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Mucho tiempo después de dejarle el vicario, tras cerrar indignado la puerta con un gran portazo, el señor Culpeper continuaba sentado, acurrucado en la oscuridad.

Le asaltaban sombríos pensamientos. La señora Culpeper y los breves y brillantes días de su luna de miel… Y luego, se veía sacando la llave del bolsillo e inclinándose por encima del cochecito… Una y otra vez. Recordó, de un modo vago y a extraños intervalos, el solar de la feria y el anillo de oro peruano que su esposa no había llegado a poseer. Pensó en muchas cosas en aquella silenciosa habitación. En la acometida de las alas oscuras que el hombre mortal no sentía hasta el último instante, el de expirar. Su consternada visión pareció concentrarse en la espiral interna de una escalera descendente, hundiéndose casi vertical en reverberantes profundidades.

Al fin, se levantó y encendió la luz, parpadeando ante el resplandor. Con gestos mecánicos, preparó una cena frugal, cumpliendo la rutina aprendida con la práctica. Sacar el pan del cajón. La mantequilla y carne fría de la nevera. Un cuchillo largo y delgado de otro cajón…

– ¿Que voy a hacer? -se pregunto en voz alta-. Por supuesto, el heraldo no es el rey… Pero ¿qué es entonces?

Su voz se apagó. Al colocar el cuchillo junto al pan, el reflejo del filo hirió sus ojos.

– Frío y limpio. -Sus dedos se contrajeron espasmódicamente-. No como la caja de caudales, o los cochecitos de la feria, o la explosión de la cocina. Frío y limpio.

La habitación iba enfriándose. La calle estaba muy oscura. Cogió el cuchillo. Se mantuvo tenso, incluso al llegar junto a la difusa sombra de la cuna, aguardando una señal, una indicación de que iba a ejecutar lo ordenado, algo que escapaba a su control. El bebé permanecía muy tranquilo.

Levantó el cuchillo y lo sostuvo en equilibrio sobre su cabeza. De pronto, llamaron a la puerta principal. El cuchillo cayó ruidosamente al suelo y el señor Culpeper se apartó de la cuna, dando tumbos. Por último, consiguió abrir la puerta.

– ¡Señor Culpeper! Vaya al refugio ahora mismo… ¡Se ha producido una alarma general! Dios sabe qué sucederá ahora.

En la penumbra del porche, reconoció a uno de los vigilantes de su refugio de la Defensa Civil. El casco de acero del hombre fue como una señal desagradable y perturbadora, un símbolo de que el mundo estaba trastornado también fuera del microcosmos del señor Culpeper.

– De acuerdo, Alec -balbuceó. La repentina llamada le había descompuesto, rompiendo la secuencia irreal que en aquel momento vivía-. Ahora mismo voy… ¡Ah! Tendré que llevarme al niño. No hay nadie aquí para cuidarlo…

– De acuerdo. Pero dése prisa, por favor. Todavía me quedan dos calles más por recorrer.

Las botas de Alec resonaron en la oscuridad. El señor Culpeper dejó la puerta abierta mientras se cambiaba de ropa y reunía las cosas que iba a necesitar. Envolvió a su hijo en una amplia manta y salió corriendo hacia el refugio de la Defensa Civil.

¿Por qué preocuparse respecto a lo que era el bebé? Si las charlas a las que había asistido tenían algo que ver con la realidad, en cuestión de pocas horas quizá no tuviera que preocuparse ya de nada. Y sin embargo…, hasta la idea de que Londres se viera reducida a escorias radiactivas no le consternaba tanto como el fenómeno del niño. Sabía que se daban torsiones espaciales y temporales en el núcleo incandescente de una bomba de hidrógeno. ¿Qué tipo de materia, sustancia o energía sufría una torsión en el cerebro de su hijo?

En el interior del triste edificio de ladrillo y hormigón reinaba un caos organizado. Los vigilantes se congregaban en el lugar como mariposas nocturnas en torno a una luz, aunque con el sentido del orden que meses de entrenamiento habían inculcado en ellos sin darse cuenta. El señor Culpeper encajaba bien en ese molde. Sin saber exactamente cómo, las recientes semanas de pesadilla habían desaparecido bajo el impacto del holocausto general. Experimentó cierta vergüenza al recordar la forma en que había empuñado el cuchillo. Una benévola asistenta cuidaba del niño en un rincón. A decir verdad, el bebé dormía con un sueño profundo.

