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Las máquinas, una detrás de otra, cruzaron las terrazas y el enorme porche, donde fueron bañadas en un vapor desinfectante. A continuación atravesaron un laberinto de pasillos y llegaron ante Charles Gunpat.

El sombrío rostro de Gunpat que apareció en la pantalla del vehículo accesorio de Smithlao mostró sólo un disgusto muy moderado ante la visión de su psicodinámico. Casi siempre demostraba un dominio similar de sí mismo, lo cual le perjudicaba en sus reuniones de negocios, puesto que se trataba de intimidar al oponente mediante espléndidas exhibiciones de cólera. A eso se debía que llamase a Smithlao para administrar un suplemento de agresividad cuando había algo importante incluido en su programa del día.

La máquina de Smithlao maniobró hasta dejarle a un metro de la imagen de su paciente, mucho más cerca de lo exigido por la cortesía.

– He llegado tarde -empezó a decir Smithlao, sin pasión alguna- porque no pude soportar arrastrarme hasta su ofensiva presencia un solo segundo antes. Confiaba en que, tardando lo suficiente, algún feliz accidente habría eliminado esa estúpida nariz de su…, ¿cómo llamarla? ¿Cara…? Por desgracia, sigue ahí, con esos dos orificios adentrándose en su cráneo como madrigueras de ratas. Me he preguntado a menudo, Gunpat, si no habrá metido alguna vez sus patazas en esos agujeros y se habrá caído dentro.

Observando con gran atención la cara de su paciente, Smithlao no vio más que un ligerísimo rastro de irritación. Gunpat no se dejaba provocar así como así, no cabía duda. Por fortuna, Smithlao era un experto en su profesión. Ensayó el insulto sutil.

– Pero, claro, nunca se caerá. Es usted tan depresivamente ignorante que no distingue la diferencia entre arriba y abajo. Ni siquiera sabe cuántos robots suman cinco robots. Cuando le tocó el turno de ir al Centro de Apareamiento de la capital ni siquiera sabía que aquélla era la única ocasión en que un hombre tenía que salir de detrás de su pantalla. ¡Pensaba que se podría hacer el amor por telecámara! ¿Y cuál fue el resultado? Una hija imbécil… ¡Una hija imbécil, Gunpat! Piense, desgraciado, en cómo deben de reírse sus rivales de Automoción. «El alocado Gunpat y su loca hija», se dirán. «Ni siquiera consigue controlar sus genes», seguirán burlándose.

Las provocaciones empezaban a alcanzar el efecto deseado. Un repentino sonrojo de ira cubrió la imagen de Gunpat.

– Ployploy está perfectamente. Sólo tiene un carácter recesivo… ¡Usted mismo lo dijo!

Contestaba. Buena señal. Su hija siempre había constituido el punto débil de su armadura.

– ¡Un carácter recesivo! -se burló Smithlao-. ¡Qué habilidad para disimular! Ella es dulce, ¿me oye? ¿Puede oírme pese al pelo que le nace en las orejas? ¡Ella quiere amar! -Estalló en una carcajada irónica-. ¡Qué obscenidad! ¿Sabe una cosa, mamarracho? Ployploy no sería capaz de odiar ni para salvar su propia vida. Igual que una salvaje. Mejor dicho, peor que una salvaje… ¡Una loca!

– ¡Nada de loca! -estalló Gunpat, aferrando ambos lados de su pantalla.

A este ritmo, estaría preparado para la conferencia en diez minutos más.

– ¿De verdad? -preguntó el psicodinámico. Su voz asumió un tono humorístico-: No, Ployploy no está loca. Sólo que el Centro de Apareamiento le negó el derecho a procrear; el gobierno imperial, el derecho al televoto; la Sociedad Comercial, un crédito de consumo y la Sociedad Educativa la restringió a diversiones beta. Ployploy se encuentra prisionera aquí debido a su genialidad, ¿verdad? ¡Vaya insensatez la suya, Gunpat, si no se da cuenta de que esa chica es una lunática total, manifiesta! La próxima vez, incluso se atreverá a decirme, con esa boca grotesca y babeante, que Ployploy no tiene la cara pálida.

Gunpat emitió unos sonidos ininteligibles.

– ¡No se atreva a mencionar eso! -bramó-. ¿A usted qué le importa si su cara es… de ese color?

