó con el cochecito hasta el porche de su casa y se detuvo para sacar la llave con dedos torpes, rígidos, incontrolables. Se inclinó por encima del cochecito, insertó la llave en la cerradura y abrió la puerta. Inclinado como estaba, su rostro a menos de un palmo del de su hijo, escuchó un tenue susurro.
Bajó la mirada, mientras el pánico se apoderaba de él.
Aquella sombra terrible estaba oscureciendo las diminutas facciones del bebé. Los dos antojos carmesí resplandecieron con temblor vital. Los ojos desaparecieron, la nariz se arrugó, la fresca boca se frunció hasta formar un círculo tembloroso. Y el bebé del señor Culpeper chilló.
En el mismo instante, una fuerte ráfaga de aire avanzó con estruendo por el pasillo, arrancó los dos cuadros de la pared y la capota del cochecito y derribó al señor Culpeper.
Y hubo una sorda explosión, que concluyó con un tintineo de vidrio y porcelana que se rompía en pedazos. El señor Culpeper no tuvo necesidad de ir a la cocina. Sabía lo que encontraría en ella.
Las explosiones de gas en lugares cerrados, aun sin repisas llenas de objetos de loza, son de por sí fatales. Con vajilla y cristalería, causan una verdadera confusión.
El vicario se presentó pocas noches después. Sus servicial filosofía habría constituido un consuelo para cualquier hombre…, siempre que careciera del conocimiento con el que el señor Culpeper se esforzaba por vivir.
El señor Culpeper escuchó apático, sentado y con las manos colgando entre sus rodillas, la voz amable y grave, tranquilizadora, a pesar de su monotonía hipnótica, del sacerdote. El vicario habló hasta bastante tarde, sin otras pausas que las necesarias para tomar un pellizco de rapé, hábito académico que contribuía a aproximarle en espíritu a los polvorientos tomos teosóficos sobre los que le gustaba reflexionar. La habitación fue oscureciéndose poco a poco, hasta el punto de que el señor Culpeper dejó de distinguir la figura de su hijo, tranquilamente acostado en la cuna.
Le costó una buena dosis de valor plantearse el problema:
«Es mi hijo. Mi propia carne, por lo tanto. Pero ¿qué otra cosa hay en su mente? ¿O en su alma, su ego o lo que sea? ¿Qué indefinible tipo de monstruo he traído al mundo?»
El vicario, sin fijarse en la distracción del señor Culpeper, continuaba su monólogo hasta llegar al fin que se había fijado.
– Ya ve, hijo mío -decía-. Todas estas cosas hay que soportarlas a la luz del constante sufrimiento humano y la otra vida, eterna y gloriosa, que nos aguarda a todos en el más allá.
De la cuna surgió un trémulo e insignificante sonido.
– Y ahora, debo dejarle -terminó el vicario, recogiendo su sombrero negro-. Temo que mi obra en la congregación llegue demasiado tarde. Ha habido una excesiva reincidencia. Los jóvenes modernos dan cada vez más la impresión de estar convirtiéndose en hijos de Edom. Confiemos en que el nombre del tercer hijo de Caleb no sea apropiado para ellos.
El señor Culpeper oyó todo esto, pero sólo algunos fragmentos se filtraron entre las oleadas de sonido que inundaban su mente. Apenas alcanzaba a controlar el temblor de sus manos. Su frente se humedeció. Oyó de nuevo el sonido…, ahora mas fuerte, terriblemente más fuerte. No podía ver a su hijo y le trastornaba su intenso deseo de no prestarle atención.
¿Qué había dicho el vicario? ¿Ahora debo dejarle? ¿Se iba el sacerdote -el suelo pareció levantarse de repente bajo los pies del señor Culpeper- o era él mismo quien se iba? Sus manos empezaron a temblar de tal manera que las apretó una contra otra con todas sus fuerzas, casi en actitud de súplica. Quizá fuera él quien tenía que irse…
En su imaginación vio, con demasiada claridad, la sombra oscura agitándose sobre el rostro del bebé, anunciando la solemne llegada de algo… ¿o de alguien? Aquello podía atacar a uno cualquiera de los dos hombres sentados en la sombría habitación.
Y sin embargo, pese al torbellino de su cerebro, seguía formulándose el interrogante clave: ¿Qué papel representaba su hijo? ¿Heraldo del trágico advenimiento… o su instigador?
– Gracias, señor vicario -logro decir, sintiendo que el cuello de su camisa le estrangulaba-. Ha sido muy amable.
– Bueno, señor Culpeper…
El vicario se detuvo, sin saber qué decir, perplejo ante esa muestra de emoción en el momento en que se marchaba.
El señor Culpeper escuchó con todas las células de su cuerpo, esforzándose por captar la primera y más insignificante agitación del aire, esforzándose por oír el sonido que tanto le aterrorizaba.
Del bebé surgió un sonido siseante, minúsculo, casi inaudible…
El señor Culpeper se puso en pie bruscamente, con los ojos desorbitados. Volcó su silla y contempló fascinado a su hijo, luego al sacerdote, de nuevo al niño.
Daba la impresión de que esperaba ver la oscura sala convertida en el mismo Armagedón.
El bebé del señor Culpeper estornudó.
El señor Culpeper estalló en una carcajada incontenible, que fue brotando a borbotones de su garganta. No logró evitarlo. Sus nervios habían llegado a un grado de tensión más allá de lo soportable. El rapé del vicario estuvo a punto de provocarle un colapso nervioso. Brincó alocadamente hasta llegar a la cuna, tomó al niño en sus brazos y lo apretó contra su pecho. La fuerza de sus emociones, al liberarse, le hizo sollozar.
– ¡Pero, bueno…! -exclamó el vicario, escandalizado.
El bebé del señor Culpeper no lloró por el rudo trato que se le infligía en plena noche. Se limitó a emitir un cloqueo desaprobador y volvió a dormirse.