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La muchacha no miraba en su dirección, sino que atisbaba la barricada de árboles que la separaba del mundo exterior. Al acercarse Smithlao, Ployploy dio la vuelta hacia la parte trasera del edificio, sin desviar la mirada. El psicodinámico la siguió con precaución, aprovechando la protección que le brindaba un pequeño macizo. Cerca de allí, un robot jardinero esgrimía sus tijeras sin fijarse en la presencia de Smithlao.

Ployploy había llegado ya a la parte de atrás. En aquel lugar, la tendencia rococó de la antigua Italia se había combinado con el genio chino para dar un portalón y un techo extravagantes. las balaustradas se alzaban y descendían, las escaleras recorrían arcos circulares, y los aleros, de color gris y azul celeste, casi tocaban el suelo. Pero todo el conjunto presentaba un aspecto tristemente descuidado. Las enredaderas, insinuando ya su triunfo futuro, porfiaban por debilitar las estatuas de mármol. Infinidad de pétalos de rosa obstruían las escaleras. Y el conjunto formaba un fondo ideal para la solitaria figura de Ployploy. La muchacha tenía una cara muy blanca, con la única excepción del rosa de sus delicados labios. Su cabello, de un intenso negro, colgaba libre en cola de caballo desde la nuca hasta la cintura. Ployploy parecía loca de verdad. Sus ojos melancólicos escudriñaban los grandes olmos, como si éstos se interpusieran en su línea de visión. Smithlao se volvió sin querer para descubrir qué oteaba Ployploy con tanta ansiedad.

Y en aquel instante, el salvaje se abrió paso a través de la espesura que crecía entre los troncos de los olmos.

Un repentino chaparrón, pasajero como una nube de verano, hizo resonar las secas hojas de los arbustos. Mientras duró la lluvia, Ployploy no cambió de posición. El salvaje no la miró ni una sola vez. Luego salió el sol, derramando las sombras de los olmos sobre la casa. Y en todas las flores lució una gota de lluvia, como una gema.

Smithlao volvió al tema de su meditación en el interior de la casa. Y en ese momento, le añadió un anexo: sería tan fácil para la naturaleza empezar de nuevo cuando el hombre parásito se extinguiera…

Aguardó en tensión, sabiendo que un pequeño drama iba a desarrollarse ante sus ojos. Un diminuto objeto con ruedas se escabulló al otro lado del rutilante césped, subió a saltos las escaleras y desapareció de la vista al cruzar un arco. Se trataba de un guarda del límite de la propiedad, dispuesto a dar la alarma.

Volvió en seguida, acompañado de cuatro grandes robots. Smithlao reconoció a uno de ellos como la máquina parecida a un sapo que le había interrogado a su llegada. Cinco amenazas de forma distinta rodaron resueltamente entre los macizos de rosales. El robot jardinero murmuró algo para sí, abandonó su poda y se unió a la procesión que marchaba hacia el salvaje.

«Ni siquiera tiene tantas oportunidades como un perro», se dijo Smithlao para sus adentros. La frase revistió un enorme significado, puesto que todos los perros, tras ser declarados innecesarios, habían sido exterminados hacía largo tiempo.

El salvaje había atravesado la barrera de arbustos y llegado al borde del césped. Rompió una rama cubierta de hojas y se la metió por el escote de la camisa, de modo, que oscureciera parcialmente su cara. Después, colocó otra rama en sus pantalones. Al irse aproximando los robots, el hombre se detuvo y levantó los brazos por encima de su cabeza, con una tercera rama entre sus manos.

Las seis máquinas le rodearon.

El robot sapo emitió un clic, como si estudiara lo que debía hacer a continuación.

– Identifíquese -ordenó.

– Soy un rosal -contestó el salvaje.

– Los rosales tienen rosas. Usted no tiene rosas. Usted no es un rosal -rechazó el sapo mecánico.

Su arma de mayor tamaño, la más alta, se puso al nivel del plexo solar del salvaje.

– Mis rosas se han marchitado ya. Pero todavía conservo las hojas. Pregunta al jardinero, si no sabes qué es una hoja.

– Esta cosa es una cosa con hojas -afirmó al momento el jardinero, con voz profunda.

