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Frankenstein Unbound, una de sus obras más recientes, puede adquirirse ahora en Estados Unidos en una grabación de larga duración. Acaba de iniciar además una nueva colección, la primera en ocho años, titulada Last Orders, además de una novela corta profusamente ilustrada, Brothers Of the Head.

All the World's Tears (Todas las lágrimas del mundo) fue su quincuagésimo relato (no el quincuagésimo publicado). He aquí la opinión del mismo Aldiss:

«Sigue pareciéndome un relato logrado. Y lo considero así, porque combina en pequeña proporción y buen equilibrio tres elementos que, tanto ahora como entonces, son característicos de mis producciones: el satírico, el teórico y el personal».

A quienes hayan leído este relato en su forma revisada, incluida en el libro titulado The Canopy of Time (La bóveda del tiempo), les gustará saber que ofrecemos aquí la versión original, tal como apareció en las páginas de Nebula hace más de veinte años.

Si fuera posible recoger todas las lágrimas que se han derramado a lo largo de la historia, no sólo se obtendría una inmensa extensión de agua, sino también la propia historia del mundo.

Tal reflexión se le ocurrió a J. Smithlao, el psicodinámico, mientras se encontraba en el sector 139 de Ing Land, observando el breve y trágico amor del salvaje y la hija de Charles Gunpat. Oculto detrás de un haya, Smithlao vio al salvaje caminar cauteloso por la terraza. La hija de Gunpat, Ployploy, le aguardaba en el extremo opuesto.

Era el último día de verano del último año del siglo XLIV. El viento que hacía susurrar el vestido de Ployploy arrojaba las hojas secas contra la muchacha, suspirando como el destino en un bautizo, al tiempo que destrozaba hasta la última de las rosas. Más tarde, el confuso dibujo formado por los pétalos sería succionado de los caminos, y el césped y el patio por el jardinero mecánico. En aquel instante, se arremolinaban en torno a los pies del salvaje, mientras éste alargaba su mano, gravemente, para tocar a Ployploy.

Una lágrima chispeó en los ojos de la chica.

Oculto, fascinado, el psicodinámico Smithlao se fijó en la lágrima. Tal vez con la sola excepción de un necio robot, Smithlao fue el único en distinguirla, el único en contemplar toda la escena. Y pese a ser una persona superficial e insensible, según la forma de pensar de otras épocas, fue lo bastante humano para notar que allí, en la terraza cada vez más gris, se representaba una pequeña charada que suponía el fin de todo cuanto el hombre había sido.

Después de la lágrima, se produjo la explosión, naturalmente. Por un minuto, un nuevo viento se mezcló a los vientos de la tierra.

Smithlao se había adentrado en las posesiones de Charles Gunpat por pura casualidad. Se le había llamado con objeto de que llevase a cabo un trabajo rutinario para un psicodinámico; administrar un suplemento de odio al anciano. Curiosamente, mientras sobrevolaba el terreno en busca de un lugar para aterrizar tras abandonar la estratosfera en su vehículo de hélice, Smithlao vislumbré al salvaje acercándose a la propiedad de Gunpat.

Debajo del vehículo, que iba reduciendo su velocidad, el paisaje se extendía tan preciso como un plano. Los empobrecidos campos formaban rectángulos impecables. Aquí y allá, este o aquel robot se ocupaban en mantener una naturaleza funcional. Ni un solo guisante debía producir vainas sin supervisión cibernética. Ni una sola abeja zumbaría entre los estambres sin que su curso fuera controlado por el radar. Todos y cada uno de los pájaros tenían un número y una señal de llamada, mientras que con todas las tribus de hormigas se mezclaban ejemplares mecánicos, encargados de revelar los secretos de los insectos cuando éstos regresaban a su hormiguero. El viejo y cómodo mundo de factores fortuitos se había esfumado bajo la presión del hambre.

Ningún ser viviente medraba sin control. Las innumerables generaciones de los siglos anteriores habían agotado la tierra. Tan sólo la frugalidad más severa, combinada con una feroz reglamentación, aseguraba el alimento suficiente para la actual y dispersa población. Miles de millones habían sucumbido de inanición. Los cientos que quedaban vivían al borde de ella.

La propiedad de Gunpat semejaba un insulto, frente a la estéril pulcritud del paisaje. Sus dos hectáreas de superficie formaban una isleta de verdor. Elevados y agrestes olmos vallaban el perímetro, invadiendo el césped y la casa. La vivienda en sí, la principal del sector 139, había sido construida con enormes bloques de piedra. Tenía que ser sólida para soportar el peso de los servomecanismos que, además de Gunpat y su hija Ployploy, eran sus únicos ocupantes.

En el mismo instante en que Smithlao descendía bajo el nivel de los árboles, le pareció distinguir una figura humana avanzando a duras penas hacia la propiedad. Un hecho increíble por multitud de razones. Puesto que la gran riqueza material del mundo se hallaba repartida entre un número de personas relativamente pequeño, no existía nadie lo bastante pobre para verse obligado a ir andando al lugar deseado. El creciente odio del hombre por la naturaleza, estimulado por la noción de que ésta le había traicionado, convertiría la caminata en un purgatorio…, a menos que aquel hombre estuviera loco, como Ployploy.

Desechando esos pensamientos, Smithlao aterrizó en un tramo cubierto de piedra. Se alegró de hacerlo, ya que el día era borrascoso, y los cúmulos que había atravesado para descender estaban salpicados de baches de aire. La casa de Gunpat, con sus ventanas ciegas, sus torres, sus terrazas interminables, su innecesaria ornamentación y su enorme porche, le impresionó tanto como un pastel nupcial abandonado.

Su presencia causó una instantánea actividad. Tres robots provistos de ruedas surgieron de distintas direcciones, girando sus armas atómicas hacia Smithlao conforme se acercaban.

Nadie podía entrar allí sin invitación, pensó Smithlao. Gunpat no era un hombre sociable, ni siquiera para el insociable criterio de la época.

– Identifíquese -ordenó la máquina que encabezaba el trío, repulsiva y deslustrada, con una vaga apariencia de sapo.

– Soy J. Smithlao, psicodinámico de Charles Gunpat -contestó.

Debía soportar este procedimiento en todas sus visitas. Mientras hablaba, mostró su rostro a la máquina, que emitió una especie de gruñido al confrontar la imagen e información con su memoria de datos.

– Sí, es usted J. Smithlao, psicodinámico de Charles Gunpat -asintió-. ¿Qué desea?

Maldiciendo la monstruosa lentitud del robot, Smithlao explicó:

– Tengo una cita con Charles Gunpat a las diez.

Y esperé a que la información fuera digerida.

– Tiene usted una cita con Charles Gunpat a las diez. Sígame, por favor.

Y el robot dio media vuelta con gracia sorprendente.

– Éste es J. Smithlao, psicodinámico de Charles Gunpat -repitió a los otros robots en mecánica confirmación-. Tiene una cita con Charles Gunpat a las diez.

Así se aseguraba de que los demás le habían captado bien. Mientras tanto, Smithlao daba algunas órdenes a su vehículo de hélice. Una parte de la cabina, con el psicodinámico en su interior, se separó del resto. De su fondo, brotaron unas ruedas que convirtieron el conjunto en una silla móvil. El vehículo accesorio siguió a los robots.

De un modo automático, se alzaron las mamparas que cubrían las ventanas, ya que Smithlao iba a ser admitido en presencia de seres humanos. Sólo podía ver y ser visto a través de telepantallas. Tanto era el odio (o miedo, si se prefiere) que todo hombre experimentaba respecto a otros hombres que mirarse directamente resultaba intolerable.