– Hace preguntas tan necias que apenas vale la pena molestarse con usted, Charles Gunpat. Su enorme cabezota es totalmente incapaz de asimilar un simple hecho histórico. Ployploy constituye un sucio caso de regresión. Nuestros antiguos enemigos eran blancos. Ocuparon esta parte del globo, Ing Land y You-Rohp, hasta el siglo XXIV, cuando se rebelaron nuestros antepasados del Este y les arrebataron los viejos privilegios de que habían gozado tanto tiempo a nuestras expensas. Nuestros antepasados se mezclaron con los derrotados que sobrevivieron. En unas cuantas generaciones, la raza blanca quedó borrada, diluida, perdida. No se ha visto una cara blanca en la tierra desde antes de la terrible Era de la Superpoblación, desde hace mil quinientos años, digamos. Y ahora… Ahora el señorito recesivo Gunpat nos obsequia con una carita tan blanca como quepa imaginar. ¿Qué le dieron en el Centro de Apareamiento? ¿Una mujer de las cavernas?

Gunpat estalló, agitando un puño ante la pantalla.

– ¡Está despedido, Smithlao! -gruñó-. ¡Esta vez ha ido demasiado lejos, incluso para un sucio y apestoso psicodinámico! ¡Lárguese! ¡Lárguese y que no le vuelva a ver jamás!

Bruscamente, Gunpat ordenó a gritos a su autooperador que le pusiera en conexión con la conferencia. Estaba de un humor perfecto para enfrentarse a Automoción y sus estafadores Colegas.

Cuando la imagen de Gunpat desapareció de la pantalla, Smithlao exhaló un suspiro de alivio. El suplemento de agresividad había sido administrado. El supremo logro en su profesión consistía en que el paciente le echara con cajas destempladas al final de su tarea. Gunpat se apresuraría a contratarle en la próxima ocasión. Con todo, Smithlao no se sentía satisfecho. En su trabajo, se precisaba de una exploración completa de la psicología humana. Tenía que conocer con exactitud los puntos débiles de la constitución de un hombre. Manipulando dichos puntos con la destreza precisa, lograba que el individuo se pusiera en accion.

Porque, sin esa acción, los hombres eran fácil presa del letargo, fardos andrajosos transportados por máquinas. Los antiguos impulsos habían muerto y abandonado a sus dueños.

Smithlao permaneció sentado en su lugar, analizando el pasado y el futuro.

Al agotar el suelo, el hombre se había agotado a sí mismo. La psique y un humus viciado resultaban incompatibles. Así de lógico, así de sencillo.

Tan sólo las menguantes corrientes de agresividad y cólera prestaban al hombre el ímpetu suficiente para continuar. De lo contrario, quedaba reducido a una pieza inservible en su mundo mecanizado.

«Así es como se extingue una especie», pensó Smithlao. Sentía cierta curiosidad por saber si a alguien más se le habría ocurrido pensarlo. Quizás el gobierno imperial lo supiera todo al respecto, pero carecía de poder para solucionarlo. Al fin y al cabo, ¿qué más cabía hacer aparte de lo que ya se estaba haciendo?

Smithlao era un hombre superficial, cualidad inevitable en una sociedad deslindada en castas, tan débil como para no enfrentarse a sí misma. Habiendo descubierto el aterrador problema, decidió olvidarlo, eludir su impacto, esquivar toda posible implicación personal. Lanzó un grañido a su silla inmóvil, dio media vuelta y resolvió volver a su casa.

Dado que los robots de Gunpat habían desaparecido, Smithlao efectuó a solas el trayecto de vuelta. Salió de la vivienda y se dirigió hacia su vehículo de hélice, que permanecía silencioso bajo los altos olmos.

Antes de que la silla móvil se reincorporara al vehículo madre, un movimiento llamó la atención de Smithlao. Medio oculta junto a un mirador, Ployploy se apoyaba en una esquina de la casa. Smithlao salió de su vehículo en un repentino impulso de curiosidad. El aire se movía. Además, apestaba a rosas, nueces y cosas verdes, que se oscurecían para dar la impresión del otoño. La situación resultaba espantosa para Smithlao, pero el asomo de un deseo de aventura le obligó a quedarse.