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– Te has mostrado muy astuto -le dijo ella. Su blanco rostro tenía ahora las mejillas sonrosadas.

– Me he mostrado muy astuto durante todo un año a fin de encontrarte.

Pero sus recursos, que le habían llevado hasta la muchacha, le abandonaron ahora, dejándole desamparado. Era un joven delgado y vigoroso, con las ropas raídas y la barba descuidada.

– ¿Cómo me has encontrado? -preguntó Ployploy.

Su voz, a diferencia de la del salvaje, apenas llegaba hasta Smithlao. Una expresión perturbadora, tan caprichosa como el otoño, jugueteaba en el semblante de la mujer.

– Fue una especie de instinto…, como si te oyera llamarme -explicó el salvaje-. Todo lo susceptible de ir mal en el mundo, va mal…

uizá seas tú la única mujer del mundo que todavía ama. Quizá sea yo el único hombre capaz de corresponderte. Por eso he venido. Un impulso natural, ya que no podía bastarme por mí mismo.

– Siempre soñé que llegaría alguien -suspiro ella-. Y durante varias semanas, he sentido…, he sabido que venías. ¡Oh, querido…!

– Debemos actuar con rapidez, amor mío. Trabajé en cierta ocasión con robots… Ya te habrás dado cuenta de que los conozco bien. Si logramos salir de aquí, dispongo de un avión robot que nos llevará muy lejos, a cualquier parte. A una isla quizá, donde las cosas no se presenten tan difíciles. Pero hemos de irnos antes de que regresen las máquinas de tu padre.

Dio un paso hacia Ployploy.

La muchacha alzó una mano.

– ¡Espera! -le imploró-. No es tan sencillo. Debes saber algo primero… El…, el Centro de Apareamiento me negó el derecho a procrear. Sería mejor que no me tocaras.

– ¡Odio al Centro de Apareamiento! -exclamó el salvaje-. Odio todo lo que se refiera al régimen dominante. Nada de lo que hagan nos afectará de ahora en adelante.

Ployploy apretaba los puños detrás de su espalda. El color había abandonado sus mejillas. Una fresca lluvia de pétalos de rosas muertas cayó sobre su vestido, mofándose de ella.

– Resulta tan desalentador -dijo-. No lo comprendes…

El salvajismo del hombre había sido humillado.

– Lo he dejado todo para encontrarte a ti -dijo abatido-. Sólo deseo abrazarte.

– ¿Es eso todo, realmente todo, lo que deseas en el mundo?

– Lo juro -replicó con sencillez.

– Entonces, vén y tócame.

Y ése fue el instante en que Smithlao vio el brillo de una lágrima en el ojo de la muchacha.

La mano que el salvaje extendió hacia ella fue ascendiendo hacia su mejilla. Ployploy permaneció impávida en la terraza gris, con la cabeza muy erguida. La amorosa mano rozó suavemente el semblante femenino. La explosión fue casi instantánea.

Casi. Los traicioneros nervios de la epidermis de Ployploy tardaron una fracción de segundo en analizar el contacto como perteneciente a otro ser humano y transmitir el hallazgo a los centros nerviosos. El bloqueo neurológico implantado por el Centro de Apareamiento en todos los individuos rechazados para la procreación, en previsión de una contingencia como la actual, entró en acción de inmediato. Todas las células del organismo de Ployploy liberaron su energía en un jadeo devorador. Con tanta eficacia que el salvaje pereció también en la explosión.

Sí, pensó Smithlao, había que admitir la pulcritud del procedimiento. Y su lógica, una vez más. En un mundo al borde mismo de la inanición, ¿de qué otro modo evitar que los indeseables procrearan? Lógica entre lógica, la del hombre opuesta a la de la naturaleza… Eso causaba todas las lágrimas del mundo.

