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El planeta llevaba muerto un millón de años. Ésa fue la primera impresión que nos causó, mientras nuestra nave describía una órbita de descenso hacia su agostada superficie parda. Y nuestra primera impresión acabó siendo la correcta. En tiempos, había existido allí una civilización, pero la Tierra había circundado al Sol un millón de veces después de expirar el último ser vivo de ese mundo.

– Un planeta muerto -comentó con amargura el coronel Mattern-. No hay nada que valga la pena ahí abajo. No sería ningún error dar media vuelta y marcharnos.

No nos sorprendió que Mattern pensara así. Al fin y al cabo, presionándonos para que abandonáramos el planeta en el acto y nos trasladáramos a otro de mayor utilidad, servía a los intereses de sus jefes, es decir el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos de América. Esos jefes esperaban que Mattern, junto con la mitad de su tripulación, obtuviera resultados. Y por resultados entendían nuevas armas y fuentes de materiales estratégicos. No habían provisto el setenta por ciento del presupuesto del viaje sólo para patrocinar el hallazgo de un montón de fruslerías arqueológicas.

Afortunadamente para nuestra mitad del equipo -la inútil mitad compuesta por los arqueólogos-, Mattern no tenía la última palabra respecto a la dotación. Quizás el Estado Mayor hubiera aportado el setenta por ciento de nuestro presupuesto, pero sus cautelosos responsables de las relaciones públicas habían considerado que nosotros teníamos al menos ciertos derechos.

El doctor Leopold, jefe de la parte no militar de la expedición, dijo con brusquedad:

– Perdone, Mattern, pero habré de aplicar aquí la cláusula limitativa.

– Pero… -empezó a farfullar Mattern.

– Nada de peros, Mattern. Hemos gastado un buen montón de dinero americano para llegar a este punto. Ya que estamos aquí, insisto en disponer del tiempo mínimo asignado a la investigación científica.

Mattern miró ceñudo a la mesa, sosteniéndose la mandíbula entre los pulgares y hundiendo el resto de los dedos en la articulación del maxilar inferior. Estaba fastidiado, pero era lo bastante listo para saber que no podía hacer gran cosa en contra de Leopold.

El resto de nosotros, cuatro arqueólogos y siete militares -ellos nos sobrepasaban ligeramente en número-, presenciábamos con ansiedad la pugna entre nuestros superiores. Mis ojos se desviaron. hacia la tronera. Contemplé la árida llanura batida por el viento, marcada aquí y allí por los restos de los que, milenios antes, fueron tal vez inmensos monumentos.

– El planeta carece en absoluto de importancia estratégica -lamentó el desolado Mattern-. ¡Es tan viejo que hasta los vestigios de civilización se han convertido en polvo!

– No obstante, le recuerdo que se me garantizó el derecho a explorar cualquier mundo en el que aterrizáramos, por un período mínimo de ciento sesenta y ocho horas -replicó Leopold, sin darle tregua.

– ¡Maldita sea! -estalló Mattern, incapaz de contenerse-. ¿Por qué? ¿Sólo por fastidiarme? ¿Sólo para demostrar la innata superioridad intelectual del científico sobre el militar?

– Mattern, no se trata de una cuestión personal.

– En ese caso, me gustaría saber de qué se trata. Aquí estamos, en un mundo obviamente inútil para mí y tal vez también para usted. Y pese a ello, se aferra a un tecnicismo y me obliga a permanecer una semana aquí. ¿Por qué, a no ser para fastidiarme?

– Hasta ahora sólo hemos efectuado un reconocimiento muy superficial. Por lo que sabemos, este lugar puede proporcionarnos la respuesta a numerosos interrogantes de la historia galáctica. Incluso tal vez albergue un tesoro en superbombas, según yo…

– ¡Extremadamente probable! -explotó Mattern.

Su furiosa mirada recorrió la sala de conferencias, concentrándose con expresión malévola en todos y cada uno de los miembros científicos del comité. Quería dejar bien claro que se le forzaba a una absurda pérdida de tiempo por culpa de nuestro nebuloso deseo de «conocimiento».