En cuanto recibió las oportunas instrucciones y procedió a sus comprobaciones personales, el señor Culpeper dispuso de tiempo suficiente para volver a pensar en sí mismo. En el tablero, brillaba la alarma amarilla, que, tal como había expresado Alec, podía significar cualquier cosa. Mientras la miraba, parcialmente oscurecida su visión por el ladeado borde del casco, la señal luminosa pasó al anaranjado. Se sobresaltó.

Un hombre de cara rubicunda estaba hablando, sentado en una silla y bebiendo cerveza.

– …y eso significa que nos apoderaremos de su pequeño botín. Se lo aseguro, compañero, esto es el fin del mundo. Esta misma noche.

– ¡Vamos! Sabe usted muy bien que se echarán atrás -objetó una pálida muchacha, humedeciéndose los labios.

– No. No lo harán. Nos pillarán en pleno centro de la bomba… Y nadie sabe lo que sucede allí.

Los ojos de la pálida muchacha se abrieron desmesuradamente, suscitando en el señor Culpeper una momentánea simpatía. Ella y todos los demás tenían algo que les impulsaba a vivir, algo que les hacía resistirse a la muerte. Miró a su hijo. Quizá, sólo quizá, el niño había nacido con este designio. El pensamiento le descompuso. Era horrible, insoportable, pero no conseguía rechazarlo. Se aferraba obstinado a sus células cerebrales, con el impacto de una experiencia traumática.

¡Tal vez su hijo atraería la bomba!

El sudor corrió por el rostro del señor Culpeper. Se puso en pie, muy rígido, se acercó a la afligida asistenta y miró con fijeza a su hijo. El sueño, profundo y sosegado, mantenía relajada la arrugada carita. Los extraños antojos aparecían difuminados, casi invisibles. Al señor Culpeper se le entrecortó el aliento cuando, de pronto, la cara del niño dormido reflejó una vívida imagen de su esposa. Ella había sido tan maravillosa…

Pero antes de darle tiempo a analizar aquella reacción tan sentimental, las manchas rosadas de la frente del chiquillo empezaron a brillar, adquiriendo una tonalidad carmesí y reflejando el resplandor de las luces del techo. Horrorizado, el señor Culpeper no apartaba la mirada de ellas. El bebé se estiró. Sus pequeños labios chasquearon al unirse, sus ojos se arrugaron conforme iba despertándose. Abrió la boca…

Y en aquel preciso instante, el señor Culpeper supo que el fin del mundo era inminente.

Todas las lágrimas del mundo

Brian W. Aldiss

de Nebula, mayo de 1957

Quienes estén interesados en conocer una fascinante información sobre la vida de Brian Aldiss y los antecedentes de su literatura, deben consultar la colección de ensayos autobiográficos de importantes escritores, Hell's Cartographers, compilada por el propio Aldiss y Harry Harrison.

Baste con decir aquí que nació en la población mercantil de East Dereham, Norfolk, el martes 18 de agosto de 1925. Tras luchar en la segunda guerra mundial, se instaló en Oxford, encontró trabajo en una librería y comenzó a escribir. Sus obras de ciencia ficción empezaron a publicarse en 1954. En 1959, en la convención mundial, se le votó como el autor novel más prometedor del género. Poco después, justificó ese premio ganando el Hugo con su serie Hothouse, desarrollada en una Tierra tropical, cuando el sol está a punto de convertirse en nova.

Aldiss estableció hace mucho tiempo su reputación como uno de los principales escritores británicos de ciencia ficción. Entre sus novelas, hay que citar The Dark Light-Years (Los oscuros años luz) (1964), Greybeard (Anciano) (1964), An Age (Una época) (1967), Frankenstein Unbound (Frankenstein desencadenado) (1973), The Eighty-Minute Hour (La hora de ochenta minutos) (1974) y The Malacia Tapestry (El tapiz de Malacia) (1976). Aparte de sus numerosas y competentes antologías, demostró pertenecer a la tendencia literaria predominante con novelas como The Hand-Reared Boy (1970) y A Soldier Erect (1971).