Atravesó el goteante plantío, encaminándose hacia su vehículo de hélice, ansioso por marcharse antes de que los robots reaparecieran. Las destrozadas figuras de la terraza permanecían inmóviles, ya semicubiertas por las hojas y los pétalos. El viento rugió como un inmenso océano triunfante en las copas de los árboles. Resultaba apenas sorprendente que el salvaje no conociera el disparador neurológico. Pocas personas lo conocían: psicodinámicos, el Consejo de Apareamiento… y los mismos rechazados, claro está. Sí, Ployploy supo lo que iba a suceder. Había elegido esa muerte con toda deliberación.

«Siempre dije que era una lunática», pensó Smithlao. Rió entre dientes y montó en su máquina, meneando la cabeza mientras meditaba sobre la locura de Ployploy.

Un maravilloso argumento para enfurecer a Charles Gunpat la próxima vez que necesitase un suplemento de agresividad.

Ozymandias

Robert Silverberg

de Infinity, noviembre de 1958

La relativamente simple cuestión de cuál es el escritor de ciencia ficción que ha utilizado más seudónimos no tiene fácil respuesta. Se han de tener en cuenta los nombres literarios compartidos en colaboraciones, los seudónimos aplicados por las editoriales y los alias usados fuera de la novelística. Ciertamente, entre los que gozan de los mayores honores se encuentran John Russell Fearn, E. C. Tubb, Henry Kuttner, R. Lionel Fanthorpe y Robert Silverberg. Y entre todos ellos, Silverberg figura como el más fecundo.

Nacido en Brooklyn a principios de 1935, Silverberg tenía dieciocho años cuando efectuó su presentación profesional en una sección de crítica incluida en Science Fiction Adventures (diciembre de 1953). Al mes siguiente, vendió su primer relato a Nebula. Gorgon Planet (Planeta de Gorgonas) era una genuina áventura, desarrollada en un mundo de criaturas mitológicas. A partir de entonces, el número de sus obras aumentó de manera vertiginosa. Basta con examinar una relación de sus obras para comprobar su increíble producción sólo en la década que nos ocupa.

Los principios profesionales de Silverberg ya han sido tratados en la introducción a este volumen, aunque vale la pena hacer un alto para recordar los seudónimos de dicho autor, dos de ellos concretamente.

Su más importante seudónimo individual en la ciencia ficción fue Calvin Knox, nombre sugerido por Robert Lowndes, por ser de origen por entero protestante, ya que Judith Merril había asegurado a Silverberg que no conseguiría publicar sus obras usando su apellido judío. De modo que Silverberg adoptó dicho seudónimo. Sin embargo, al presentar sus relatos, los firmó como Calvin M. Knox. A Lowndes le complació ver aceptada su sugerencia, pero, intrigado, preguntó posteriormente a Silverberg:

– ¿Qué significa esa M?

– Moisés -replicó el escritor-. No quise resignarme por completo.

Apócrifa o no, se trata de una buena anécdota. Existe otra relacionada con la firma Ivar Jorgensen (o Jorgenson, como apareció algunas veces). Se vio por primera vez en el Fantastic Adventures de junio de 1951, al pie de la novela principal, Whom the Gods Would Slay (A quien matarían los dioses). A partir de entonces, fue utilizado con regularidad en las revistas de Ziff-Davis. En sus días de activo aficionado a la ciencia ficción, Silverberg admitió su gusto por los relatos de Jorgensen. Se llegó a saber que Jorgensen no era sino uno más entre los seudónimos domésticos inventados por Ziff-Davis, y nunca se ha aclarado de forma satisfactoria a qué autores encubría, aunque Paul Fairman fue, sin lugar a dudas, el responsable de muchas de las narraciones. Inevitablemente, dada la pasmosa producción de Silverberg, Fairman, por entonces director de Amazing, aplicó el apellido Jorgensen a diversos relatos de Bob. Lo que condujo al absurdo de que Silverberg, admirador de Jorgensen en su adolescencia, acabara convirtiéndose en él.

El siguiente relato se publicó por primera vez con el seudónimo de Jorgensen, aunque, al ser reeditado por New Worlds en mayo de 1960, se atribuyó su paternidad a Robert Silverberg.