Conocimiento inútil. No un excelente conocimiento práctico, del tipo que él valoraba.

– Muy bien -dijo por fin-. He luchado y he perdido, Leopold. Tiene derecho a insistir en que permanezcamos aquí una semana. ¡Pero será muchísimo mejor que esté preparado para despegar en cuanto expire el plazo!

No había sorpresa alguna en todo aquello, por descontado. El programa de nuestra expedición se mostraba muy explícito al respecto. Nos habían enviado a escudriñar una serie de planetas próximos al Borde Galáctico, ya examinados apresuradamente por una misión de reconocimiento.

Los exploradores se habían limitado a buscar signos de vida, y al no encontrar ninguno (cosa lógica), abandonaron la zona. Se nos encomendó entonces la tarea de proceder a una investigación detallada. Algunos de los planetas del grupo estuvieron habitados en otro tiempo, informaron los exploradores. Ninguno albergaba vida en la actualidad. Ni en uno solo de los planetas que habíamos visitado descubrimos vida inteligente, aunque la tuvieron en el pasado.

Nuestra tarea consistía en revisar con toda diligencia los planetas designados. Leopold, jefe de nuestro grupo, debía efectuar una mera investigación arqueológica sobre las civilizaciones muertas. Por su parte, Mattern y sus hombres tenían la misión, de valor práctico más inmediato, de buscar materiales fisionables, restos de armas extraterrestres, posibles fuentes de litio o tritio para fusión y otras cosas útiles desde el punto de vista bélico. Quien objetase que, en un sentido pragmático estricto, nuestro grupo suponía un peso muerto, transportado a elevado coste, estaría en lo cierto.

Pero en los últimos siglos, la opinión pública americana se había mostrado recelosa ante las expediciones exclusivamente militares. Y así, para tranquilizar la conciencia nacional, se agregaron a la expedición cinco arqueólogos de escasa importancia empírica por lo que concernía a la seguridad nacional.

Nosotros.

Mattern dejó muy claro, ya en el momento de la partida, que sus muchachos eran los miembros realmente importantes de la expedición, y nosotros, simple lastre. En cierta forma, tuvimos que admitirlo. La tensión se apoderaba una vez más de nuestro gravemente desunido planeta. No se sabía cuándo el Otro Hemisferio saldría de su inmovilidad de un siglo y decidiría lanzarse de nuevo al espacio, Si había algo de valor militar, debíamos encontrarlo antes que ellos.

La sempiterna carrera de armamentos. ¡Animo! Las viejas historias espaciales hablaban de expediciones terrestres. Bien, nosotros éramos la Tierra, visto de modo abstracto… En realidad, éramos de América. Y punto. La unidad mundial seguía siendo una idea tan fantástica como trescientos años antes, en la remota y primitiva era del cohete espacial con propulsores químicos. Amén. Fin del sermón. ¡A trabajar!

El planeta no tenía nombre y no le dimos ninguno. Una comisión especial de la denominada por eufemismo Organización de las Naciones Unidas se ocupaba del problema de asignar nombres a los centenares de planetas de la galaxia, siguiendo la vieja idea de copiarlos de antiguas mitologías terrestres, de modo análogo a la nomenclatura Mercurio-Venus-Marte de nuestro sistema solar.

Sin duda acabarían por dar a este mundo un nombre como Thot, o Bel-Marduk, o quizás Avalokitesvara. Para nosotros, era el cuarto planeta del sistema perteneciente a un sol procionoide blanco-amarillento F5 IV, número 170861 del Catálogo HD Revisado. Poco más o menos de tipo terrestre, con un diámetro de 9.800 kilómetros y un índice de gravedad de 0,93, tenía una temperatura media de 70°c, con una fluctuación diaria aproximada de diez grados, y una atmósfera tenue y desagradable, compuesta en su mayoría por dióxido de carbono, con vestigios de helio y nitrógeno y apenas una pizca de oxígeno. Muy posiblemente, el aire había sido respirable para seres humanoides hacía un millón de años… Pero de eso hacía un millón de años. Tuvimos buen cuidado de probar nuestras máscaras de oxígeno antes de aventurarnos a salir de la nave.