– Sé lo que son las hojas. No me hace falta preguntar al jardinero. Las hojas son el follaje de los árboles y las plantas, lo que les da su apariencia verdosa -dijo el sapo.

– Esta cosa es una cosa con hojas -repitió el jardinero. Y para clarificar bien el asunto, añadió-: Las hojas le dan una apariencia verdosa.

– Sé lo que son las cosas con hojas -replicó el sapo-. No me hace falta preguntarte, jardinero.

Pareció que iba a estallar una discusión, interesante aunque limitada, entre los dos robots, pero en ese momento intervino otra de las máquinas.

– Este rosal habla -dijo.

– Los rosales no pueden hablar -aseguró de inmediato el sapo.

Después de haber producido esta perla, el robot quedó en silencio, quizá meditando sobre la extrañeza de la vida. Luego, añadió lentamente:

– Por lo tanto, o este rosal no es un rosal, o este rosal no ha hablado.

– Esta cosa es una cosa con hojas -empezó de nuevo el jardinero-. Pero no es un rosal. Los rosales tienen estípulas. Esta cosa no tiene estípulas. Es un cambrón. Se le conoce también como espino cerval.

Este conocimiento tan especializado superaba sin la menor duda el vocabulario del sapo. Siguió un tenso silencio.

– Soy un cambrón -dijo al fin al salvaje, manteniendo su postura-. No puedo hablar.

Ante esto, todas las máquinas prorrumpieron en un chorro de palabras, moviéndose toscamente en torno al salvaje para observarle mejor e interceptándose unas a otras durante el proceso. Por último, la voz del sapo se elevó por encima del parloteo metálico:

– Sea lo que sea esta cosa con hojas, debemos arrancarla. Hay que exterminarla.

– No te corresponde a ti arrancarla. Ése es un trabajo de jardinero -dijo éste.

Hizo girar sus tijeras, desplegó una poderosa guadaña y atacó al sapo. Sus toscas armas resultaban inefectivas frente a la armadura de este último, que no obstante comprendió que habían llegado a un punto muerto en sus investigaciones.

– Nos retiraremos para preguntar a Charles Gunpat qué debemos hacer -dijo-. Eso haremos.

– Charles Gunpat está en una conferencia -replicó el robot explorador-. Charles Gunpat no debe ser molestado durante una conferencia. Por lo tanto, no debemos molestar a Charles Gunpat.

– Por lo tanto, debemos esperar a Charles Gunpat -decidió el sapo sin inmutarse.

Empezó a avanzar, seguido de los otros, pasando cerca de donde se hallaba Smithlao. Todos los robots subieron las escaleras y desaparecieron en el interior de la casa.

Smithlao no pudo por menos que maravillarse ante la serenidad del salvaje. Seguía vivo por verdadero milagro. De haber intentado correr, habría muerto al instante, ya que los robots habían sido programados para enfrentarse a una situación semejante. Tampoco le habría salvado su engañoso lenguaje, pese a toda su inspiración, de haberse tratado de un solo robot, porque un robot es una criatura con un propósito único. En compañía, no obstante, los robots padecen de un defecto que a menudo perturba también las reuniones humanas, aunque en menor medida: la tendencia a exhibir su lógica a expensas del objeto de la reunión.

¡Lógica! En eso radicaba el problema. A ella, y sólo a ella, debían atenerse todos los robots. El hombre poseía lógica e inteligencia, por lo que se las arreglaba mejor que sus robots. Pese a ello, estaba perdiendo la batalla contra la naturaleza. Y la naturaleza, como los robots, sólo usaba la lógica. Una paradoja sobre la cual el hombre no podía triunfar.

En cuanto la fila de máquinas hubo desaparecido en el interior de la casa, el salvaje atravesó corriendo el césped y subió el primer tramo de escaleras, abriéndose paso hacia la inmóvil figura de la muchacha. Smithlao se deslizó detrás de un haya para espiarles más de cerca. Se sentía como un pervertido, al observarles sin pantalla interpuesta, pero no se decidía a apartarse del lugar. El salvaje se aproximaba ya a Ployploy, caminando con lentitud por la terraza, como hipnotizado.